"Solo se muestran seguros los jóvenes y los estúpidos"
Entre los pinos, los tilos y los robles de los alrededores de Salzburgo, un napolitano como Riccardo Muti se siente extraño. Más si es verano y la temperatura no pasa de los 13 grados. A Muti lo que le gusta son otros árboles. Cree que existe la patria de los olivos y esa se halla en los contornos del Mediterráneo, donde él nació hace 70 años.
Pero para hacer gran música, aparte de venir de Italia, el país que fue cuna de la ópera, hay que hacer paradas en el norte. Y Salzburgo es una cita continua para él desde hace 40 años. Allí fue vecino de Herbert von Karajan. De él heredó a su mayordomo, Francesco, un originario de Asís que fue fiel al director hasta su último suspiro. "Él me dijo una vez que presentía que yo estaría cerca cuando se muriera, y no se equivocó. Cuando sufrió su infarto, me tocó hacerle el boca a boca", recuerda Francesco mientras esperamos a Muti en el salón de su casa. El mayordomo trabaja para él desde que Karajan muriera en 1989. De batuta en batuta.
"En la Scala no iba a aceptar componendas. Hoy me piden que regrese"
"En la música, algunos inventan rivalidades deportivas de hincha"
Pero aparte de Salzburgo, Muti tiene otra cita obligatoria este año. Será Oviedo, cuando reciba el Premio Príncipe de Asturias de las Artes. Se lo han dado en reconocimiento a una carrera tan imponente como polémica. Ensalzado por su rigor en el gran repertorio de la ópera, Muti ha sido también denostado, odiado y acusado de autoritario en algunos momentos de su trayectoria. Sobre todo, tras su salida de La Scala de Milán, después de una ristra de enfrentamientos con los músicos, los políticos y otros responsables del teatro en una especie de trifulca "a la italiana", como define él.
Hoy vive alejado de intrigas, reconocido en uno de sus mejores momentos artísticos y volcado en la recuperación de un repertorio injustamente tratado como es el de los cimientos de la ópera napolitana. Ese trabajo le unirá al Teatro Real en lo que espera que sea una colaboración intensa en la etapa de Gerard Mortier. Consistirá en intercambiar títulos de óperas napolitanas en Madrid, donde en el siglo XVIII se representaban asiduamente de la mano de divos como los castratti Farinelli o Caffarelli en los reinados de Felipe V a Carlos III.
Trascendente y fieramente humano, Muti disfruta hablando de legendarios directores tanto como se muestra dispuesto a sacar los colores a Berlusconi en público poniendo a un teatro en pie para que le canten el 'Va pensiero' del Nabucco verdiano durante una representación. Es esa pieza en la que el coro exclama: "¡Oh mia patria, sì bella e perduta!". Eso es saber hacerse respetar.
Como napolitano, usted es un hombre del sur. Se me hace raro encontrarme con usted por esta Europa Central, a 13 grados en verano. Yo creo que en los países donde crecen olivos tenemos una manera de concebir las cosas muy parecida. Italia, España, Grecia, el norte de África, es un círculo mágico, que establece una diferencia de carácter, de temperamento. El Mediterráneo... Fue el centro de la cultura y la civilización en el mundo. El olivo es un árbol que une, proyecta una espiritualidad.
¿En qué sentido? En que compartimos una misma concepción de la vida y también un sentido de la muerte. Para nosotros, la muerte es la continuación de la vida, pero no en sentido católico. Para nosotros es un acontecimiento trágico, dramático, así la sentimos y la representamos, como cuando marchamos en procesión, es teatral. En la música y la literatura afrontamos el hecho de la muerte con unas percepciones violentas que vienen de nuestra naturaleza, pero también con dulzura. Cuando vamos a los museos y observamos los artistas mediterráneos y los del norte, nos diferencian la luz y las tinieblas. El día y la noche.
Tampoco es una tonta casualidad que viva usted en Salzburgo en la calle Karajan. Aquí, mi Francesco fue el mayordomo del maestro Karajan durante 30 años. Conmigo lleva 20 años. Es una casualidad. Yo llegué a Salzburgo en 1971, este año he cumplido 40 de colaboración con el festival, consecutivos. Todos los años. Yo tenía 30 y ahora he cumplido 70. Pensé que sería estupendo comprar una casa. Un día me mandaron unas flores por mi cumpleaños. Y por error se las dejaron a Karajan, que vivía a 400 metros de aquí, y Francesco me las trajo. Yo le pregunté si sabía de algún terreno y me mostró este. Era el destino. Por un ramo de flores equivocadas de dirección, yo encontré esta casa.
Mágico. Sí, un poco, es verdad.
Más con lo que admiraba usted a Karajan. Cierto. Fue quien me invitó a dirigir en Salzburgo. Me llamó por teléfono. Yo estaba en una ciudad de Carolina del Norte y recibo una llamada a las siete de la mañana. "¿Quién será?", me preguntaba. Y escuché: "Soy Karajan".
Y usted, firme. Le dije a mi mujer: "Es un estúpido gastándome una broma". Pero después me di cuenta de que efectivamente era él. Lo escuchó y me dijo que efectivamente era él. Yo le pregunté: "Maestro, ¿cómo se las ha arreglado para encontrarme?". Y él me respondió: "Si alguien quiere encontrar a una persona, la encuentra". Esto era un poco...
¿Aterrorizante...? Eso. Me preguntó: "¿Ha dirigido alguna vez Così fan tutte?". Le dije que no, que solo había hecho Las bodas de Fígaro. La última vez que se había representado en Salzburgo fue con Böhm y había sido el éxito más clamoroso del festival. ¡Para mí era un suicidio! Le dije: "¿Me deja pensármelo?". Y respondió: "¿Sí o no?". No tuve una relación muy fluida, me mantuve al margen de su círculo, no quería hacerle la corte, siempre quise mostrarme independiente. Pero cuando tuvo problemas grandes con la Filarmónica de Berlín, muchos le abandonaron, se alejaron de él, como cuando hieren al león. Fue entonces cuando me acerqué a él. Otros se fueron. Comencé una relación muy intensa en la que hablábamos no tanto de música, sino más bien de directores históricos: de Toscanini, de Furtwängler, pero conocía a otros como Antonio Guarnieri, por ejemplo.
Le veo ahí en una fotografía con Carlos Kleiber. ¿También tuvo una relación especial con él? Eran ustedes muy distintos. Sí, pero muy amigos. Él era un director encerrado en sí mismo, con gran pasión por la vida, pero atormentado. Tenía una alegría trascendente, que se notaba en su música. También fue un hombre muy crítico, sobre todo consigo mismo. Necesitaba amar y ser amado. Tampoco tenía mucha confianza en el ser humano. En esa foto intercambiamos las firmas, sobre mi imagen él puso la suya y yo la mía en él. Pero mírele, confiado, sonriente, porque sabía que yo sentía por él una gran admiración. Teníamos un sentido del humor no igual, pero fuerte. Yo napolitano y él berlinés, un tanto golfo.
¿Por qué Karajan adivinó que usted interpretaría tan bien a Mozart? Él supo que había dirigido Las bodas de Fígaro en Florencia. Se fijaba en el talento joven. Lo seguía. De él se dice que era egoísta, un dictador, pero a mí me ayudó.
Quizá Mozart, en esa diferencia que hablábamos entre el norte y el sur, puede que sea quien más puentes ha tendido en la música y la emoción para unir ambos mundos. Mozart era absolutamente universal. Puede ser seguido, comprendido y amado en cualquier lugar del mundo. Es el pan de la vida.
Fue tan adelantado que sorprendió a Lorenzo da Ponte cuando le dijo sobre 'Las bodas de Fígaro', la obra de Beaumarchais: "¿Usted cree que podríamos convertir esta comedia en un drama?". Ya entonces comprendía la transmutación de los géneros. Es incluso posmoderno. En ese sentido, también estaba fuera del tiempo. En el gusto y en la creación. Ambos afrontaban el problema de la vida. Eran hombres que hablaban sobre los hombres, no hombres que se dirigían a la divinidad. Son carnales, reflejan nuestras flaquezas, nuestras miserias, nuestros sueños, nuestros pecados, no como Beethoven, que era un moralista. Mozart nos comprende. Sus obras parten de una realidad: somos así, ¿quién se atreve a juzgarnos? Incluso a Don Giovanni. Ni él resulta odioso. Cuando acaba en el infierno, varios personajes quedan como perdidos sin su mal ejemplo.
Los contrastes nos definen. El bien contra el mal. La virtud contra el defecto. Un director de orquesta también se define en contraste con lo que no escucha en su justo término. ¿Cuáles deben ser sus cualidades? Lo primero es que debe hacer valer una autoridad, pero no en sentido dictatorial, sino de respeto ganado por la sabiduría. También un carisma, una capacidad de control sobre la orquesta que no debe imponerse, sino implantarse convenciendo. Es importante llegar. Antes de subirse al podio, la orquesta ya debe saber con quién trata.
Por eso es importante entrar bien el primer día, que se note cierta actitud. Así es. Todo esto debe existir sin descartar las cualidades naturales, una cierta capacidad de liderazgo, de guía. Se nace con eso. Y ante todo, una gran preparación. Robusta, sólida, no solo musical, también humanística. La orquesta debe saber esto. Tanto es así que los músicos de la Filarmónica de Viena solían decir: "Un director empieza a ser bueno a partir de los 60 años". La experiencia... Lo contrario a lo que ocurre hoy, que chavales de 20 años dirigen la Novena de Beethoven. No tienen formación para tales partituras.
Bueno, ustedes también dirigirían obras de ese calibre en su juventud... Yo dirigí por primera vez la Novena con 46 años. Había hecho todo. Pero hay obras, como Falstaff, de Verdi, por ejemplo, que no interpreté hasta los 47 o 48, no antes.
Cada cosa a su tiempo... Cierto, se puede dirigir a cualquier edad. Pero interpretar... Eso no, requiere una complejidad que se adquiere con la vida.
Después de su salida traumática de La Scala de Milán, ¿qué aprendió? Aquello no fue tan terrible como lo pintaron. Mis 19 años allá fueron maravillosos. Después se desató un conflicto político al que se apuntaron los sindicatos hasta degenerar en algo a la italiana.
Hasta el punto de que todo el mundo se puso en su contra. No, no; por ejemplo, recuerdo que al mes de salir de La Scala, regresé con la Filarmónica de Viena y fue un triunfo. Después fui a dirigir a Nueva York, y el primer violín me dijo: "Su pérdida es nuestra ganancia". El mundo musical jamás se lo explicó. Los periódicos confundieron tanto la situación que nadie se enteraba.
Pero aquello le dolería profundamente. Sí, sí, fue duro. Pero yo no soy un pelota, ni voy diciendo sí señor a nadie.
Eso seguro. No iba a aceptar ninguna componenda y me fui. Hoy es el día que recibo muchas cartas de músicos de La Scala en la que me piden que regrese.
¿Después de haberse unido para echarle? Sí, ya es demasiado tarde, ¿no?
Un poco hipócritas, ¿no le parece? Cierto. Mire este artículo en la prensa italiana (muestra un ejemplar de La Repubblica) que dice: "Querríamos volver a verle pronto de regreso sobre el podio de La Scala". Y que sería capaz de cambiar hasta el rock. Recoge también lo que decía Toscanini, que nuestro oficio es el más absurdo del mundo.
¿Sienten nostalgia? Eso parece. A mí, ¿qué me ha aportado la edad? Inseguridad. Cuando eres joven te sientes fuerte, convencido, seguro. Con la edad...
Eso nos pasa a todos. Cuanto más avanzamos, más dudas surgen.
Pero la duda es creativa. Para un artista es la vida. Solo se muestran seguros los jóvenes y los estúpidos.
A propósito... Eso nos lleva a la bronca que le echó este verano usted a Berlusconi en público. ¿Cómo fue? Tenemos estos problemas con el presupuesto de la cultura. Siempre lo he combatido. Me siento muy italiano y muy europeo en esto. Veo con preocupación que estamos perdiendo nuestra identidad cultural, y eso será la gran tragedia final para nosotros. Cuando interpreté Nabucco, la gente me pidió un bis en el coro del 'Va pensiero'. Para un italiano es un himno y un símbolo, incluso para quienes no saben de dónde viene, esa música es Italia. Sentí cuando el coro entonaba la frase: "Oh mi patria, tan bella como perdida", percibí una emoción extraña, como si realmente expresaran una verdad profunda.
¿Más que otras veces? Mucho más. La gente pedía bis y yo no suelo darlos. En casos como el 'Va pensiero' siempre lo piden y me parece rutinario. Pero esta vez decidí dirigirme al público. Y dije: "He percibido una extraña e insólita emoción. No quisiera que esta noche, este coro, en vez de ser un símbolo, se convierta en un llanto por una nación verdaderamente perdida considerando todo lo que se está haciendo contra la cultura. La única posibilidad para que no ocurra esto es que yo lo repita, pero para que todo el mundo lo cante". Fue emocionante. Todo el teatro cantó.
¿Berlusconi también? No sé. Pero lo que tuvo todo esto fue una gran repercusión en Italia. Hasta el punto de que Tremonti, el ministro de Economía, me citó y le dije lo que pensaba: que no es posible que se deje morir la cultura en nuestro país mientras en China existen 30 millones de pianistas y 15 millones de violinistas. Que China se convierta en una referencia y domine la cultura europea mientras nosotros no conocemos la suya. Así jugamos en desventaja y las generaciones del futuro quedan en sus manos. A través de la cultura dominas.
Eso ya lo han demostrado el Imperio Romano y Hollywood. Ciertamente. Y no puede dejarse en manos de un sistema cerrado. En una dictadura, lo primero que se controla es a los poetas, los artistas. Porque los artistas son una bomba de relojería. La mente no se puede controlar. Tremonti lo comprendió. Después me encontré a Berlusconi y me dijo: "Vamos a examinar el problema". Yo le contesté que así no avanzaríamos porque lo que Tremonti me había dicho es que lo resolvería. Esa noche se firmó el decreto que salvaba la situación. Pero no es suficiente. Existe otro: el de la educación, y eso nos afecta a casi todos en Europa. No se resuelve el asunto dando dinero, sino en las escuelas. Los niños deben ser conscientes desde muy pronto de haber nacido en países con una gran historia, en España, en Italia, en Francia, y sobre esa base construiremos la civilización de mañana. No podemos resignarnos a una ciudadanía que ignora su pasado, su herencia, y sucumbe a la superficialidad, donde no se dedica un minuto al pensamiento, a la palabra, al afecto. Yo no digo esto ahora que tengo 70 años, siempre lo he mantenido, antes lo decía con más firmeza.
Pero eso es porque era joven y seguro de sí mismo... Claro, ahora empiezo a dudar hasta de esto.
No creo, porque en esto coincide usted hasta con quien decían que era su enemigo de siempre: Claudio Abbado. No es cierto. Es otra historia. Larga, larga.
Clarifiquemos. Ya lo hemos hecho, pero insisto. Cuando entré a estudiar en Milán en el conservatorio, Abbado ya había comenzado su carrera. Nos llevamos nueve años. No éramos amigos. Nos encontrábamos de vez en cuando. Él se convirtió en director de La Scala, y yo, del Maggio Musicale Fiorentino. Ahí ciertos sectores comenzaron a sembrar una rivalidad.
Como en el fútbol. Como si fuéramos el Inter y el Milan, pero no ha sido así entre nosotros. Tenemos una relación duradera. Nunca hemos mantenido desencuentros. Ya somos mayores, deberíamos acabar con estas tonterías. Pero es verdad que, como usted dice, en la música a veces se inventan esas rivalidades parecidas a las deportivas, de hincha.
Y esa colaboración que va a emprender en Madrid, ¿de qué se trata? Empezamos con I due figaro, una partitura de Mercadante que se halló en Madrid.
Con respecto a la ópera napolitana, la relación con Madrid fue intensísima con figuras como Farinelli, el 'castratto' que vivió 20 años allí e introdujo en el reino a los mejores del género. Pero hoy es el día que no tiene una estatua ni una calle, ¿qué le parece? ¿Ah sí? Seguro que le harán justicia. La idea del Teatro Real de dar continuidad allí al Festival de Pentecostés tiene más lógica incluso que si se hace en Salzburgo. Durante cinco años hemos hecho en Austria música napolitana, pero donde realmente tiene lógica es en Madrid. Esa relación entre ambos lugares fue impresionante, ahí está el humus natural. Encontraremos más títulos. Cosas que hizo Farinelli y otro castratto, Caffarelli. Deberíamos hacer este reconocimiento.
Aunque eran completamente distintos. Sí, Farinelli, una gran persona, merece un busto, una estatua, y Caffarelli, insoportable, tremendo. Cuando se retiró este último, se hizo una casa en Nápoles en la que escribió: "Así como Anfión construyó Tebas, yo he edificado este palacio". Y alguien añadió debajo: "Él con un par y tú sin nada". Genial, ¿no?
El caso es ir a la raíz de un género que ha sido muy poco reconocido. Mozart encontraba Nápoles como su gran inspiración, más que la ópera veneciana. Aunque aquella ciudad se llevara toda la gloria de haberla creado. Esto es una gran injusticia y una confusión tremenda. Cuando Mozart viajó a Italia, su destino era Nápoles. Él sabía que allí se encontraba el fundamento de la música europea. En el último siglo, las óperas de repertorio que se representan más son 30. ¿De dónde vienen? El mundo de Bellini, Donizetti y Rossini, sin la escuela napolitana no existiría, y detrás, el resto. También Haydn, Schubert, por supuesto Mozart, beben de ahí.
Se le ve contento. Bastante.
¿Disfruta de la vida y de la música? Sí, sí, de la vida sí. La música es un tormento. El horizonte es muy lejano. Nunca llegas. La perfección es imposible, el problema es que la verdad no se alcanza.
¿Uno empieza a dejar de ser joven cuando comprende eso? ¿Cuando en vez de buscar la perfección se conforma con una verdad? La verdad no existe tampoco. Se van construyendo certezas, unas encima de otras, juntos, pero nunca solos. Escucho discos de hace 20 o 30 años y no sé dónde está la respuesta más auténtica a lo que he hecho. ¿Cuál me refleja mejor, más fielmente? No lo sé. Tampoco importa. Somos personas finitas, no infinitas.
¿Es esa su idea de la trascendencia? ¿En qué cree? Creo, pero no en un sentido católico. Creo en que cada uno de nosotros tenemos una energía divina y que al morir regresa al universo para poder formar parte de otras cosas. Esa energía no muere nunca y será eterna, esta es nuestra eternidad. Pero tampoco estoy seguro de esto. Como dice Macbeth: "Quien ha muerto no resucita". Nadie ha regresado del otro lado. Cuando dirijo un Réquiem de Verdi o Mozart siento una trascendencia. No puedo hacerlo sin creer. Si no lo siento, ¿para qué lo hago? Cuando hablamos reflejamos esa espiritualidad. ¿Por qué al morir nos volvemos pesados como el mármol y nos despedimos de nuestra ligereza? De repente, nos transformamos en piedras. ¿Por qué? Porque hemos liberado el hálito divino y este vuelve al universo. Son estas cosas las que me hacen pensar. La creatividad no son dos y dos son cuatro. Es otra cosa.
De Nino Rota a la orquesta Cherubini
Riccardo Muti (Nápoles, 1941) es, junto a Claudio Abbado, el director italiano vivo más prestigioso del mundo. Discípulo de Nino Rota, ha seguido la estela de grandes compatriotas suyos como Arturo Toscanini o Giulini. Su prestigio, aparte de a ser responsable de La Scala de Milán durante 19 años, le ha llevado a dirigir asiduamente las mejores orquestas del mundo, desde las filarmónicas de Berlín y Viena hasta otras de las que ha sido y es titular como la Sinfónica de Chicago.
También fue responsable del Maggio Musicale Fiorentino y ha acumulado éxitos con el repertorio italiano y francés -sobre todo- en el mundo de la ópera. Uno de los proyectos con los que más comprometido se siente es con la Joven Orquesta Cherubini, junto a la que recuperan repertorio de la escuela napolitana.
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