Sexo telefónico, ¿dígame?
Cuando suena el teléfono, Virginia Rodríguez, de 27 años, no necesita moverse. Cruzada de piernas en el sofá de su salón, pulsa el botón del auricular y junta las manos sobre su abultada tripa de embarazada. Sus amigos guardan silencio y sorben buchitos de cerveza con la mirada atenta y una carcajada ahogada raspando la garganta. Virginia o, mejor, un álter ego de Virginia, mucho más sensual y pícaro, dice: "Hola, ¿cómo te llamas? [...] Yo me llamo Alicia [...]. Soy morena, con el pelo largo, mido 1,70, peso 62 kilos, tengo una 115 y los pezones gorditos como guindas [...]. Claro que sí [...]. ¿Y qué te gusta hacer? ¿Me comerías [...]? Empezarías por los pies y luego irías subiendo [...]. ¿Ah sí? Y un dedito que no falte... ¿Me vas a poner a cuatro patitas? ¿Vas a hacer todo lo que yo diga?". Después de preguntar por la talla de su interlocutor, y mencionar distintas posturas (el lenguaje que van a leer en estas páginas es una versión suavizada de la realidad), Virginia comienza a emitir gemidos con mayor intensidad, cambia el ritmo e intercala exabruptos. De repente se detiene en seco. Y dice: "Ya está". Virginia resume a los amigos reunidos en su casa sus últimos cuatro minutos de trabajo: "Esta es una llamada de las normales, de las de cuéntame cómo eres, y yo te cuento cómo soy". La típica, al parecer, de un viernes a las nueve y pico de la noche, poco antes de salir a cenar por ahí en Casetas, este barrio obrero de la periferia de Zaragoza. Porque aún es pronto, solo ha sido una llamada extra. Un ejemplo. El turno cotidiano de Virginia empieza de madrugada. De una a cinco y de lunes a domingo, con un día de descanso, siempre que no caiga en la madrugada del sábado o el domingo, cuando la línea erótica alcanza el punto de saturación. Virginia, Ana, Lorena, Marta, Soledad. Las mujeres que aparecen en este reportaje trabajan o trabajaron al otro lado del 803. Son su cara oculta. Pura interpretación. Las voces que sostienen una parte de los 726 millones de minutos de consumo en líneas de tarificación adicional en España, según la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones (dato que incluye otros servicios, como el tarot).
No hay barreras ni tabúes. El tele-operador medio podría escribir un libro sobre trastornos sexuales
"Si un cliente trabaja en bolsa, la operadora se compra el periódico económico", dicen en una empresa
A Virginia no se le suben los colores ni se le caen los anillos. Lo impregna todo con su ácido sentido del humor. "El otro día", dice "a uno le hice jugar con medio Mercadona. Calabacines, zanahorias, pepinos... Le iba preguntando qué tenía a mano". Mientras habla, resopla y suspira y le entran calores. Cuando se realizó esta entrevista, en septiembre, esperaba su tercer hijo. Virginia eligió el turno de madrugada para trabajar mientras los niños duermen y dormir mientras están en la guardería. Dice que se otorga un 20 sobre 10 en imaginación y efectos especiales: convierte, en cuestión de segundos, su carrillo en sus "partes húmedas" (pero no las llama así), un truco fácil que vuelve loco al oyente: se pellizca el moflete y lo agita rápidamente, reproduciendo el presunto ruido de los genitales femeninos. Los azotes, otro de sus efectos estrella, los finge golpeándose con la palma de la mano en el antebrazo. Si algún cliente demanda una micción, vierte agua de un vaso a otro. Así de sencillo. Y mientras atiende el teléfono, hace de todo: pinta, plancha, cocina, ordena la casa o sencillamente se mira las uñas.
Comenzó en junio con el oficio, poco después de separarse del padre de sus hijos. Dice que se vio con "muy poquitas opciones". En ningún empleo, según fue constatando, precisaban madres embarazadas. Conocía el sector. Había trabajado en línea erótica hacía seis años. Así que un día de junio, fisgando en los anuncios por palabras del Heraldo de Aragón, se fijó en uno en el que buscaban "chicas para línea de amistad" y llamó, consciente del eufemismo. "Primero te explican: 'No sé si sabes que es para atender línea erótica'. No te hacen ninguna prueba. Solo te preguntan: '¿Tienes teléfono fijo?'. Y enseguida te dicen: 'Vale, danos tu número de cuenta. ¿Cuándo empiezas?". Fácil, rápido, limpio. No hay complicaciones ni cuotas de Seguridad Social. Solo una dirección de correo electrónico y un número al que llamar para conectarse al servicio. La empresa (Audiotek) le paga a mes vencido quince céntimos el minuto hablado, sin contar fracciones. Es decir, dos minutos cincuenta y nueve son dos minutos, o sea, 30 céntimos. Al cliente, la llamada le sale a 1,18 o 1,53 euros el minuto, según la realice desde un teléfono fijo o un móvil. El resto revierte sobre la operadora (Telefónica, British Telecom, Orange...) y sobre la prestadora del servicio (Audiotek, por ejemplo).
Como es viernes y los niños se encuentran esta semana con su padre, Virginia sale a cenar con sus amigos. Toman unas cañas y unos mojitos por el barrio. A la una, el grupo vuelve a casa de Virginia, se despliegan por el salón y se abren unas latas de cerveza, mientras la teleoperadora marca un número 900 en su teléfono fijo, y una máquina, desde algún lugar remoto, le devuelve la llamada. Se oye una voz impersonal en el auricular: "Ya está conectada". A partir de ese momento, y hasta las seis de la mañana, el teléfono suena intermitentemente en una veintena de ocasiones, interrumpiendo al grupo de amigos que juega, mientras tanto, al Scattergories, ese en el que hay que escribir palabras que empiecen por una determinada letra, según la categoría: nombre, ciudad, comida, artista, etcétera. Pero deciden añadir dos casillas nuevas: sinónimos de pene y de vagina, que después Virginia habrá de emplear en sus conversaciones, desatando la carcajada cuando dice por ejemplo: "¿Y me comerías el shisi? (palabra que fue admitida)"; o cuando una amiga decide coger el teléfono y cuela las palabras "lápiz" (no admitida) y "zambomba" (admitida) refiriéndose a los genitales de su interlocutor.
En la primera llamada, Virginia representa su mejor papel: "Hola, ¿qué tal? [...]. Bien, pero podría estar mejor [...]. Si me ayudas... Estaba aburrida viendo la tele [...]. Hace mucho calor, ¿no? ¿Y tú? ¿Te estabas masturbando?". Y pregunta de nuevo por la talla y se interesa por el sexo oral. "¿Te gusta? [...]. Claro que quiero... ¿Y que te mordisqueen la puntita? [...]. ¿Quieres que me toque yo también? ¿Quieres escucharlo? [Virginia hace el truco del moflete]. Te pone, ¿verdad?". Y comienza a lanzar gemidos. Pero mira a sus amigos y se ríe sin querer. Enseguida reacciona: "¿Me vas a dar duro? Así, así, así...". Y sigue con el concierto de gemidos hasta que pone una mueca y dice: "¡Es que ya ha colgado!". Hay aplausos en el salón. La siguiente llamada, cinco minutos después, se sale de lo habitual. Virginia comienza con preguntas: "¿Cómo eres? [...]. Moreno, delgado, 1,72 [...]. ¿Y guapete? Mmm". A mitad de conversación, alguien levanta un papel con la palabra minguingui. Virginia lo lee y asiente con una sonrisa. Sigue charlando, hasta que encuentra el momento de engarzar la palabra: "Yo ahora mismo no las llevo puestas... ¿No quieres...? Ah, mejor. Y bueno, ¿tú también eres un minguingui o qué? [...]. Que si eres un minguingui [...]. Ah ¿qué esa soy yo...? Me encanta que me insulten [...]. ¿Mi padre es un minguingui? [...]. ¡Ha colgado!". Risa generalizada.
Una de cal y otra de arena. Esta es, quizá, la única forma de sobrellevar el empleo, porque de pronto llama un cliente obsesionado con mantener relaciones sexuales fuera de lo común. Algunos piden ser humillados. Otros insultan o quieren que los insulten. "Tiene un punto friki bastante fuerte", dice Virginia. "No te lo puedes tomar como algo serio". En el sexo telefónico no hay barreras. Los tabúes se esfuman. El operador medio podría escribir un libro sobre parafilias y trastornos sexuales. La mayoría de llamadas, cuenta Virginia, se cortan a los dos o tres minutos (la media de julio fue de dos minutos treinta y ocho segundos, según su historial; ese mes recibió 615 llamadas y facturó 196 euros). Y muchos incautos marcan el 803 creyendo que la operadora es en realidad una chica de su ciudad con ganas de marcha. Lo primero que escucha el cliente es una rueda de presentaciones tipo: "Hola, soy Alicia y tengo los pezones como guindas" (mensaje que Virginia ha de cambiar cada dos días). Cuando a la teleoperadora le suena el teléfono en casa, lo primero que oye es la voz computarizada, hablando desde su ubicación remota, diciéndole la ciudad desde la que marca el usuario. Y luego, la misma voz le sugiere tres localidades de la zona para que pueda elegir una de ellas y mantener la confusión. "¡Se piensan que están hablando con una tía que ha llamado también como ellos!".Virginia ha ido plasmando alguna de sus vivencias en el blog: historiasdeunateleoperadoraerotica.blogspot.com. Su última entrada, titulada Mes de baja, dice: "En breve volveré a dar azotes y gritos telefónicos. Pero ahora he estado algo atareada ejerciendo de madre de nuevo".
Madre desempleada con hijos pequeños a cargo. Si hubiera que trazar un retrato robot de la teleoperadora erótica, sería similar a este. Desde que el reportaje echó a andar, la búsqueda muchas veces confluía en una mujer ante la encrucijada: sin empleo, había de sacar una familia adelante. Así, por ejemplo, llegamos hasta Marta Hot, seudónimo desde el que conversaba (y también se desnudaba delante de una webcam) una madre separada, mientras su hijo se encontraba en el colegio. O Soledad, una valenciana con un bebé que probó durante unas semanas, sin mucho éxito, a llevar una línea erótica por su cuenta. O Lissete Vega, personaje telefónico de una madrileña de 40 años que creó su propia línea caliente en 1999, cuando se encontraba en paro y en proceso de divorcio. Hoy dirige un call center con distintos servicios, entre ellos un remanente de erótico. Lo mantiene casi por cariño, porque asegura que se trata de un negocio en declive. Aun así, la CMT ha repartido entre las operadoras de telefonía 213.000 nuevas líneas para adultos desde el año 2003. Y el negocio de la tarificación adicional (incluyendo otros servicios como el tarot) facturó cerca de 117 millones de euros en 2009.
Todo nace de un pequeño reclamo. "Lissete Vega. Vidente. Tarotista profesional. Sexo", se lee en un recorte de periódico del año 2000. "O Lissete, la chica de compañía. Así se me conocía", dice esta empresaria a la que llamaremos Ana para mantener su anonimato. Sus anuncios, cuenta, se hicieron famosos. Como el "Abuela busca jovencito para limpiar telarañas" o "Masturbémonos juntos". Pero el personaje de éxito siempre fue Lissete. "Ella era los sueños de cada uno. Una actriz". Ana fuma en el salón de su casa, habla con voz voluptuosa y agrietada: "En línea erótica, tu trabajo es complacer a quien está al otro lado". Al equipo de operadores del sexo que tiene hoy a cargo les transmite su experiencia. La clave, explica: "Créete lo que estás haciendo. No olvides que estás interpretando un momento concreto de tu vida. Requiere unos gemidos, de acuerdo. Pero si tú no te lo crees, es imposible que se lo crea la otra persona".
Montó la línea con una amiga. No tenían ninguna experiencia. Desconocían el argot. No manejaban los tiempos. "Y tenía muy poca cultura sexual", dice Ana. Las primeras llamadas fueron muy difíciles. "Me molestaba que me insultaran, que utilizaran ciertos adjetivos que suelen usar los hombres en sus fantasías sexuales". Y cortaba las llamadas. "Puede parecer divertido atender una llamada o dos, pero que la gente piense lo que son ocho y diez horas atendiendo línea erótica".
En estos años, dice, ha escuchado de todo. "Los más normales piden que jadees 30 segundos y que les hagas ver que tienes una masturbación. Hay otros que buscan contarte lo que no pueden hacer en sus domicilios. Y luego, algunas llamadas se saltan toda racionalidad". Hay casos escabrosos que, sin embargo, Ana comprende: "A fin de cuentas, están dentro de su criterio y es algo que deciden sobre su propio cuerpo. Queda dentro de su fantasía".
Natalia Rubio y Sagrario Celada, dos jóvenes sexólogas, explican que la palabra hablada otorga una libertad que no existe en el cuerpo a cuerpo. Y añaden una metáfora: "En la sexualidad existe un escaparate y una trastienda". El escaparate sería lo socialmente admitido, la parte de las relaciones que nos permitimos exteriorizar. Por la trastienda, un lugar por lo general mucho más oscuro, merodean los miedos y las fantasías íntimas. "Muchas de las personas que marcan un 803", añaden, "no se dan permiso para hablar de determinadas cosas con su pareja o llaman para vivir aquello que no pueden hacer con ella".
Ana, la mujer detrás de Lissete Vega, prefiere decir sencillamente que estamos atrapados en una "doble moral" asfixiante. "De cara a la galería somos todos muy tradicionales. Muy pocos se atreven a expresar su sexualidad, por el qué dirán. Pero todos tenemos fantasías. Y eso se cuela en el teléfono porque te permite una privacidad que otros medios no tienen. Nadie te conoce".
No existe un perfil exacto del usuario de las líneas eróticas. Los hay jóvenes y viejos. Ricos y pobres. Urbanitas y pastores. Pero casi todos los entrevistados coincidieron en una palabra a la hora de describirlos: "Soledad". Casi siempre hombres. Sea para sexo telefónico heterosexual u homosexual. En este último, muchas de las llamadas pertenecen a varones que no han salido del armario ni tienen intención de hacerlo, según contaba uno de los empleados de Ana que atendió durante un par de años la línea. También recibió llamadas de mujeres. Muy pocas. No llegan al 10%, calcula la empresaria: "La mujer es más romántica, más tierna, más sutil. Busca otro tipo de sexo".
Prefiere charlar, por ejemplo, con un empleado de unos grandes almacenes. Un tipo "normal, casado y con hijos", según su propia definición. Este hombre dejaba anuncios en Internet facilitando su número de móvil y destacando que se trataba de un servicio "solo para mujeres". Así llevaba una doble vida: encendía su segundo teléfono cuando le apetecía, sobre todo hacia el final del día, "para liberar estrés" del trabajo, y aseguraba contar con un flujo considerable de llamadas.
A través de otro anuncio de Internet dimos con Marta Vintage, heterónimo erótico de una joven barcelonesa que también llevaba una doble vida. Durante el día trabajaba como química "con bata blanca" en una importante farmacéutica, y por la tarde noche cultivaba este personaje con el que daba rienda suelta a ciertas fantasías. Si querías hablar con ella, habías de ingresarle una suma de dinero a través de Paypal y luego llamar a un número de móvil. Cogía ella. Hablaba muy bajito, desde su habitación en un piso compartido. Llevaba desde principios de año al teléfono, cuando se vio en el paro y con pocas expectativas. Pero incluso después de haber conseguido el empleo en la farmacéutica, notó que ya no podía desprenderse de ese otro yo que había creado.
Ninguno, salvo virginia, dio su nombre ni quiso posar a cara descubierta. El empleo resulta engorroso. Pocos quieren hablar de él, las empresas se esconden, no dan cifras, el sector se pliega sobre sí mismo. Quienes se dedican a ello lo niegan o cuentan una verdad a medias: "Trabajo de teleoperadora". "En atención al cliente". A nadie le agrada explicar que se gana la vida con el sexo. Aunque se trate de una interpretación. Susana, por ejemplo, suele decir que trabaja en "información telefónica". De esta directiva dependen las 40 teleoperadoras de Woman Extreme. En su primer día de trabajo las anima: "No somos una empresa de gemidos. Nosotros vendemos fantasías. No habléis de sexo. Explicad cómo os gusta que os practiquen el sexo". Parte de la fantasía consiste en hacer creer al cliente que las operadoras son chicas accesibles con las que pueden quedar. En sus cubículos de madera, las teleoperadoras cuelgan mapas de España y del metro. Una chuleta para casos de apuro.
Susana entró en la compañía después de ver un anuncio en el que buscaban "actrices telefónicas". Ha ido escalando peldaños. Ahora forma a las nuevas. Les ayuda a crear personajes con una plantilla. Les da cursos de sadomasoquismo, de creatividad, de conversaciones difíciles. "Si un cliente trabaja en Bolsa, la operadora va y se compra el periódico económico". La empresa, localizada en dos pisos de un edificio en la Gran Vía madrileña, maneja un volumen de llamadas cercano a los siete millones de minutos al año. "Más fantasías. Más húmedas", dice un reclamo en su página web. En una estantería a la entrada descansa el libro Confesiones de una dómina. Humillación, feminización, bondage. Ideas para enganchar al cliente. Todo acaba saliendo en el 803.
Suena el teléfono. Lorena golpea con sus tacones por el pasillo. Corre al dormitorio, se sienta en el borde de la cama y descuelga: "Sí, sí, te escucho [...]. Me lo contaste, que ella se había quedado sola en la playa [...]. Bueno, es lo que toca: ya sabes que eres un cornudo consentido [...]. ¿Y le limpias los restos? [...]. Pues le puedes dar gracias, yo ni siquiera te haría eso. Porque la culpa es tuya, Antonio. Si no le das lo que necesita, lo tiene que buscar fuera de casa. Ya sabes que a las mujeres guapas nos gustan grandes. Y si tú no puedes dársela... [como siempre, aparece la talla]. Claro, hacemos lo que queremos. Como debe ser, Antonio. Pero bueno, a ti te gusta. Al fin y al cabo eres un cornudo consentido. Adiós, un beso".
Lorena es dominadora telefónica, madre de dos hijos, mujer divorciada, de 41 años, un cóctel intrigante de severidad y dulzura. Oculta su verdadero nombre. Y es difícil decir dónde acaba ella y dónde empieza la mistress. Después de colgar, explica: "Su mujer se ha acostado con otro. Solo llama para contármelo. Es lo que le gusta. Yo lo remato y ya está. Humillación pura y dura". Tiene la voz suave y melosa, dice que ha encontrado su vocación. Su historia comienza en enero y nace de una situación económica ajustada, de la búsqueda de un empleo que pudiera hacer desde casa mientras atendía "a los peques". Se montó una línea propia. Factura 0,89 euros por cada minuto hablado. Atiende desde casa, siempre en tacones. Mientras habla, camina marcando el ritmo. Cuando quiere mostrar enfado a sus clientes, se detiene en seco. Y ellos le preguntan a su "ama" si va todo bien, si han hecho o dicho algo para molestarla.
Al principio, Lorena no fue solo una mistress. Lanzó varios personajes y los publicitó en la Red. Estaba Marta, por ejemplo, una veinteañera morbosa con bastante tirón. Pero Ginebra, su heterónimo dominador, acabó fidelizando a una lista larga de varones. Hay varios que le ingresan cuotas mensuales para disfrutar de una especie de "tarifa plana". También chatea con ellos. Les muestra sus pies a través de la webcam. Guía sus masturbaciones. Le hacen llamadas perdidas cada vez que se privan de un orgasmo. Le regalan zapatos, peluquería, uñas, joyas, incluso muebles. Uno le ha dado acceso a su cuenta bancaria, otro le ha pasado una Visa para que tire de ella. "Lo único que quiere el sumiso es acatar órdenes. Muchos son ejecutivos, tienen responsabilidades en la vida real. Lo que buscan es liberarse de eso, obedecer".
Unos días después de la entrevista, Lorena envió un correo electrónico con un audio a modo de ejemplo. Se la oía hablar en susurros, a veces imperceptibles. Dominaba la situación: "[...] Me descalzas [...]. Estiro la pierna y sacas la lengua [...]. Me empiezas a lamer los pies [...]. Sigues con la lengua fuera y vas subiendo por el interior de mis piernas hasta llegar a los muslos. Ahí te detienes y te quedas mirándome. Sabes que te estás acercando a una zona sagrada [...]. Quiero que me des placer [...]". Y así guiaba la conversación durante 30 minutos, a medida que iba subiendo el tono y endureciendo el lenguaje.
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