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Reportaje:

Regreso a El Ejido

Jesús Rodríguez

A comienzos de los sesenta, los campesinos almerienses que trabajaban de figurantes en los spaghetti western que se rodaban en la provincia no necesitaban disfrazarse para dar vida en pantalla a los habitantes del salvaje Oeste. Bastaba con su ropa de labor y sus rostros curtidos. El decorado era la propia naturaleza. Almería estaba en la cola de las provincias españolas por renta. Era también la más despoblada. Un desierto en la periferia de Europa. Reseco, azotado por el viento y calcinado por el sol. La bicicleta y el burro eran el medio de transporte. Algunas ovejas, viñas y patatas, el sustento. Y la emigración, la única salida. Almería contaba en esa década con menos habitantes que en 1900. "Aquí, la posguerra se hizo eterna", relata Andrés Góngora, un agricultor de la zona. Había que repoblar. El franquismo puso manos a la obra. El Instituto Nacional de Colonización repartió parcelas y viviendas entre centenares de familias dispuestas a enterrarse en el poniente almeriense. La mayoría venía de la áspera Alpujarra. Tenían poco que perder. El régimen les mostró paternalmente cómo explotar la tierra. Cada avance agrario corría como la pólvora entre los colonos. Era una sociedad de aluvión, dispersa y solidaria, que convirtió su sacrificio en seña de identidad.

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Trabajaba toda la familia. Recogían de día y regaban de noche. La mujer, la abuela, los hijos. Pocos fueron al colegio. "En estos campos echamos los dientes". "Hacíamos los balones con sacos viejos". "Con nueve años ya acarreábamos tomates". "No probamos un danone hasta la mili". Recuerda aquella generación de niños sin niñez. Era gente pobre y ruda. Excavaron pozos y exprimieron la tierra. El horizonte se cubrió de norias. Y el campo floreció. Aparecieron las furgonetas. Y poblados en mitad de ninguna parte. En los setenta llegaron de Holanda los invernaderos. Un golpe de fortuna. Era una naturaleza a la medida del agricultor. Con enormes rendimientos. Un alto riesgo a cambio de un alto beneficio. Los colonos apostaron fuerte. Se empeñaron con las cajas de ahorro. (Habían llegado al olor del dinero). Y cubrieron de plástico sus fincas desde las laderas de la sierra hasta la orilla del mar. Y bajo este sol de justicia comenzaron a crecer por arte de magia cosechas de pimientos, calabacines, tomates, pepinos y melones que inundaron el invierno europeo. Millones en divisas. Y llegaron más bancos. Y regresaron los emigrantes de Europa. Incluso los primitivos jornaleros se hicieron con un pedazo de tierra. En dos décadas, los agricultores del poniente pasarían del asno al Mercedes. De la miseria a facturar hoy cerca de 3.000 millones de euros al año en hortalizas. Y surgieron miles de puestos de trabajo alrededor de la agricultura. Empresas de transporte, regadío, semillas, maquinaria, fitosanitarios. Todos prosperaron. En los años buenos se podían ganar 140.000 euros por hectárea. Fue una riqueza repartida. Los niños fueron al colegio. Las mujeres abandonaron los invernaderos. Y los más viejos aprendieron, por fin, a leer.

"No fue un dinero fácil como han dicho; fue un dinero rápido", aclara Enrique Díez, un agricultor del Paraje de Simón de Acién, a las afueras de El Ejido, invisible en su universo plástico de pimientos verdes donde la camisa se pega al cuerpo en segundos y cuesta respirar. Enrique ha cumplido 51 años aunque aparenta más; tiene un mostacho canoso y lleva unas polvorientas chanclas de piscina. Es propietario de un par de hectáreas de tierra, pero su aspecto se ajusta a la perfección al tópico del jornalero marroquí. "Nos costó muchas fatigas. Mire el calor que hace aquí dentro; en junio revienta el mercurio. A la una es imposible estar en un invernadero. Te deshidratas. Y echas aquí el día. Cuando llega el moro que te ayuda, ya llevas una hora, y cuando se va, te quedas. Los ochenta y noventa fueron buenos. Pero la gente se endeudó. Y pidieron más dinero para el apartamento en la playa y el coche. Y ahora hay que devolverlo. Han subido los intereses. Y los intermediarios nos pagan los tomates al mismo precio que hace 20 años. ¿Cuánto le cobran a usted en Madrid por un kilo de raf?".

-No sé... ¿Seis euros?

-Pues a mí me los compran a 30 céntimos. Y los gastos de producción me han subido tres y cuatro veces. Los bancos son los dueños de los invernaderos. Algunos agricultores no tienen ni para sembrar.

Pero hace 20 años, la bola rodaba a toda velocidad. A mediados de los ochenta, el poniente almeriense comenzó a demandar con urgencia mano de obra extranjera. Había que engrasar la agricultura intensiva. Más productos. Más cosechas. Y los españoles ya no querían ser jornaleros. En sólo dos décadas, la provincia que proporcionalmente más emigrantes había emitido se convertía en la que más inmigrantes necesitaba. Llegarían del otro lado del Estrecho. Hombres jóvenes y analfabetos. De otra raza y religión. Que no hablaban español. En situación irregular. Dispuestos a ser dóciles, trabajar por lo mínimo, dormir como animales; a cambio de un futuro. El Ejido era la lanzadera del inmigrante recién arribado a Europa. Su primer paso. Pero nadie en el poniente estaba preparado para la avalancha. Los colonos que habían plantado cara con valentía a la pobreza trataron a los inmigrantes como simple mano de obra barata. Les condenaron a la invisibilidad y el apartheid. Ahora les tocaba apechugar a los inmigrantes.

Llegaron a miles y a mediados de los noventa comenzaron a ser visibles. Construyeron oratorios y demandaron algunos derechos. Viviendas dignas. Lucharon para reagrupar a sus familias. Y las escuelas públicas se llenaron con sus hijos. José Pascual, director del colegio Sol y Mar, aún recuerda a los primeros niños marroquíes que llegaron al centro, en 1990. Hoy, más de un tercio de sus alumnos son extranjeros. "Hemos pasado muy malos momentos con la inmigración. No teníamos profesores especializados. Un día, una señora de aquí sacó a su hijo del colegio porque estaba 'lleno de moros' y empezó a llamar a otras madres para que hicieran lo mismo. Y me tocó llamarlas una por una para apagar la rebelión. No lo podía consentir. No podíamos convertirnos en un gueto para inmigrantes. Esto debe ser una isla de convivencia para que se conozcan. La primera piedra de una sociedad intercultural y no sólo multicultural".

No todos pensaban igual. Por aquel entonces, el alcalde del PP, Juan Enciso, lanzó su tremenda declaración de guerra: "A las ocho de la mañana, todos los inmigrantes son pocos. A las ocho de la noche, sobran todos". En 2000 ardió El Ejido. Explotó el conflicto racista. La caza del moro. Ocho años después, las heridas permanecen abiertas. Y vigentes las raíces del problema. No se ha hecho nada desde la Administración por tender puentes entre las comunidades. Algunos hablan de bomba de relojería. Y aún más en tiempos de crisis económica.

La mayor crítica que se pueda hacer a los habitantes del poniente almeriense es haber mantenido a los inmigrantes al margen de los beneficios de la agricultura del plástico. Todos los vecinos han progresado en estos 30 años; no así los trabajadores extranjeros. Un ejemplo, Nureazddine, que llegó a Almería como marroquí hace 20 años; ya es español. Y para demostrarlo no deja de manosear el DNI durante la entrevista. Puede votar, pero sigue trabajando como jornalero en los invernaderos por 800 euros al mes. Él no ha avanzado un centímetro. Está donde estaba. Tiene tres hijos. Roza los 60. Su mujer, marroquí, no consigue los papeles. Viven en un desvencijado cortijillo a las afueras de Vícar por el que paga una hipoteca de 530 euros. Su aspecto es el de un mendigo. Es español. No entiende nada.

Por el contrario, no hemos encontrado en todo poniente un solo propietario de invernaderos de origen africano. En el levante, donde la tierra es más barata, dimos con tres agricultores marroquíes. Uno de ellos, Mohamed Bentariat, de 40 años, tiene arrendadas dos hectáreas de tomates a un español por las que paga 21.000 euros al año. Aspira a comprarlas. Llegó hace 17 años desde Tetuán. Trabaja 16 horas diarias. Está casado con una española, tiene una hija, vive en un cortijo junto a los invernaderos, conduce un Mercedes y ha contratado a un jornalero marroquí para que le ayude, al que paga 34 euros al día (el convenio provincial del campo estipula 43,70 euros por jornada, pero nadie lo cumple, según el Sindicato de Obreros del Campo; la versión de la patronal del campo es, lógicamente, la contraria). Al igual que la mayoría de inmigrantes integrados, Bentariat es muy crítico con la actitud de sus compatriotas en el campo de Almería. No se mezcla con ellos: "El marroquí se merece lo que le pasa. No ahorra; no compra tierra; le gusta gastar; las putas, las cervezas, y no piensa que el dinero se acaba. Tienen que aprender, pero es gente inculta".

-¿Y la gente de aquí es racista?

-Son unos paletos; no saben tratar a los extranjeros. Muchos no han salido de Almería; saben de tomates y abonos. Tratan a la gente según el dinero que tiene. No son racistas, son incultos.

El Ejido aún es el símbolo. El mito de El Dorado. Una oficina bancaria cada mil habitantes; un coche cada dos. La entrada de la ciudad desde Almería está franqueada por concesionarios de automóviles. Enormes vallas publicitarias anuncian semillas y fertilizantes. El oro verde. De fondo, el edificio más alto de Andalucía: 104 metros. "Más que la giralda". Un censo de 80.000 vecinos, de los que un tercio son inmigrantes de 100 países; 15.000, de origen marroquí. Nadie sabe cuántos sin papeles se esconden en el turbio laberinto de invernaderos. Aventuran que un ilegal por cada legal. ¿Otros 25.000 extranjeros sin nombre?

Es la capital del milagro. De un territorio de invernaderos que se extiende monótonamente a lo largo de 70 kilómetros, desde Adra, en el extremo del poniente almeriense, hasta Níjar, en el levante, sorteando la capital y rozando el aeropuerto. Trescientos kilómetros cuadrados de plástico que, según los astronautas, se reconocen desde el espacio, y lamen las puertas de las viviendas: 16.000 explotaciones. "Plástico hasta la cocina, no hay sitio para más", define Andrés Fornieles, un viejo agricultor sordo como una tapia que mata las tardes paseando sus ovejas entre los invernaderos de Fuente Nueva. Aquí, todo se ha supeditado al invernadero. El urbanismo, el paisaje, la economía y las costumbres. La gallina de los huevos de oro ante la que todos se postraron. "En época de Felipe, esto subió como la espuma del jabón y vivimos muy bien; con Aznar..., se fue frenando la cosa, y ahora con José Luis, no corre un duro", resume Andrés Fornieles.

-¿Qué le parecen los inmigrantes?

-Que hay de todo en la viña del Señor.

El poniente almeriense no es fácil de describir. Tiene algo que aturde. Antinatural. Es un territorio sin pájaros ni árboles en el que es imposible presenciar el paso de las estaciones. Desde la cumbre de la sierra de Gádor se divisa una interminable cuadrícula grisácea, vascularizada por kilómetros de caminos que no conducen a ningún lado. Un océano artificial de plástico gris que se funde con el Mediterráneo bajo un cielo polvoriento y un sol que abrasa. En el centro, irreal, coronado de grúas, El Ejido.

Un pueblo concebido en torno a una carretera, la que lleva a Málaga, salida natural de sus hortalizas. La columna vertebral en torno a la cual se ha ensanchado el pueblo. Al fondo, junto a los modernos adosados, los invernaderos. Y en la salida hacia el oeste, algún paradero: los rincones donde cada madrugada los inmigrantes aguardan en penumbra que un jefe frene su furgoneta, les haga una seña y contrate por unas horas para trabajar en un invernadero a cambio de entre 30 y 35 euros la jornada.

En los años cincuenta, El Ejido era menos que nada. Unos parrales, algunos cortijos dispersos y un puñado de agricultores. Con los invernaderos se convertiría en una réplica a la española de aquellas boom towns americanas nacidas de la fiebre del oro que surgían de la noche a la mañana en mitad del desierto sobre los cimientos del dinero rápido. Algo así pasó en El Ejido con su tsunami de cochazos, banqueros y prostitutas del Este. No fue legalmente un municipio hasta 1982. Ya tenía 30.000 habitantes.

Hoy sigue sin oler a pueblo. No tiene un barrio de tabernas. Un monumento histórico; alguna pista en sus calles que desnude sus raíces más profundas. No hay un paseo entrañable en que se saluden los vecinos de toda la vida. Un mercado con sabor. Tampoco es El Ejido de los sucesos de 2000; ha doblado su tamaño con la fiebre del ladrillo. Hay nuevos barrios plagados de pisos sin estrenar. Un socavón plagado de excavadoras anuncia el próximo nacimiento de El Corte Inglés. Una brillante plaza Mayor forrada en mármol y presidida por el faraónico Ayuntamiento acoge cada tarde a niños de origen extranjero jugando al fútbol. Pero no tiene alma de pueblo. El bulevar sembrado de flores permanece desierto; a las nueve de la noche, la ciudad es un cementerio, y los barrios con más solera, como el entorno de la céntrica calle de Manolo Escobar (el héroe local), donde los inmigrantes africanos se han asentado, se han convertido en guetos deteriorados y aislados, en los que se vive de espaldas a la población autóctona. La ropa está tendida en las ventanas y huele a especias. Un paseo por estas calles muestra bares, barberías, carnicerías y bazares que nunca pisarán los españoles.

Los vecinos siguen desconfiando de los magrebíes. Hablan de "inseguridad ciudadana". Están dispuestos a formar patrullas para vigilar los invernaderos y evitar los "crecientes hurtos". "No hay trabajo y de algo tendrán que comer las criaturas", disculpa a los inmigrantes un vecino sin nombre. Otro agricultor, Juan F., con aspecto de afrikáner, no es tan civilizado. Repantingado en pantalón corto en un sillón de enea junto a los míseros cortijos que tiene alquilados a una docena de marroquíes, suelta sin inmutarse: "El negro es más noble y más leal. Cumple eso de trabajar como un negro". Y sigue: "Los racistas son ellos. No aceptan nuestras reglas. Lo primero que te suelta el moro cuando llega al invernadero es cuánto le vas a pagar; y lo primero que tiene que demostrarte es que sabe trabajar, porque yo echo muchas horas enseñándoles y luego se largan en cuanto les arreglo los papeles".

Se masca la desconfianza entre las distintas comunidades. Entre las propias comunidades de inmigrantes. Les separan el color, la religión, la nacionalidad, la tribu. No se conocen. Nunca han hablado. No hay ni un punto de encuentro. Mientras, los vecinos con posibles se van marchando hacia Almerimar, una elegante ciudad-urbanización a seis kilómetros de El Ejido enmarcada por un campo de golf y un puerto deportivo. Han vendido sus viejos inmuebles de inmigrantes de los setenta a los inmigrantes de 2000. O los alquilan como pisos patera donde se hacinan decenas de africanos a 100 euros la cama. Lo mismo pasa con los ruinosos cortijos aislados donde se pagan 70 euros por dormir sobre un colchón repugnante. "No es un racismo individual, sino colectivo", explica un agricultor que pide anonimato. "No se odia a la persona, sino al colectivo. Al individuo se le considera humano; al colectivo, no. Hay mucho paternalismo. Es muy típico entre los agricultores decir 'los moros son muy malos pero mi morillo es muy bueno".

El Ejido es el símbolo. La imagen en la retina. El lugar donde el racismo explotó el sábado 5 de febrero de 2000. La capital de los invernaderos. Pero el planeta de plástico se materializa con toda su crudeza más allá de sus límites. En El Ejido se habla de los sucesos de 2000 con sordina. Nadie quiere remover el asunto. Menos aún afirmar, como hace la militante de izquierdas Rosalía Díez, que aquellos cuatro días de fuego fueron "una agresión gratuita a un colectivo indefenso". "En El Ejido, lo que no se ve no existe. Y lo que no existe no da miedo. Y aquí hay un mundo oculto entre los invernaderos", describe Begoña Arroyo, de la ONG Almería Acoge. "¿Cuántas personas? Calculo que más de 3.000 carecen de lo elemental".

Es necesario escapar de las calles de El Ejido. Ascender por el oeste rumbo a la sierra para sumergirse en la tragedia de la inmigración clandestina; para hablar con los invisibles. Con los últimos trabajadores sin derechos de la Unión Europea.

Es complicado encontrarlos. La extensión irracional de los invernaderos ha creado una retorcida geografía de 6.000 kilómetros de caminos que no figuran en ningún mapa. No hay indicadores. Ni referencias. No hay a quién preguntar. Los agricultores desconfían. A medida que la inmersión es más profunda, emergen entre los invernaderos grupos de chabolas; viejos cortijos de la colonización y ruinas de casetas de peones en los que se detecta que vive gente por la ropa tendida. En el corazón de plástico, los caminos comienzan a poblarse de subsaharianos pedaleando pacientemente y magrebíes cargados de garrafas que recorren kilómetros en soledad en busca de agua. En las balsas estancadas para el regadío figura pintado con brocha gorda: "Prohibido bañarse". En cruces y glorietas sin nombre, muchos jornaleros esperan que alguien les contrate sentados en el bordillo. Así un día y otro. No hay un policía en el horizonte.

Estamos en el sumidero. En el primer destino de los tripulantes de los cayucos y pateras que llegan a nuestras costas. Aquí comenzarán a pagar con sudor su sueño europeo. Sufrirán bajo los plásticos y vivirán como bestias hasta que logren regularizar su situación y puedan escapar hacia un destino mejor. Puede ser Valencia o Barcelona y, más allá, Francia y Bélgica. Cuando uno de ellos parte, siempre hay otro dispuesto a ocupar su puesto. Todos quieren escapar de aquí. Muchos lo han logrado... hasta ahora. Porque la crisis económica, el regreso a los invernaderos de los inmigrantes documentados que han perdido su empleo en la construcción y de los mismos españoles desempleados que buscan un sobresueldo en la economía sumergida que sumar al subsidio de paro, deja pocas posibilidades a los sin papeles de encontrar su sustento entre los plásticos. "Éste es el primer escalón; todos lo saben cuando llegan. Es duro, pero hay que pasar por él. El problema es que esta etapa se eternice; quedar aquí atascado. Y que el inmigrante se dé cuenta de que toda su aventura ha sido un fracaso. Y que éste es el futuro que le espera. Y se rompa. Y caiga en una enfermedad mental, en una depresión grave. Eso es muy peligroso y no se está contemplando", explica Begoña Arroyo.

¿Fue ése el caso de Lebsir Fahim, el marroquí de 22 años que asesinó el 5 de febrero de 2000 en un barrio de El Ejido a la joven Encarnación López provocando la radical respuesta de los vecinos contra los inmigrantes? Después supimos que un psiquiatra le había diagnosticado días antes del crimen "un cuadro de humor paranoide con autorreferencias y seudoalucinaciones y deseos de muerte". El informe concluía: "Ojo, posible inicio de cuadro depresivo". El inmigrante no fue hospitalizado.

Ninguno tiene papeles. Pocos, trabajo. Viven sin luz ni agua. Comen de la solidaridad del grupo. Son hombres jóvenes a los que han robado el amor y la dignidad. La historia de cada uno es más triste que la del anterior. Y cada chabola, más indigna que la precedente. Muchos han contraído deudas para alcanzar España. Entre 2.000 y 8.000 euros. Están en un callejón sin salida. Algunos son menores de edad. Es el caso de Alí, de 17 años, que llegó a España hace dos. Con una sonrisa infantil, describe su entrada ilegal en España bajo una camión. "Me subí en Tánger. Iba apoyado en las ballestas. Por la carretera veía las cadenas del motor debajo, y si perdía el equilibrio, me destrozaban. Cuando íbamos rápido, el viento me sujetaba; pero cuando frenábamos, pasaba mucho miedo. Me resbalaba. Me sangraban las uñas. Estuve cinco horas. Me bajé en Cádiz. Tenía la cara negra. Me limpié, cogí un taxi y le dije que me trajera a El Ejido. Le di mi último dinero". Alí tenía 15 años.

Relata su historia sin dramatismo. Ni una lágrima. Como todos los marroquíes y subsaharianos que pueblan los invernaderos. Hablan sin emoción de las pateras hundidas, los niños ahogados, la huida de la Guardia Civil, la llega a Poniente. El trabajo en semiesclavitud. Esgrimen un asombroso fatalismo. Sólo les enerva la falta de trabajo. Los días muertos. Recogiendo hierros viejos, plásticos abandonados o pedazos de cobre para vender a los chatarreros. "Si un día te va bien, sacas 10 euros".

Es difícil comprender cómo aguantan. Ninguno quiere volver a su país con las manos vacías. Hay en esa decisión una mezcla de dignidad y de cobardía. Desde estas chabolas, a medida que vayan ingresando algo de dinero, la mayoría se irá agrupando por nacionalidades en pisos y cortijos en torno a la carretera A-1050, que une El Ejido con Roquetas de Mar. A lo largo de 20 kilómetros es posible comprender cómo los invernaderos han hecho de esta comarca un área metropolitana; cómo el plástico ha fundido barrios y pueblos haciendo imposible saber dónde termina El Ejido y empieza Las Norias; dónde termina La Mojonera y empieza Roquetas de Mar. El final del trayecto es las 200 Viviendas de esta localidad. El maltratado barrio de inmigración donde el pasado mes de agosto un español asesinó a un senegalés y a punto estuvo de provocar un conflicto racial. Muchos temen esa explosión. Y que se vaya contagiando a lo largo de esta carretera. El propietario del bar El Rocío duerme con su pistola cargada. "Paso mucho miedo. Hay bandas organizadas. Y cada vez menos dinero. Han cerrado muchos bares de chicas del Este. Estamos en crisis. Y ellos son los primeros en sufrirla".

La A-1050 nos muestra lo que es el apartheid. Ese gueto difuso en torno a El Ejido del que hablan los antropólogos. Sus pisos deteriorados, los cortijos dispersos, sus bares y bazares, la explotación de los inmigrantes por los inmigrantes. Incluso la prostitución de los más pobres, materializada en una casucha en Cortijos de Marín, donde tres mujeres, dos de Ghana y una de Liberia, venden su cuerpo a los subsaharianos por 10 euros. El sábado por la noche, su puerta está repleta de las bicicletas de los clientes.

Son los nuevos parias. Pero van a seguir viniendo. En cayucos y pateras, escondidos, con papeles falsos. No hay frontera que pueda detener la pobreza. Y El Ejido es el primer peldaño del sueño europeo. Un buen lugar para esconderse y trabajar sin derechos. Es difícil que lo entendamos. Menos aún en mitad de una crisis económica que les priva de todo. Pero van a seguir viniendo.

Como esa mujer nigeriana que partió hacia Europa hace cinco años con su marido y su recién nacido. En el camino murió su hijo. Su marido la abandonó. Ella siguió. Atravesó el Sáhara. Llegó a Marruecos embarazada de gemelos. Trabajó en Tánger hasta pagar el pasaje en una patera para los tres. Lo consiguió. A unos metros de la costa de Marruecos, la patera se hundió. La mujer alcanzó nadando la orilla. Sus niños perdieron la vida. Durante cuatro años pidió limosna para conseguir un nuevo pasaje. Cuando le preguntaban por qué no desistía, contestaba: "Mirar a Europa es mirar al futuro; y mirar África es mirar al pasado. Y desde este lugar me cuesta mucho más retroceder que seguir adelante". Esa mujer subió a una patera el pasado mes de agosto con dirección a Almería. El Ejido era su destino. Murió ahogada junto a otros 30 sin papeles. No llegó a paladear el sueño europeo.

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Sobre la firma

Jesús Rodríguez
Es reportero de El País desde 1988. Licenciado en Ciencias de la Información, se inició en prensa económica. Ha trabajado en zonas de conflicto como Bosnia, Afganistán, Irak, Pakistán, Libia, Líbano o Mali. Profesor de la Escuela de Periodismo de El País, autor de dos libros, ha recibido una decena de premios por su labor informativa.

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