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Reportaje:

Noticias desde aquí dentro

A principios de 1980, un epidemiólogo británico llamado David Barker, que investigaba en la Universidad de Southampton (Reino Unido), se enfrentó a un enigma después de elaborar un voluminoso mapa que recogía minuciosamente las causas de muerte en varias partes de Inglaterra y Gales. Barker estudiaba la incidencia de infartos y enfermedades del corazón entre 1968 y 1978, la mayor causa de muerte en los países ricos e industrializados, donde los alimentos ricos en calorías fluyen abundantemente como maná. Los datos reflejaron justamente lo contrario: en las zonas más pobres de Inglaterra, el norte y el este, la gente moría más frecuentemente por culpa de un ataque al corazón o un fallo cardiovascular, mientras que en las más adineradas y prósperas, el este y el sur, la incidencia de ataques al corazón era mucho más baja. Los datos estadísticos contradecían el sentido común. Las patologías del corazón se han ligado al exceso, la falta de ejercicio y las dietas supercalóricas abundantes en grasas, propias de los países ricos. "Hicimos ese mapa de Inglaterra y Gales porque estábamos interesados en explorar esta paradoja", relata Barker a El País Semanal. "Mientras las enfermedades coronarias aumentan a medida que las naciones se hacen más prósperas, la incidencia de estas enfermedades resultaba más alta entre la gente pobre".

Barker encontró una relación entre el bajo peso al nacer y la hipertensión y enfermedades cardiovasculares cuando llegaban a adultos
Los fetos reciben señales a través de sus madres, y esto establece la biología del bebé a partir de la predicción del mundo en el que va a vivir
La buena noticia: es más fácil influir en el riesgo de enfermedades vasculares durante la vida adulta

Los británicos tienen una dieta bastante homogénea y no son amantes de las verduras. En comparación con la gente acomodada, los pobres comen menos verduras y frutas, pero tampoco mucho menos. Barker concluyó que estas diferencias no bastaban para explicar por qué los infartos se cebaban más en ellos, incluso teniendo en cuenta los hábitos poco saludables como fumar, y dedujo que la gente pobre era precisamente la más vulnerable al estilo de vida occidental. "Era bastante razonable sugerir que esta vulnerabilidad fue adquirida durante el desarrollo, probablemente el desarrollo temprano", afirma Barker.

Con la ayuda de un experto en estadística, Clive Osmond, Barker decidió bucear en el tiempo y tropezó con un nuevo enigma. Descubrió que las tasas de mortalidad más altas de la gente adulta se correspondían con los índices de mortalidad infantil ocurridos mucho tiempo atrás, entre 1921 y 1925, en las zonas donde habían nacido. Es decir, aquellos que fueron concebidos en lugares donde las muertes de recién nacidos o niños de corta edad eran más usuales tenían, medio siglo después, una probabilidad notablemente mayor de morir por una patología del corazón. Y, para complicar aún más el misterio, esas mismas cifras de mortalidad infantil resultaron sorprendentemente bajas en el sur y este de Londres, lugares que en los años veinte arrastraban en particular miseria y pobreza. Londres constituía un misterio dentro de otro misterio. ¿Cómo era posible que en estas zonas tan deprimidas en la segunda década del siglo pasado murieran menos niños al nacer?

Barker tenía la certeza de que los motivos podrían remontarse más atrás, en los primeros nueve meses de gestación, dentro del vientre de su madre. El enigma londinense arrojaba algunas pistas. Durante el siglo XIX hubo un flujo constante por el que los aldeanos y las gentes del campo acudían a la ciudad en busca de oportunidades y de trabajo, especialmente en el sur y el este de Londres. Las madres se alimentaban de los productos del campo de una forma mucho más saludable, por lo que sus hábitos dietéticos más sanos se reflejaron en su descendencia. Sus hijos tendían a morir menos que en otras zonas urbanas.

"Los hallazgos en Londres indicaban que era la vida dentro del vientre de la madre más que la propia infancia lo que contaba", asegura Barker. En 1986 publicó sus conclusiones en un artículo en la revista The Lancet, pero fue tachado casi de hereje, según relata el escritor científico Stephen Hall en New Yorker. Barker se dedicó a amasar números. Necesitaba encontrar la información sobre los hábitos alimentarios de las madres embarazadas de hace casi un siglo. Las autoridades médicas de aquella época no tendrían, en principio, la costumbre de anotar la ingesta de calorías y el tipo de dieta de las futuras madres.

Resultó que existía una increíble excepción. Una antigua ley local obligaba a las matronas y a los doctores a registrar cómo se alimentaban las embarazadas y a apuntar el peso de los recién nacidos en Hertfordshire, un condado al norte de Londres, desde 1911 hasta 1948, para garantizar la salud de los hombres cuando cumplieran el servicio militar. Barker encontró finalmente un legajo de libros polvorientos que documentaban los nacimientos de miles de niños a lo largo de 37 años, y se dedicó a casar los datos de los recién nacidos con sus defunciones cuando alcanzaban la edad adulta. Logró rastrear la vida de 5.654 hombres, más fáciles de seguir la pista ya que sus apellidos no cambiaban al contraer matrimonio, entre 1911 y 1930.

"Barker encontró que existía una relación entre el bajo peso al nacer y la hipertensión y enfermedades cardiovasculares, y más tarde, algunas formas de diabetes cuando ya eran adultos", explica el profesor y epidemiólogo Mark Hanson, de la Universidad de Southampton. En concreto, los hombres que pesaron apenas 2,5 kilos al nacer o menos constituían el grupo de más riesgo. Tenían entre dos y tres veces más probabilidades de sufrir un infarto, hipertensión, diabetes o el síndrome de resistencia a la insulina (dificulta metabolizar bien la glucosa).

Cuando Barker volvió a publicar en 1989 en The Lancet su hipótesis de que los acontecimientos durante la gestación producen una especie de imprimación al feto que le predispone a sufrir patologías en la vida adulta -sustentada por una estadística fiable-, muchos se enojaron. Si una mujer occidental y embarazada come incorrectamente o se encuentra bajo estrés, el feto interpreta a través de la madre -y de forma equivocada- un mundo exterior en el que hay escasez de alimentos y reprograma su metabolismo para adaptarse a ese futuro. El feto puede desarrollar una resistencia a la insulina que le facilita acumular más grasas en tiempos difíciles. El niño nace con un peso por debajo de lo normal, pero en un mundo en el que sobran las calorías y con el programa equivocado. A partir de los dos años corre riesgo de ganar peso, y si eso sucede, sufrirá con mucha mayor probabilidad una enfermedad cardiovascular, o se hará diabético, o hipertenso. Todo por culpa de su exposición como feto mientras estaba en el vientre de su madre.

El mensaje de que los hábitos de vida -y una cierta predisposición genética algo difusa- eran los culpables fundamentales del aumento epidémico de la diabetes o el infarto se tambaleó. Los críticos se lanzaron al ataque. En 1995, un editorial de la prestigiosa revista British Medical Journal tachó los resultados del estudio de Southampton de "inconsistentes" precisamente por poner el acento en algo tan borroso como "la alimentación del bebé que influye en las enfermedades que experimentará en su vida tardía". Sin embargo, y a pesar de los críticos, las conclusiones de Barker han ganado tanta fuerza como la bola de nieve que crece imparable cuesta abajo. "Estas ideas se han confirmado como absolutamente ciertas y se han constatado en muchos estudios con hombres y mujeres en Europa, Estados Unidos, India, China y Sudamérica. No hay dudas", asegura Hanson.

El último comentario lo ha publicado la ginecóloga Laura Schulz, de la Universidad de Misuri, en la revista Proceedings of The National Academy of Sciences de EE UU el pasado septiembre. Schulz hace referencia a un estudio llevado a cabo en mujeres cuyos embarazos transcurrieron entre el invierno de 1944 y la primavera de 1945 en Holanda, aún bajo la ocupación alemana, y que sufrieron la hambruna holandesa, poco antes del final de la guerra, tras el desembarco de los aliados en Normandía. La hambruna afectó a todas las clases sociales, y la gente tuvo que sobrevivir con lo que obtenía del campo. Las mujeres embarazadas tuvieron que apañárselas con una ración diaria que oscilaba entre las 400 y las 800 calorías. Esta situación ofreció a los investigadores un experimento social y humano de dimensiones trágicas, pero a una escala que permitía poner a prueba la tesis de Barker.

Las patologías cardiovasculares en la vida adulta aparecieron ligadas a la malnutrición de los fetos. Las asociaciones estadísticas fueron un poco más allá. Personas de entre 56 y 59 años, las cuales habían padecido la hambruna dentro de sus madres, fracasaban en los test que medían la atención selectiva y experimentaban una pérdida de sus habilidades cognitivas. En especial, aquellos expuestos a la malnutrición durante etapas tempranas de la gestación. No en vano, señala esta ginecóloga, es en esta etapa cuando se forman todas las estructuras fundamentales del sistema nervioso central. Parece un periodo crítico. Las alteraciones aparecen ligadas a anomalías del control del apetito, enfermedades mentales subyacentes y la pérdida de habilidades cognitivas en la vida adulta.

Hanson preside la Sociedad Internacional de los Orígenes de la Salud y la Enfermedad durante el Desarrollo (en inglés, International Society for Developmental Origins of Health and Disease). Asegura que el "efecto Barker" ya no solo se circunscribe a nacer con un peso por debajo de lo normal. El espectro se ha ampliado. Y nos afecta a todos. "El proceso opera en el rango normal de pesos al nacer", afirma este experto. La influencia se repite con cada feto humano. "Todos los fetos reciben señales del mundo exterior a través de sus madres antes de nacer, y esto establece la biología del bebé a partir de la predicción del mundo en el que va a vivir". Del acierto o fracaso de esta predicción depende, en última instancia, un futuro más o menos saludable.

Hanson habla aquí de un nuevo concepto médico, siempre en este contexto, en inglés mismatch, que podría traducirse como grado de error en la predicción. El feto predice un mundo malnutrido y se equivoca cuando nace en un ambiente lleno de recursos, y el grado de error es mayor. En el caso de los que nacieron después de la hambruna holandesa, sus "predicciones" resultaron erróneas. Poco después, la población retornó a la normalidad. Sin embargo, las madres embarazadas que tuvieron que soportar la falta de alimentos durante el asedio de Leningrado tuvieron que sobrevivir posteriormente en un futuro de escasez crónica. Sus retoños, expuestos a esta malnutrición, no desarrollaron índices mayores de obesidad y problemas cardiovasculares en la vida adulta. Ese desencaje entre lo que el feto espera y lo que encuentra podría ser la explicación del repentino aumento de enfermedades cardiovasculares, diabetes, osteoporosis (se ha observado que los recién nacidos con bajo peso mantienen una densidad ósea baja por culpa de alteraciones en la hormona del crecimiento y cortisol), hipertensión y enfermedades mentales en los países en desarrollo, países que asumen a marchas forzadas la cultura occidental.

"El ritmo de cambios ha sido muy rápido en países como India o China y en algunas partes de Latinoamérica como Brasil. Y el emparejamiento erróneo ocurre de forma mucho más rápida. Incluso vemos que ya hay gente joven con estas enfermedades. En ciudades como Pune, en India, que ha sufrido un cambio enorme en los últimos 20 años, o ciudades como Shanghái o Pekín, ya observamos índices muy altos de estas enfermedades", afirma Hanson.

Los estudios epidemiológicos están encontrando algunas conexiones interesantes con el cáncer. En mujeres, la incidencia de cáncer de ovario y de mama podría estar relacionada con el hecho de tener una madre con caderas anchas y niveles excesivos de estrógenos, la hormona que juega un papel esencial para formar los huesos de la cadera. Investigadores fineses han encontrado que las mujeres que nacieron con sobrepeso y que procedían de madres con caderas más anchas tienen más riesgo de sufrir un cáncer de mama, quizá por una excesiva exposición del feto a niveles altos de estrógenos. E igualmente, si esto ocurre durante los tres primeros meses de la gestación, la incidencia de cáncer testicular en hombres parece que aumenta en la vida adulta.

Por otra parte, los recién nacidos con un peso más bajo lo hacen con un número de nefronas tres veces inferior a lo normal. Las nefronas son las unidades individuales de los riñones que funcionan como diminutas depuradoras de la sangre. Riñones menos potentes empujan a la persona a la hipertensión en una etapa tardía. Los estudios han desvelado una geografía asociada a la gente pobre, a la insuficiencia renal y a los casos de ictus cerebral en la nación más rica de la tierra, Estados Unidos: los fallos renales son cinco veces más frecuentes en el Estado de Carolina del Sur, en especial en la población afroamericana, donde los índices de pobreza son más altos.

Otro estudio realizado por investigadores de Dinamarca, Finlandia y Francia, publicado hace solo unas semanas en la revista Human Reproduction Today, ha asociado la ingesta de analgésicos comunes como paracetamol, aspirina e ibuprofeno en el embarazo con la salud de los bebés de sexo masculino y su futura capacidad reproductiva. En concreto, el estudio relaciona dicho consumo con el aumento del riesgo de niños con testículos no descendidos (criptorquidia), un factor de riesgo de infertilidad y cáncer testicular en la vida adulta.

Incluso el tiempo de vida tampoco escapa a la influencia que ejerce el vientre de nuestras madres. Uno de los mayores estudios demográficos, realizado por el Instituto Max Planck, se centró en examinar los datos de nacimientos y muertes de 1.371.003 daneses y 681.677 austriacos. Los investigadores Gabriele Doblhammer y James W. Vaupel encontraron que los adultos que nacieron en otoño vivían más que los que nacieron en la primavera (seis meses de más en el caso de los austriacos y tres meses extra para los daneses). El estudio, recogido hace pocos años en la revista PNAS, señala que "las madres que alumbraron en otoño y principios de invierno tuvieron acceso a buenos alimentos, fruta fresca y verduras durante la mayor parte del embarazo, mientras que las que parieron en primavera y principios de verano experimentaron largos periodos de nutrición inadecuada".

Pero el misterio aún permanece. ¿Qué ocurre entre el feto y la madre? ¿De qué formas extrae el feto la información para reajustar su metabolismo y su biología? El feto se hace una idea de lo que sucede a través de los nutrientes que cruzan la placenta, explica Hanson. "Si la madre no se está alimentando de una manera equilibrada, los nutrientes pueden atravesar la placenta y llegar al feto. Sabemos también que hay señales hormonales, en particular la hormona del estrés, la cortisona, que atraviesan la placenta. Y que la madre probablemente altera su propia placenta, esencial para mantener con vida al feto. No sabemos cuáles son las señales precisas". Los culpables podrían ser la comida basura, "altos niveles de pan blanco, azúcar, patatas fritas, escasez de frutas y verduras, altos niveles de carne roja, bajos niveles de pescado, especialmente de pescado azul", según Hanson. "Y muchas mujeres son deficitarias en algunos micronutrientes, como el ácido fólico y algunas vitaminas".

Si la hipótesis de Barker apunta que un bajo peso al nacer se resume en más patologías futuras, esa consecuencia puede ahora aplicarse también a las dietas maternas excesivas, a las madres que ganan demasiado peso durante la gestación o que de por sí son obesas. Sus bebés obesos, indica Hanson, nacen con un exceso de grasas y con una salud futura comprometida. "Los problemas surgen en los dos extremos del espectro, madres que tienen una dieta desequilibrada y pobre, en la India rural o en China, o que lleva una dieta incorrecta y rica, como las madres norteamericanas o europeas".

Dos décadas después del estudio de Hertfordshire, montañas de estadísticas consolidan un nuevo escenario en el que la programación realizada en el feto parece escribirse con letras de hierro. Tanto que, al leer estas líneas, usted podría pensar que ya es demasiado tarde: nuestras vidas ya fueron predeterminadas en una etapa en la que ni éramos conscientes. Nueve meses determinantes. Casi una sentencia.

Rachel Huxley, profesora de la Universidad de Minnesota y experta en la epidemiología de las enfermedades vasculares, cree que los libros populares que presentan el útero femenino como una especie de bola de cristal rozan el sensacionalismo. "Es bastante irresponsable sugerir que no podemos hacer nada en nuestra adolescencia y vida adulta para influir en los riesgos de nuestra salud", asegura Huxley. Si nacer con un bajo peso supone un riesgo para el corazón, ¿cómo cuantificarlo? Los estudios sugieren que un kilo de más en un recién nacido (cuya madre ha seguido una dieta equilibrada) podría suponer un descenso del riesgo cardiovascular entre un 10% y 20%, explica esta experta. Pero, en el mejor de los casos, una buena intervención nutricional durante el embarazo lograría aumentar el peso en el nacimiento tan solo unos 100 gramos, asegura Huxley, lo que se traduce en una disminución del riesgo de entre el 1% y el 2%. Por el contrario, se ha comprobado que mediante la modificación de la dieta es posible rebajar el colesterol LDL (que colapsa nuestras arterias) entre un 15% y 20%, y que los tratamientos farmacológicos logran rebajar sus concentraciones en un tercio. No estamos indefensos después de nacer. Hay margen de maniobra. Es la buena noticia. "La facilidad para influir de forma apreciable en el riesgo de enfermedades vasculares durante la vida adulta, bien mediante el cambio de la presión sanguínea y el colesterol, o dejar de fumar, es mucho más grande que cualquier estrategia que aumente el peso al nacer".

Mark Hanson, que ha contribuido a ampliar de manera sólida la hipótesis de Barker, rechaza igualmente la idea de que nuestro destino se geste en el útero. Implica un determinismo que sugiere que todo está escrito en los genes, cuando no es así. "Es la idea de que algunas personas tienen más riesgo porque han heredado genes específicos de su padre o de su madre, pero lo cierto es que los genes de la diabetes, de las enfermedades del corazón o el ictus cerebral no se han encontrado". Para Hanson, no hay determinismo. El ambiente es capaz de activar ciertos genes o desactivarlos (una rama de la biología llamada epigenética, aún poco conocida), y eso ocurre durante la gestación, tras el nacimiento, y en nuestra vida de adultos.

Los estudios sobre cómo el feto reajusta sus sistemas mientras está dentro de la madre pueden proporcionarnos las pistas para ajustar esos sistemas cuando seamos mayores. "Somos menos adaptables a medida que envejecemos", admite Hanson, "pero si dejas de fumar o sigues una dieta baja en carbohidratos vas a vivir más tiempo. Durante toda la vida, siempre hay algo que se puede hacer al respecto".

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