Locuras que desbordan la cabeza
Llevar sombrero es como someterse a una operación de cirugía estética", decía Isabella Blow. La excéntrica estilista británica los convirtió en la parte más festiva de su trágica vida. Pero aquellas fantasías que decoraban su cabeza escondían muchos fantasmas. "Cuando me siento realmente deprimida, voy a ver a Philip [Treacy], me cubro con sus creaciones y me encuentro mejor", explicó en una ocasión. Los diseños que el sombrerero Philip Treacy ideó para ella durante casi 20 años eran seguros pasaportes a un país de ensueño para un alma torturada. Tan imaginativos como para convertirse, en 2002, en carne de museo con la exposición Cuando Philip encontró a Isabella.
Blow se suicidó en 2007, tres años antes que su amigo y protegido Alexander McQueen. Ella, que fue la primera promotora del diseñador, no vivió para ver cómo la futura reina de Inglaterra se casaba con un traje de McQueen. No es la única huella de su influencia que su egocéntrico carácter hubiera podido reconocer en la boda del príncipe Guillermo con Catalina Middleton. En aquella ceremonia, su pacto con Treacy -él dejaba volar la imaginación; ella ponía la valentía para lucir sus ocurrencias- tuvo una réplica en la princesa Beatriz.
Elsa Schiaparelli convirtió a sus clientas en estandartes del movimiento surrealista con un sombrero-zapato ideado por Dalí
Ella y su hermana Eugenia, las hijas de Sarah Ferguson, lucieron los más alocados de los más de 30 modelos que este sombrerero confeccionó para el evento. Treacy, que nació en la Irlanda rural en 1967, es -como McQueen- un hijo de Blow. En el sótano de su casa de Belgravia empezó Treacy su negocio en 1991. Hoy es el sombrerero de cabecera -una expresión que tal vez nunca fue tan pertinente- de la duquesa de Cornualles. El marco con lazada que remataba el rostro de Beatriz en la boda de su primo alcanzó tal repercusión mediática, por pintoresco, que la princesa decidió subastarlo en Internet. Se adjudicó en mayo por más de 90.000 euros. Curiosamente, cuando Beatriz cumplió 17 años posó para la revista Tatler y Blow fue la estilista de aquella sesión. A Blow le impresionó su melena pelirroja. A juzgar por lo visto el 29 de abril, se diría que a Beatriz también le marcó Blow.
La locura que desborda la cabeza y se materializa en un sombrero es una imagen sugerente. Pero no sirve para explicar por qué este complemento se ha convertido en tamaño reducto de lo arriesgado. Y a pesar de su fama, tampoco se puede responsabilizar exclusivamente a sus autores. ¿De dónde sale el mito del sombrerero chiflado? El de Alicia en el país de las maravillas nunca estuvo estrictamente loco. Al menos según el texto de Lewis Carrol. Ese atributo se lo otorgaron otros. Se supone que en la época de Carrol se atribuía cierta demencia a la profesión, provocada por los efluvios de los materiales que manejaban.
Despojados de las rutinas de lo cotidiano, los sombreros pueden abrazar su carácter escultórico. Y explotar al máximo su potencial creativo. De ahí que los museos les abran las puertas. En 2009 lo hicieron el Victoria & Albert de Londres con una antología de Stephen Jones -otro creador británico, el más prolífico en su colaboración con la moda- y el del Traje de Madrid con Candela Cort. "Oscar Wilde decía que un buen sombrero está hecho de nada", afirma Cort. "Mis diseños son cada vez más etéreos, se están liberando. Son casi como llevar un dibujo en la cabeza".
El vínculo entre sombrerería y arte viene de antiguo. "Es un oficio que se presta a todo tipo de contagios, que crece en volúmenes y construye arquitecturas cargadas de fantasía", analiza Concha Herranz, conservadora del Museo del Traje. Algunos de los más célebres ejemplos de esos préstamos están en la obra de Elsa Schiaparelli (1890-1973). En la década de los treinta, esta diseñadora convirtió a sus clientas en estandartes del movimiento surrealista con un sombrero-zapato ideado por Salvador Dalí. Los ecos de sus ocurrencias -¿langostas?, ¿teléfonos?, ¿chuletas?- resuenan hoy en los tocados de Lady Gaga. Y siguen siendo impactantes.
Dada la fascinación que ahora suscita un sombrero -"cuando me pongo uno, me siento más mirada y admirada", confiesa Candela Cort-, cuesta creer que hace poco fueran algo del todo corriente. En el siglo XIX, las mujeres no podían salir sin cubrirse la cabeza, porque resultaba profundamente indecoroso. Hasta los cincuenta fue un elemento fundamental del vestuario. Y no era solo cosa de diseñadoras como Jeanne Lanvin o Coco Chanel, que empezaron su carrera como sombrereras. Cristóbal Balenciaga defendía que sus diseños no estaban completos sin un sombrero. No uno cualquiera: se enfurecía si sus clientas se ponían sus trajes con otros tocados, ya que alteraban la composición de la silueta.
"Cayeron en desuso por la revolución social de los sesenta", explica Concha Herranz. "Se impuso una moda juvenil que no respondía a los criterios de la etiqueta". Los sombreros fueron apartados del día a día de unas mujeres demasiado ocupadas como para tener que preocuparse (también) de lo que ocurría fuera de su cabeza. Es verdad que la gente lleva todavía gorras de béisbol, sombreros de paja y, si Madonna se empeña, uno de cowboy. Pero, en general, el sombrero como pieza de creación ha quedado relegado a las celebraciones, los museos y las carreras de caballos. Como la de Ascot, en Gran Bretaña.
En ese país se considera que fue Diana de Gales quien, en los años ochenta, los rescató del ostracismo de lo caduco. Un papel que ahora quiere trasladarse a la mujer de su hijo. ¿Conseguirá su boda devolverlos a escena? Pablo Merino y Mayaya Cebrián, que idearon la pieza de la princesa Letizia para el enlace, llevan 20 años de profesión. En la última década han detectado un renovado interés. "Ha habido un trasvase inverso a lo que sucede en la moda", sugiere Merino. "La recuperación de los sombreros ha empezado en la alta costura (en bodas y ceremonias) y ha acabado llegando a la calle. Ahora la gente joven vuelve a utilizarlos de forma cotidiana". "Hoy está todo muy globalizado y uniformado. Las mujeres queremos volver a destacar", apunta Cebrián.
"Se están recuperando para los atuendos de fiesta", confirma Arranz. "Hemos pasado una época en la que no estaba bien visto arreglarse, pero el espíritu ha cambiado". El nuevo talante comprende que en este asunto la línea que separa lo sublime de lo grotesco y lo fascinante de lo ridículo es tan fina como voluble. Pero el riesgo es el conejo que siempre se esconde bajo la chistera de la fantasía.
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