Lampedusa, kilometro cero
"El momento más feliz de mi vida fue cuando en la oscuridad del cielo y del agua vislumbré los faros de los militares italianos que venían a rescatarnos. Pensé que se acababan el frío, la sed, el cansancio. Aplaudimos, nos abrazamos. Coincidió con la angustia más absoluta, porque los 50 compañeros que viajaban conmigo se abalanzaron hacia el mismo lado del barco. Estuvimos a punto de caer".
Riadh el Hosni, de 25 años, ojos con forma de almendra, conserva un recuerdo nítido del instante en que llegó a Lampedusa, la pequeña isla siciliana a medio camino entre África y Europa. Era el 24 de marzo. Dos días antes había arrancado su personal odisea, que desde Sfax, en Túnez, le ha llevado hasta Niza, en Francia. Italia, paso obligado entre un pasado que arrinconar y el sueño dulce del futuro, se le antojó enorme e irreal: tres semanas tardó en recorrerla, atrapado en una telaraña de colas y burocracia.
"Los detalles te hacen sentir vivo mientras estás aquí atrapado, suspendido"
Los países comunitarios los rebotan como pelotas en un juego infinito de burocracia
En su viaje, Riadh vuelve a descubrir la fe, aprende a ser paciente y a aguantar la humedad. Pero pierde al amigo más valioso, su primo Karem, nueve años mayor que él. Esta es su historia, una de las miles que se pierden cuando hombres, mujeres y niños emprenden su viaje de la esperanza y dejan de ser personas para convertirse en números que los Gobiernos contabilizan con preocupación.
En los puertos de Zarzis o de Zuwarah, en la costa tunecina, centenares de personas esperan cruzar el Mediterráneo. Las rutas llegan, navegando cerca de la costa, hasta el cabo de Teboulba, luego las embarcaciones se alejan y entran en mar abierto hasta Lampedusa. Pateras que apenas servirían para la pesca de sardinas y calamares a un par de millas de la costa se cargan hasta rebosar y se aventuran en un tramo de 120 kilómetros peligroso por las corrientes. El flujo se suele intensificar en verano, cuando las condiciones meteorológicas son favorables. La urgencia de dejar un país en pleno cambio forra las carteras de redes organizadas que cobran al menos mil euros por cada pasajero. Un negocio que, según las organizaciones humanitarias, ha movido solo en esta zona más de 40 millones de euros en lo que va de año, desde que empezaron las revueltas en el norte de África.
Los efectos colaterales son los cuerpos sin nombre ni historia que las olas devuelven poco a poco. 1.300 desde enero (sin contar los naufragios de los que nada se sabe), 17.000 desde 1998, cuando el periodista Gabriele del Grande, hoy una autoridad en la materia, empezó a ocuparse de ellos en su blog fortlesseurope.org. En 2011, 51.000 personas han logrado poner pie en Italia (24.772 de ellos, tunecinos), según los últimos datos facilitados por el Ministerio del Interior italiano. Una cruel ruleta rusa.
A finales de marzo, Lampedusa estaba al borde del colapso. El centro de acogida tiene capacidad para 850 personas. Los inmigrantes rozaban los 6.000 y superaban en número a los isleños. Como otros centenares, Riadh y Karem tuvieron que apañarse en la colina de la vergüenza, un cerro que cae en el mar frente al puerto donde atracaron aquella primera noche. Debajo, la carpa de la Cruz Roja sigue preparada para nuevos desembarcos. Al lado, los cadáveres de una veintena de pateras, inmóviles y mudas sin su carga de ilusiones, rezos y esperanzas. Arriba, un campamento de chabolas, tiendas improvisadas y fuegos para calentarse.
Los primos buscan un hueco. Unos palos de madera y un techo de plástico blanco fueron su casa durante seis días. Dentro duermen 10 hombres, tirados en el suelo húmedo y duro. Cuando oscurece, la temperatura baja sensiblemente. Olor ácido a sudor, trapos enrollados como almohada, 20 zapatos en el umbral. Algunos tosen o estornudan: el resfriado es el estigma más común del viaje. "Son jóvenes y en buena forma física por lo general. Pero tras pasar al menos 20 horas en mar abierto, poco abrigados y mal equipados, llegan con dolores de garganta, catarro o bronquitis. Por suerte casi nadie presenta patologías más agudas", resume Laura Rizzello, enfermera voluntaria de la Cruz Roja que desde 2005 acoge a los inmigrantes en el muelle de Lampedusa.
A los acampados de la colina de la vergüenza, el día les sirve para olvidar la noche. Se mueven en pequeños corros, buscan un puesto al sol para cargarse de calor y alejar las pesadillas. Riadh intenta paliar los dolores de una enfermedad reumática que arrastra desde pequeño. El pueblo es reciente, un ajedrez de calles que se cruzan perpendiculares, algunas tiendas, hoteles cerrados, una farmacia, una iglesia. Esencial y esquemático, al cabo de pocas horas se orienta hasta un niño. Riadh y Karem, siempre juntos, se unen a las conversaciones de la plaza. Hacen turnos para llevar la mochila, único esqueleto de la vida que quieren cerrar. Dentro llevan dos camisetas limpias, una sudadera, tabaco. Ninguna foto. Ningún documento.
A nadie le gusta hablar del pasado. Rafik ben Mbarek, de 30 años, nacido y criado en Túnez, sonríe cortés, sacude la cabeza de un lado a otro, se mete un cigarrillo en la boca y el humo desdibuja la respuesta. Prefiere imaginar su porvenir, la quimera por la que se ha entregado al mar.
Karem esculpe una síntesis lapidaria: "Los detalles te hacen sentir vivo, mientras estás aquí atrapado, suspendido. Me parece no haber dado entero el primer paso; estoy más en Túnez que en Italia". El tiempo parece haberse detenido. "Ese país nos quedaba pequeño", dice Anua, de 29 años, de Yerba. Él tiene un diploma, habla árabe, francés, italiano e inglés, y trabajaba de camarero. En el locutorio acaba de actualizar su estatus de Facebook. "El régimen de Ben Alí cayó [el 14 de enero], pero sus raíces enfermas siguen allí, no se han extirpado", afirma Karem.
Todos rumian una palabra: "trabajo, trabajo digno". "Muchos son licenciados, tienen idiomas, sueños e inquietudes similares a las nuestras. Pero nacieron en el lado equivocado del Mediterráneo y para comerse la vida tienen que entregarla al mar", considera Tommaso della Longa, treintañero portavoz de la Cruz Roja. "Se parecen a mis amigos que se van a Londres o Berlín porque aquí solo consiguen contratos precarios. Estos no pueden presentarse en el aeropuerto y coger un avión. Están obligados a pagar a un delincuente y subirse a una patera".
"Sientes que debes irte. Es como un Pepito Grillo que te habla y no se calla. Te sopla preguntas retóricas: ¿quieres que tus hijos puedan satisfacer los antojos que tengan? ¿Que tu madre tenga una vejez pacífica? Al final no piensas en otra cosa y te vas en cuanto puedes", explica Karem. Riadh aprueba con la cabeza.
De Europa lo saben todo. Por lo menos tienen su propia visión hecha y formada. Ven la televisión por satélite, han aprendido el idioma, conocen futbolistas y políticos. Han vivido los últimos meses o años con el cuerpo en Túnez y la mente en Italia o Francia. Comentan el cierre de las fronteras ordenado por el Elíseo o desgranan la formación del Milan, incluidos los recientes revuelos del calcio-mercado.
No le interesa la política a Carlos, nombre y rostro oscuro. "Cuando no tienes nada que hacer sino esperar para empezar a vivir, fumas". Da una calada al último Mars que se ha traído del otro lado del Mediterráneo y pide un cigarrillo a los habitantes de Lampedusa que pasean por la plaza. De esta manera casual se encontró con su "ángel salvador".
Paolo di Benedetto se topó con un grupo de tunecinos que le "pidieron tabaco o algo de dinero. Yo les ofrecí un techo". Paolo vive con su perra Maia en una casa de madera con un amplio jardín. Cuando el flujo de inmigrantes se hizo muy intenso, en primavera, albergó a Carlos y a cinco amigos suyos: Men-x, Rashid, Taha, Salem, Lassed. Todos menores de 30 años, hombres en ciernes, que pudieron asearse, afeitarse, dormir en un colchón, comer y sentirse acogidos. Tío Paolo, le decían.
Karem y Riadh llegan a este oasis de madera tras seis días en la colina de la vergüenza. Era la noche del 30 de marzo. "Me parece haber vuelto a ser niño, cuando te acostabas en tu cama y te sentías feliz", exclama el más joven. Durante el día pintan las paredes, arreglan el jardín, lo amueblan a la manera tunecina, con una mesa baja en el centro y un sofá redondo. Karem y Carlos dirigen las obras. Por la noche traen pescado regalado por los vecinos de la isla y cocinan todos juntos. El patio tiene un área equipada para la barbacoa. Una larga mesa de madera, un banco que se sostiene con ladrillos y una alfombra de hierba sintética que acogen a esta familia estrafalaria. Hombres que comparten el fragmento más incierto de su vida. "Hermanos que nunca había conocido antes", los define Karem.
Todas las mañanas y tardes, el grupo se acerca al centro para averiguar si ha llegado su turno para dejar Lampedusa. A Carlos casi ni le da tiempo a despedirse de Paolo: lo embarcan esa misma noche. No sabe hacia dónde. "Inshallá le vaya bien", desean los que se quedan. Las autoridades disponen continuos desplazamientos, en barco o en avión, desde la pequeña isla africana hacia su hermana mayor, Sicilia, y luego hacia Italia, el continente, como lo nombran con una mezcla de reverencia y recelo.
Si el mar no está rabioso y los hombres son puntuales, sobre las diez y media atraca un ferry en el puerto de Ca' la Pisana. Lleva turistas, cuando los hay, y abastecimientos para los habitantes: agua potable, verduras, carne, detergentes. Del ferry salen fresas y cerezas y suben hombres, mujeres, niños. Inmigrantes que quieren echar a andar, emprender su camino.
La mirada circunspecta de los pescadores controla la operación. Uno tiene ganas de charlar. Comenta los pocos peces que quedan en estas aguas y lo mucho que cuesta la gasolina que alimenta su embarcación. Cuenta que sus hijos quieren dejar la isla, ir a Palermo, a Milán o "hasta al extranjero" para estudiar, para construirse un futuro mejor, para no romperse la espalda sin obtener nada como le ha pasado a él. "Los entiendo a estos jóvenes", afirma señalando con la palma callosa a los tunecinos que se colocan en cola en el muelle. La Puerta de Europa, una imponente escultura firmada en 2008 por Mimmo Palladino que surge en la colina cercana, escruta el mar altiva. Debía ser un abrazo a la miseria. Es el umbral entre dos pobrezas que se rozan y se compadecen, sin llegar a tocarse. El ferry escupe un barrito metálico preparado para volver a cargarse. Caben unos 150 inmigrantes. En los días de colapso entran hasta 500.
La elección de quién sube y quién se queda parece discrecional. Frente el centro de identificación, los agentes escudriñan el papel con la fecha de llegada y una equis por cada comida consumida. "Tú, tú y tú": el dedazo de los agentes, con guantes y mascarilla, llena los autobuses militares. La noche es oscura. Los faros de las furgonetas proyectan una luz cálida. Para los que son señalados por los agentes, el tiempo de repente se descongela. Ojos negros y brillantes como escarabajos se abren y se mueven rápidos. Buscan a un hermano, a un primo o a un vecino. Alguien que en los inmóviles días de la espera ha acabado pareciéndose a un amigo. Los separan y no saben adónde los llevan. De un punto a otro de las colas, rebotan pánico, impotencia y cansancio. Las días invertidos en imaginar un futuro y a olvidar el pasado, las noches en vela por el ronquido de un desconocido, el hambre o el hedor..., cada minuto pasado en la isla pesa en el cuerpo y en el alma. "Ya no sé qué esperar. Si que me lleven de vuelta a Túnez o a otra cárcel como esta", murmura un chaval.
A veces explota la tensión. Hombres lanzan gritos de una a otra cola, apuntan el número de un móvil, pronuncian nombres de localidades desconocidas, únicas palabras italianas dentro de frases en árabe. Un joven con un gorro rojo puesto al revés se sube la camiseta y descubre el torso ensangrentado. Se ha cortado con una hoja de afeitar. Lleva días en el muelle esperando irse, sin ducharse, sin dormir, sin saber qué va a ser de él. El gesto le permite recibir cuidados médicos, embarcarse de inmediato. Y desaparecer.
Riadh y Karem cumplen cada día con el mismo ritual: recorren los cuatro kilómetros que separan tío Paolo y el muelle, esperan a ver si están entre los elegidos. La liturgia de la esperanza sube y baja como una marea. Por fin, el 4 de abril, tras 11 días en Lampedusa, embarcan hacia Livorno. Un instante antes de ser engullido por la fauces del ferry, Karem mira el mar.
Al dejar este lugar hechizado, almidonado en una espera infinita, Karem sabe que por fin completa el primer paso hacia la segunda parte de su vida. Y que no quiere volver atrás. Se promete a sí mismo que solo volverá a recorrer los 120 kilómetros que separan la punta más meridional de Europa de la más septentrional de Túnez en vacaciones. Su mente se aferra a pequeños recuerdos. "La sonrisa de mi madre y la lágrima cuando me despedí. Los partidos del Inter mientras el satélite iba y venía".
"Lo que quiero es casarme, tener dos hijos sanos. Que sean felices, que los traten con justicia. Mi mujer no la quiero tunecina, francesa puede ser, o italiana, mejor...", reflexiona. "Los franceses son cerrados. Prefiero el carácter de los italianos, se entiende a primera vista lo que piensan. O eso creo", matiza cortés. Su primo le escucha con atención. Los ojos se esconden. Él tiene una novia en Francia tunecina. El viaje es un paso hacia ella.
El puente se levanta y se cierra, el barrido vuelve a crujir en el aire y el futuro comienza dentro de aquella ballena que se aleja satisfecha. Abraza centenares de ilusiones adolescentes, jóvenes enamorados, sueños de familia, bostezos de niños, caricias de madres.
La siguiente etapa de la odisea de Riadh y Karem está envuelta en mil pliegues burocráticos. No es fácil saber dónde se encuentran: la policía no proporciona información. El móvil de Karem está apagado.
El ferry los llevó a Livorno, donde fueron identificados. En la Toscana existen dos centros de acogida principales que quedan cómodos desde Livorno, ambos en la provincia de Arezzo. Los primos están en Palazzuolo, localidad de Monte San Savino, donde se alojan en la canónica de la iglesia de San Giusto. En la escalinata de piedra que accede a la nave central se sientan los 50 inmigrantes -todos tunecinos y hombres- que la región ha entregado al párroco. Riadh está entre ellos, pero Karem no. La policía financiera que vigila la estructura no deja acercarse a los periodistas.
El joven Riadh, con su gorro de lana y la chaqueta de cuero, pasea con las manos hundidas en los vaqueros. Se le ve nervioso. Desde allí explica por qué su primo no está con él: levanta los brazos, los cruza y cierra los puños. El gesto es inequívoco. Karem está en la cárcel. El abogado que le ponen de oficio explica que en cuanto la policía le identificó en Livorno se dio cuenta de que sobre Karem pendía una orden de busca y captura por un delito de tráfico de drogas. El hecho se remontaba a muchos años antes, cuando el tunecino vivía en Francia sin papeles y visitaba a menudo Italia. Karem no hablaba de ello. Ahora está en Florencia, donde cumple una condena de año y medio.
Otra vez tiempo y espacio parecen paralizados. Riadh está solo. Sin guía, sin intérprete, sin el abrazo que le daba fuerza. Es tímido, reservado y no habla prácticamente italiano. Al cabo de diez días, todos idénticos, algo se mueve. En el cuartel de Arezzo, Riadh puede retirar su permiso de residencia temporal. Italia ha concedido 10.559 a los inmigrantes (el 97% a tunecinos, según datos del Ministerio del Interior) desembarcados en Sicilia antes del 5 de abril. De esta forma, por admisión del mismo titular de Exteriores, Franco Frattini, "les consentimos cruzar las fronteras, ya que muchos de ellos tienen familia en Francia o Alemania y no quieren quedarse en este lado de los Alpes". Francia criticó la medida y entre los dos países las relaciones se tensaron. Ni Roma ni París quieren gestionar a estos fantasmas, que llegan a millares a Europa con los sueños rotos y sin derechos. La política comunitaria los ha transformado en pelotas que los países interesados se rebotan en un juego infinito de burocracia.
La mañana del 15 de abril, Riadh se acerca a la ventanilla del cuartel de Arezzo con la garganta hecha un nudo. Firma y retira su libreta verde, la agarra como si fuese una piedra valiosa y al salir la esgrime como una espada. La lee y estudia, el dedo parece acariciar la letra algo infantil del funcionario. "Permiso de residencia temporal por razones humanitarias, caducidad 15 de octubre de 2011". Seis meses de vida garantizada. Es un alivio; en diez días, es la primera sonrisa que ilumina su rostro de niño triste.
Desde aquel día de abril, la odisea de Riadh empieza a correr. El hechizo está roto. El permiso funciona como un talismán. Tras un largo viaje en tren, con etapa en Milán, donde duerme en la estación, el chico y su grupo de amigos alcanzan Ventimiglia, el confín entre Italia y Francia.
Este pequeño pueblo de mar, encajado entre los pies de los Alpes y la Costa Azul, con fachadas de color pastel, lleno de bares con nombre francés que prometen pizzas y gelati, es la última parada para las ilusiones acunadas en Lampedusa. Su estación es la última sala de espera antes de empezar a construir el futuro. En puro estilo fascista, entre sus paredes de mármol, un centenar de tunecinos aguardan su permiso o que los controles se ablanden en el lado francés de la frontera. Es el enésimo limbo. "Pero, inshallà, es el último", suspira Riadh, agotado por el cansancio físico y anímico. El dolor de huesos le quita el sueño y le hace rechinar los dientes durante el día.
Frente a la estación de Ventimiglia le esperaba su hermano mayor, Mehdi, albañil residente legal en Francia. "Has crecido", son las primeras palabras que le brotan de la boca, y la mano ya juega a acariciarle el pelo azabache cortado al uno. Hacía cinco años que no se veían. Juntos alcanzan la frontera en autobús, la cruzan andando y se meten en un tren. Ya en Francia, respiran, se ríen. Riadh se duerme rendido sobre el hombro del hermano. Ahora está en Niza, ha pedido un pasaporte tunecino, tranquiliza a su madre por el móvil, comparte con el hermano y dos primos un piso de 25 metros cuadrados y no deja de sonreír. No sabe dónde está Karem.
Sin embargo, se considera afortunado. Como si el dios frente el cual se arrodilla cada día le hubiera agraciado. En Ventimiglia, en Lampedusa, en los centros de acogida esparcidos por Italia, otros chavales esperan que la noria gire. En esta Europa unida son fantasmas sin derechos. Solo pueden rezar para tener suerte.
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