España, sueño y verdad
España, sueño y verdad es el título de uno de los libros más conocidos de María Zambrano. Se trata de una recopilación de ensayos que la escritora malagueña escribió durante su largo exilio y en los que late la añoranza del país que tuvo que abandonar tras la Guerra Civil. Trata en ellos de reconstruir la idea de España a partir de algunas de las figuras más sobresalientes de su cultura. Pensadores como Ortega y Unamuno, pintores como Ramón Gaya, Luis Fernández o Picasso, conviven en sus páginas con personajes de la ficción como El Cid, Don Juan, Don Quijote o las mujeres protagonistas de las novelas de Galdós. María Zambrano pertenece a la generación de españoles que presenció la llegada de la Segunda República y participó activamente en aquel memorable proyecto de regeneración y convivencia. Fue una época en la que muchos pensadores mostraron su preocupación por la identidad de lo español en libros y artículos que prácticamente ya nadie lee. ¿Porque tiene sentido preguntarse hoy por el ser de España? Creo que no, y de hecho es difícil imaginarse a alguno de nuestros escritores actuales publicando un libro con un título como el que María Zambrano eligió para el suyo. Walter Benjamin dijo que nuestro mundo era rico en información, pero pobre en historias memorables. Se habla mucho de la ausencia de relatos, tanto en el terreno de la política como de la sociología y la cultura, pero el problema es más bien la simplicidad de los relatos que nos rodean. ¿Cómo comparar, por ejemplo, los relatos bíblicos de Abraham y Job con las simplezas que se les ocurren a nuestros obispos? ¿O las reflexiones de Freud sobre la oscuridad de nuestra psique con los discursos llenos de banalidad de tantos psicólogos actuales? Tampoco el hermoso y complejo libro de María Zambrano tiene nada que ver con las proclamas de tantos defensores de las esencias patrias como han proliferado últimamente y que tanto sopor produce escuchar. "Una cultura misteriosa que hizo de la luz su máxima metáfora", esto escribe María Zambrano de la cultura española. Y si bien es cierto que una frase así peca de ingenua y bien podría haberse dicho de cualquier otro país del mundo, ya que la cultura siempre tiene que ver con la búsqueda de la luz, no lo es menos que la escuchamos con simpatía. Porque, de inventarse un país, ¿por qué no inventarse uno que sea alegre y hospitalario, amigo a la vez de la razón y de los sueños?
Como dice Savater, los únicos países que merecen la pena son los que se inventan los niños
Y ya que hablamos de la luz, haremos bien en detenernos en las fotografías que acompañan a este texto. Un malecón lleno de huidizos gatos, un río en la niebla, una mina cuyas negras galerías brillan a la luz de las lámparas, un libro en la arena, un perro diminuto en una playa infinita, surcos en un campo de cereal, una anciana mujer pensativa en su humilde casa, la estatua de un conquistador sobre un cielo salpicado de pájaros negros, dos universitarias charlando en la calle, un cielo plomizo sobre el mar, trapecistas que se buscan entre las llamas, escaparates de tiendas incomprensibles, un coche de la Guardia Civil detenido frente al mar. ¿Qué tienen en común todas estas imágenes? Tal vez poco, o nada, y sin embargo no podemos evitar al verlas tener un sentimiento de familiaridad, como si fueran imágenes distintas de aquel lugar perdido en el tiempo al que María Zambrano y los escritores de su tiempo llamaron España.
John Berger dijo una vez que el español tendía a ver la naturaleza como algo cruel. De ahí que nuestra cultura haya sido durante siglos una cultura grave, dominada por una visión fatalista y desesperanzada del hombre. Al contrario que los italianos o los franceses, los españoles raras veces habríamos sabido contemplar la naturaleza y tomar lo que esta nos daba. Pero estas fotografías lo desmienten. Detrás de ellas hay la mirada de alguien que no juzga, una mirada que sabe pedir y tomar lo que el mundo le da. Y así, el fuego le entrega sus hornos de pan y sus comedores de llamas; el aire, sus islas flotantes y sus templos imaginarios; la tierra, sus minas doradas y sus frescos racimos; el agua, sus mares y sus ríos de niebla.
Savater ha dicho que la infancia es la única patria decente que existe. Y es cierto, los únicos países que merecen la pena son los que se inventan los niños. Una simple acequia se confunde en los ojos de un niño con un caudaloso río africano; una playa, con el desierto infinito; los árboles de un jardín, con la más intrincada de las selvas amazónicas, pues los países de los niños contienen todos los lugares y todos los tiempos. Y así es el país que aparece en estas fotografías. Un país en el que hasta lo más común aparece visto a la luz de una mirada encantada, la mirada que sabe ver esas llamas que coronan a veces los lugares y las cosas.
Cada una de estas imágenes pertenece a una de nuestras comunidades autónomas, pero, bien mirado, ¿no podrían ser intercambiables? ¿El horno de pan de San Xillao de Bocamaos no podría haber estado en Castilla? ¿Las nieblas sobre el Ebro no podrían cubrir la bahía de La Concha, la playa de Oyambre estar en una de las Rías Baixas, las jóvenes ciclistas de Pamplona pasearse por las Ramblas de Barcelona, la estatua de Pizarro estar en una ciudad castellana? Hay, claro, muchas cosas que diferencian a esas regiones, la lengua, costumbres, fiestas, hábitos gastronómicos y maneras de ser, pero ¿no son más las que las unen? Un largo pasado común, lazos familiares, canciones y sueños, la misma búsqueda de la libertad durante el franquismo y un puñado de delicadas historias. La historia de un hidalgo que se volvió loco leyendo libros de caballería, la de un pueblo que se alzó al unísono contra un tirano, la de un príncipe que afirmaba que la vida no era más que un sueño, la de tres magos que cada año llenan de juguetes los cuartos de los niños. Una de esas historias habla de moras cautivas que viven en las fuentes. Los árabes abandonaron estas tierras, y algunas moras se quedaron guardando sus tesoros y esperando su regreso. Desde entonces, encantadas en las cuevas, no salen más que en noches de luna llena mientras entonan tristes canciones. Y cuando lo hacen, sus cuerpos desprenden luz.
Esa misma luz, melancólica y llena de secretos, es el corazón del país que retratan estas fotografías. La luz gaditana sobre el cuerpo de una muchacha, la del río Ebro borrando los contornos de los puentes, la luz de los hornos donde se cuece el pan, la que inspira la pintura de Velázquez y que ahora vive en los ojos de una turista japonesa, la luz de las hogueras en la oscuridad de la noche, la que generan esas actividades elementales que los hombres han realizado desde el origen de los tiempos: la vendimia en La Rioja, la minería en Asturias, la elaboración artesana del pan en Galicia. A José Manuel Navia, el autor de estas fotografías, le gusta recordar un texto de Jean Giono que dice que pequeños gestos como seguir haciendo el pan en casa podrían destruir a todos los Gobiernos del mundo.
No hay tópicos en estas imágenes, tampoco personajes o gestos extraordinarios. El país del que hablan no tiene que ver con las corridas de toros ni con las celebraciones religiosas. No vemos en ellas banderas, bailes folclóricos, abanicos, vestidos de volantes, fiestas de la sidra, competiciones de cortadores de leños o partidas de cazadores persiguiendo, escopeta en ristre, pobres perdices. Andalucía aparece representada por una muchacha que sonríe; Navarra, por dos chicas en bicicleta; Galicia, por un horno de pan; el País Vasco, por una tarde de tormenta junto al mar; Cataluña, por dos niños paseando bajo la lluvia.
Una de las fotografías es un retrato. Está tomada en las tierras altas de Soria y vemos a una anciana en su casa frente al televisor. Podría ser una de esas vecinas con las que nos cruzamos a menudo en los portales o en las tiendas de nuestro barrio. Todo en ella nos resulta familiar: su bata, las sillas torneadas de su comedor, la persiana de madera, la ropa tendida, las cortinas de flores, el hule que cubre la mesa. En la pantalla del televisor hay una mujer joven que la anciana apenas mira. Puede que piense que le hubiera gustado ser como ella, vivir en ese país nuevo en el que las jóvenes pueden hacer lo que quieran. O puede que no idealice ese presente, que tenga una nieta o una vecina de esa edad y que haya visto que su vida tampoco es sencilla. Que no tiene trabajo o que también se equivoca en las decisiones que toma, como le pasó a ella al vivir en un tiempo y en un lugar que nunca le gustaron. Rafael Alberti tiene un poema en el que habla de una paloma que no dejaba de equivocarse. Esa paloma era España, el país que durante la Segunda República soñó con un mundo generoso y libre que unos y otros se encargaron de destruir. Pero ¿acaso esa paloma que todo lo confunde no representa el corazón humano, siempre lleno de anhelos que raras veces se logran realizar? ¿Importan mucho tales fracasos? ¿No es hermoso confundir una falda con una blusa, las estrellas con gotas de rocío? ¿No lo es pensar, como hace la paloma de Alberti, que el corazón de alguien puede ser una casa donde quedarse?
Puede que las dos chicas de Pamplona estén a punto de tomar una decisión que las hará sufrir, o que el picador asturiano cometa un grave error al abandonar la mina y buscar un nuevo trabajo en otra ciudad. ¿Pero acaso podemos vivir sin equivocarnos? Para evitarlo tendríamos que conformarnos con que el mundo sea como es. Por eso nos gusta Don Quijote, porque no lo hace y no se cansa de pedir. Pide a los sucios venteros que se comporten como corteses anfitriones; a las pobres criadas, que sean misteriosas y dulces; a los campos áridos y pelados de La Mancha, que regresen al tiempo de la Edad de Oro; a una bacinilla de barbero, que se transforme en un yelmo de oro. Pide a las cosas que sean no como aparecen ante nuestros ojos, sino como deberían ser.
En un parque de Huesca hay un monumento extraño y encantador. Dos grandes pajaritas situadas sobre unos cubos desnudos de piedra. Están una enfrente de otra, como si mantuvieran un amigable y discreto coloquio, y a pesar de ser de metal conservan la graciosa levedad de sus hermanas de papel. Son obra del pedagogo y artista Ramón Acín, uno de esos seres inteligentes y corteses que parecen haber venido al mundo para librarle de sus pesadumbres. Fue amigo de Buñuel, cuyo documental sobre Las Hurdes llegó a producir. Defensor de la enseñanza pública y laica, sus ideas anarquistas e ilustradas le habían convertido a su pesar en el blanco de los odios fascistas. Su casa fue a comienzo de los años treinta un foco de amable y apasionado debate intelectual. Era un hombre polifacético y lúcido, amigo de la poesía y la música, que vivía en un mundo de constante fantasía que recordaba el mundo de los niños. Perseguido por los falangistas, logró esconderse en su propia casa, en una habitación cuya puerta permanecía disimulada por un enorme mueble. Los falangistas fueron a buscarle infructuosamente varias veces, hasta que, alertados por alguien, irrumpieron en su casa y empezaron a golpear a su mujer. Ramón Acín no pudo permanecer más tiempo escondido y salió a entregarse. Unos días después los habían fusilado a los dos. No es posible saber qué mal podían haber hecho unos seres tan discretos, pero la vida en nuestro país muchas veces es así de inexplicable y cruel.
Las imágenes de este reportaje nos dicen que esa vida también puede ser de otra forma. Chesterton escribió que las dos cárceles que amenazan la libertad de los hombres son la cárcel del puritanismo y la cárcel del pesimismo, y estas fotografías hablan de un país que ha sido capaz de escapar de las dos y que, como el cuarto de los niños, "guarda goces que el puritano no puede prohibir ni el pesimista negar". ¿Que por qué a ese país debemos llamarle España? No hay ninguna obligación, se trata solo de una vieja y dulce costumbre. María Zambrano y Ramón Acín lo llamaron así, y hacerlo con ellos es recordar el mundo en el que creyeron. Un mundo en el que los sueños eran delicados y razonables, y la razón, dúctil como un sueño.
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