Duelo a tres generaciones
Cuando un mayor de sesenta columnea sobre lo que actualmente ocurre con las generaciones menores de treinta y pico, malo. Si encima lo hace desde una posición que intenta ser neutral con las generaciones X e Y (digámoslo así) y no lanza demasiados anatemas iracundos contra esas nuevas tecnoculturas juveniles que están cambiando la faz, la mirada y el ritmo del globo, pues catastrófico. Inmediatamente serás calificado por un lado, por el lado de los tuyos, de patético menorero, y de abuelete también patético, o cosas peores, por el lado de los protagonistas indiscutibles del milenio. No hay salida, y lo mejor, me dicen en este periódico, es no hacerlo porque cabrearás a ambas partes y, lo que es peor, nadie te leerá.
En este país ya no está bien visto hablar de generaciones excepto si es para poner a parir o matar a las anteriores y conjurar apocalípticamente las posteriores. Y eso que fuimos el primer país, gracias a Ortega y Gasset y a Julián Marías, el padre de nuestro querido Javier, que construyó una sólida teoría pionera de las generaciones que llegó a ser nuestra más famosa y principal exportación filosófica. Es más, lo único que recuerdo de mi juventud son cosas o ráfagas de influencia orteguiana. Al principio, en la universidad, o se estaba a favor de las generaciones del 98 y/o del 27 o se estaba a favor de la beat generation. Después, ya saben: la generación del 68 de París o California sin haber vivido aquí ninguna de las dos explosiones juveniles porque estábamos en plena dictadura; la generación de la transición, capitaneada por los miembros más antiguos de la generación española de los baby-boom, que nunca estuvo sincronizada con los alegres boomers del planeta; luego aquella generación de la movida que estalló cuando Madrid hizo pop, con varios lustros de retraso sobre el horario previsto de los fuegos artificiales de la economía del consumo y exorcizada por la antifranquista generación (tardía) de Francfort, también llamada por la Cope "generación de la progresía". Y por penúltimo, la llegada a nuestras tierras de la rupturista generación X, o de la MTV, cuando entonces sólo recibíamos las señales hercianas, grasientas y binarias del Ente.
Todo este disparate generacional que hemos vivido, mera asincronía planetaria, nos ha hecho desconfiar de la revolucionaria teoría de las generaciones, pero resulta que lo que dijeron Ortega y Marías, hoy día va a misa global de una. El mundo (occidental) se divide por generaciones en lucha, y desde mediados del siglo pasado hasta este primer lustro del milenio no hay manera de entender nada sin manejar la dialéctica entre los boomers que ahora rondan los sesenta, la generación X nacida entre 1964 y 1985, y lo que ahora mismo llaman chavalería Y eco-boomers, niños índigo, generación M (del milenio) o como diablos bauticen definitivamente a la explosión demográfica de los nacidos a principios de los noventa.
Es más, los teóricos de la globalización han intentado explicar la evolución del caótico medio siglo último del planeta con esta nueva versión darwinista de nuestra filosofía orteguiana. La generación baby-boom de los nacidos después de la guerra fue la revolución decidida pero fracasada, la célebre utopía. La generación X fue la evolución hacia no se sabe dónde, seguramente hacia un mundo menos político y maniqueo, más empírico. Y los chicos de la generación Y, M, índigo, chip, eco o como se llamen son (sic) la re-evolución.
No sé lo que Ortega y Marías habrían dicho de estos procesos y mutaciones, pero una cosa es clara. En este país, aquí y ahora, existe un gap generacional como la copa de un pino, y las tres generaciones realmente existentes (los boomers, los X y los Y) no sólo no se hablan ni se mezclan, se ignoran olímpicamente, sino que mantienen una beligerancia reprimida que algún día estallará porque el monopolio de los mayores de cincuenta ya dura demasiado y sigue funcionando como cuello de botella.
Es que acabo de leer y divertirme con dos recientes novelas españolas de la generación X (Caja negra y El esqueleto de los guisantes: Lengua de Trapo y Caballo de Troya) en donde se da buena cuenta de una generación literaria que elevó las del 98/27 a categorías estéticas y morales, y de las miserias de aquella otra generación local del 68 que fundó nuestra inexportable progresía. Dos ajustes de cuentas pendientes y se avecinan muchos más. Como diría Houellebecq, ese Zaratustra de las clases medias afincado en Almería, dos extensiones (narrativas) del campo de batalla.
Ahora, luego de las anomalías generacionales en el país que inventó ese mismo duelo, por fin empieza a manifestarse nuestra inédita y pendiente lucha generacional. Y eso que los terceros en discordia, la chavalería de la Y, la única generación española enteramente globalizada y armada hasta los dientes con sus tecnologías digitales de bolsillo, todavía no ha dicho esta boca es mía en este duelo a tres que acaba de empezar. Por lo pronto, el discurso del milenio empieza a pronunciarse según sus tecnogustos, y el mundo, a dividirse desde la jerga Y. En brechas digitales, gaps generacionales, países que son o no son smart, individuos y naciones conectados y conectores o aislados y aislantes. Lo dice el subtítulo del tercer libro que acabo de leer (Thierry Crouzet, Le peuple des connecteurs): "No votan, no estudian y no trabajan, pero están cambiando el mundo".
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