Amistades nada peligrosas
El dramaturgo Jules Renard dijo que entre un hombre y una mujer "la amistad es tan solo una pasarela que conduce al amor". Aunque todo el mundo afirma tener amigos del sexo opuesto, son muchos los que piensan que esas amistades ocultan en realidad un amor sublimado. Pero siempre hubo parejas que se quisieron sin llegar a amarse.
La camaradería entre personas de distinto sexo es un fenómeno moderno. En otras épocas, cuando el universo femenino se circunscribía a las cuatro paredes del hogar y las chicas pasaban de ser hijas a ser esposas, era difícil que una mujer fuese amiga de un hombre. En pleno siglo XVIII, sorprendía la afabilidad que María Josefa Alonso Pimentel, condesa duquesa de Benavente y mecenas de artistas, mostraba con algunos de sus patrocinados: eran sus confidentes, sus compañeros de tertulia, sus invitados. Entre ellos estaba Francisco de Goya. La duquesa había detectado en aquel aragonés ensimismado y tosco un talento muy superior al de otros pintores a los que ayudaba, y surgió entre ambos una corriente de simpatía. En el Madrid de la época, la actitud de la duquesa con sus protegidos era entendida como una excentricidad. Así se interpretó la relación de la reina Victoria de Inglaterra con el escocés John Brown. Brown era guardia especial de la reina, a quien profesaba una devoción no exenta de rudeza y de una familiaridad excesiva: se atrevía incluso a regañar a la soberana cuando, al montar a caballo, esta no mantenía la cabeza suficientemente erguida. Por alguna razón, a la reina le hacían gracia las maneras primitivas de su guarda.
A la reina Victoria le hacían gracia las maneras primitivas de su guarda
"Le quiere requetemuchísimo", escribía María Guerrero a Galdós
Dice la leyenda que en Hollywood no hay amigos. Spencer Tracy y Liz Taylor lo fueron
La muerte en 1861 de su esposo, el príncipe Alberto, sumió a la reina en una depresión que arrastró durante años y entorpeció su labor de Estado. Los médicos le propusieron trasladarse a la residencia campestre de Osborne con la esperanza de que la tranquilidad de la vida rural la ayudase en su recuperación. Nadie vio inconveniente en que llevase consigo a John Brown, en calidad de palafrenero. Nunca se supo qué ocurrió exactamente en el retiro de Escocia. La reina Victoria encontró en las tierras altas la paz que necesitaba y descubrió en aquellos paisajes el universo de Walter Scott y una Inglaterra épica. Junto a ella, como una sombra, para prestarle protección y consuelo, estaba John Brown, igualmente dispuesto a ensillar su caballo que a conversar durante horas. Como es lógico, en la Corte no tardaron en surgir los rumores, y luego la maledicencia, las bromas crueles y las caricaturas de Punch. "La reina se ha enamorado de un criado", decían. Al saberlo, la reina escribió a su hija: "Me doy cuenta de que siempre tengo en mi casa un alma buena y afecta a mí, cuyo único interés es mi servicio, y Dios sabe cuánto anhelo yo que me cuiden". Aquella mujer triste, que había vivido rodeada de aduladores y cortesanos, descubrió en un simple guarda el placer desconocido de la amistad. Hasta el final, la soberana que dio nombre a una época firmó así sus cartas a Brown: "Tu fiel amiga, Victoria Reina".
Si fue la necesidad de compañía lo que alimentó la amistad entre una reina y su criado, la vida intelectual hizo surgir afectos notables entre hombres y mujeres. En torno a 1850, Charles Dickens quiso conocer a la escritora Elizabeth Gaskell, cuya novela Mary Barton le había impresionado. Dickens invitó a la autora a colaborar en su magazine Household Words, y empezó así una intensa relación profesional y personal. Dickens llamaba a Gaskell "mi querida Sherezade", y era invitado frecuente en la casa familiar de la escritora. La amistad de los autores -que escribieron la novela Una casa en alquiler, en colaboración con Wilkie Collins- pasó por etapas complicadas, como cuando Dickens publicó Tiempos difíciles casi al mismo tiempo que Gaskell editaba Norte y Sur. Ambas eran historias centradas en los conflictos de la Revolución Industrial, y Elizabeth temía que la novela de Dickens pudiese oscurecer la suya. A pesar de todo, su relación sobrevivió sin verse empañada por cuestiones sentimentales. Quizá para alejar cualquier sospecha, la correspondencia entre ambos está salpicada de recuerdos para los respectivos esposos: "Salude en mi nombre al señor Gaskell"; "Todo mi afecto para la señora Dickens...".
Con menos disimulo disfrutó sus amistades masculinas la novelista Edith Wharton. Rica, cosmopolita, exquisitamente educada, vivió el fenómeno de la amistad de un modo más propio del siglo XXI que del Nueva York de finales del XIX en que ambientaba sus novelas. Wharton hablaba abiertamente de sus amigos (entre los que contaba a Paul Bourget, Howard Sturgis o Henry James), se hacía acompañar por ellos en fiestas y reuniones y aceptaba su hospitalidad sin buscarse carabina. A ninguno quiso tanto como al abogado Walter Berry. A su muerte, escribió Wharton : "Supongo que en la vida de cada uno de nosotros hay un amigo que no parece una persona aparte, por mucho que le queramos, sino una expansión, una interpretación del propio ser, el significado mismo de la propia alma. Un amigo así lo encontré yo en Walter Berry. (...) No consigo imaginar lo que la vida intelectual habría sido para mí sin él. (...) Es esta camaradería, hecha de ver y soñar, de reflexionar y reír en mutua compañía, lo que a una la lleva a pensar que para aquellos que la han compartido no existirá nunca una verdadera separación".
Si la amistad de Dickens y Gaskell surgió de intereses comunes, las relaciones amistosas que mantuvo Wharton se crearon, posiblemente, por la necesidad de afecto: el de Edith era un matrimonio desdichado. Casada con un hombre a quien no quería, Edith Wharton se negó a enclaustrarse o a encadenar un amante con otro como las esposas frustradas de su distinguido entorno. Su antídoto para la infelicidad fue encontrar amigos donde otras mujeres veían posibles aventuras.
En esa misma época, en España, la actriz María Guerrero mantenía una relación fraternal con el escritor Benito Pérez Galdós, cuyos textos había llevado a escena. Su correspondencia era intensa, y aunque fundamentalmente ventilaban asuntos de trabajo, de vez en cuando aparece en las cartas algún coqueteo velado: "Sabe cuánto la quiere su verdadero amigo", escribe don Benito. "Siempre, y a pesar de todo, le quiere requetemuchísimo", se despide María tras reprocharle su retraso en contestar sus cartas. Quizá la diferencia de edad entre ambos (el escritor llevaba 26 años a la actriz) ponía su relación a salvo de malos entendidos. Tras casarse María con el aristócrata y también actor Fernando Díaz de Mendoza, la correspondencia entre ella y Galdós se hizo menos fluida, y fue su marido quien empezó a tratar con don Benito las cuestiones profesionales. A pesar de todo, María Guerrero mantuvo siempre a su alrededor un nutrido grupo de amistades masculinas, y en el salón de su casa se reunían Jacinto Benavente, Eduardo Marquina, Echegaray o el propio Galdós. La mayoría de las veces, María era la única mujer en aquellas tertulias.
Una mujer entre hombres... Hace cien años ese puesto parecía reservado a cortesanas y damas licenciosas. Hubo mujeres que rompieron ese tópico. Como la singular Dora Carrington, quien en 1915 ingresó en la escuela de Bellas Artes SLADE, donde la presencia femenina era escasa. A pesar de su falta de atractivo físico, la mayoría de los jóvenes alumnos bebieron los vientos por ella. Carrington (pronto empezó a prescindir de su nombre de pila) era un ser casi asexuado que trataba a los hombres como a iguales. Tras conocerla, ellos ya no veían a una chica desgarbada con dientes conejunos y ojos saltones, sino a una chispeante conversadora llena de ideas propias: "Tu talento, tu deliciosa intuición, tu ingenio, me han proporcionado horas maravillosas", le escribió una vez Albert Rutherston. Paul Nash, C. R. Nevinson o Mark Getler estuvieron enamorados de ella en mayor o menor grado. Carrington, que no estaba interesada en los romances, les brindaba su amistad y -como ocurrió con Getler- tibias experiencias sexuales. Aldous Huxley, que nunca la pretendió, tenía abiertas para ella las puertas de su casa de Londres, y en las noches de verano, él y Carrington solían instalarse en la terraza para quedarse conversando hasta el alba. En 1916, Dora conoció a Lytton Stratchey. Al principio no simpatizaron, y Stratchey hizo a Carrington objeto de algunas bromas crueles. Cuando coincidieron en casa de unos amigos, ella decidió vengarse. Mientras Lytton dormía, entró en su habitación armada de unas tijeras con las que pretendía cortar su poblada barba pelirroja. Pero, cuando estaba a punto de hacerlo, el escritor abrió los ojos y se quedó mirándola fijamente. Fue el inicio de una misteriosa amistad que pasó por diferentes grados, incluso por el del amor sublimado: hubo un tiempo en el que Dora hubiese deseado que Lytton la amase, pero las preferencias sexuales de este iban por otro lado. Así, pues, se convirtieron en los mejores amigos del mundo. En el verano de 1916 viajaron juntos por Inglaterra. Al término de aquellas vacaciones, Carrington escribió: "Lo pasé tan bien contigo... no sabes lo feliz que he sido, en todas partes, en cada día repleto de maravillas". La pareja llegó a convivir durante mucho tiempo. Cuando Lytton murió, escribió Carrington: "Fue la única persona, y esa es la razón de que para mí lo fuese todo, a la que nunca tuve necesidad de mentir, porque nunca esperó que fuera diferente de como yo era". La pintora se estaba anticipando a la frase de Kurt Kobain: "El verdadero amigo es el que sabe todo de ti... y, sin embargo, sigue siendo tu amigo".
Lytton Stratchey mantuvo lazos amistosos con los miembros del Grupo Bloomsbury. Surgido en Cambridge a finales del XIX, reunió a un puñado de jóvenes que, acabados sus estudios universitarios, siguieron frecuentándose en Londres, generalmente en una casa en Gordon Square. Entre los integrantes del grupo estaban John Maynard Keynes, Clive Bell, Leonard Woolf, o Thoby Stephen, que presentó a sus compañeros a sus hermanas, Vanessa y Virginia. Las dos muchachas, inteligentes y hermosas, fueron bienvenidas en unas reuniones en las que se hablaba de libros y de pintura, de política y de ciencia, de economía, del futuro del país y del mundo. Mientras otras chicas de su entorno buscaban un marido, ellas querían encontrar una comunión intelectual. Vanessa Stephen escribió: "Recuerdo que un grupo de jóvenes y de gente mayor me preguntaba con curiosidad en el curso de una reunión si realmente estábamos levantadas conversando con hombres jóvenes hasta las tantas de la noche. ¿Qué era lo que hablábamos? ¿Quiénes eran esos chicos? Se reían. Incluso, entonces, se podía percibir un rastro de desaprobación". Muchos años después, su hermana Virginia escribiría en un artículo titulado Viejo Bloomsbury: "Los muchachos (...) sometían a crítica nuestras argumentaciones con la misma severidad que las suyas. No parecían darse cuenta de la manera en que íbamos vestidas o de si nuestro aspecto era agradable o no. (...) Una ya no tenía que soportar aquella terrible inquisición, después de una fiesta, y escuchar palabras como 'Estabas linda', o 'Estabas vulgar'. (...) El ambiente de Hyde Park Gate rebosaba de amores y matrimonios. (...) Contrariamente, en Gordon Square jamás se mencionaba el amor. El amor no existía". Y qué liberador debía de resultar para ellas, en un momento en que la obsesión de las jóvenes era el matrimonio, disfrutar de la pura camaradería y el intercambio de ideas.
A pesar de no abrigar intenciones románticas, Vanessa y Virginia acabaron casándose, respectivamente, con Clive Bell y Leonard Woolf. Leonard y su esposa fundaron Hogarth Press, que editó a muchos grandes autores de la época, entre ellos a Katherine Mansfield. Katherine, que se llevaba mal con Virginia Woolf, era una gran amiga de su esposo. A la autora de Orlando nunca le importó. Y si algunas de las amistades del grupo Bloomsbury acabaron convertidas en sólidos matrimonios, lo mismo ocurrió con un singular equipo formado en la Glasgow School of Arts. Conocidos con el nombre de The Four, las hermanas Frances y Margaret McDonald y los arquitectos James McNair y Charles Mackintosh formaron un extraordinario grupo de trabajo en el campo de las artes decorativas. La obra de las hermanas McDonalds era considerada demasiado osada por los puristas, que condenaron al ostracismo sus proyectos hasta que dos jóvenes arquitectos les ofrecieron trabajar en colaboración. Unidos por el talento y una amistad inquebrantable, Frances y James acabaron casándose, igual que Margaret y Charles, que trabajaron juntos durante el resto de su vida.
La historia de la amistad nos deja también binomios sorprendentes, como el que formaron la libertina Colette y el seductor D'Annunzio, el soldado poeta. Se conocieron durante un viaje a Italia realizado por la escritora y pasaron varias jornadas juntos. Pero, para sorpresa de quienes sabían de sus costumbres licenciosas, no hubo entre ellos ni una caricia. A su regreso a París, la autora de La gata dijo que D'Annunzio había sido un excelente guía "y un compañero delicioso". Entre la legión de amantes de ambos sexos de la escritora hubo hombres que solo fueron amigos. Uno de ellos, el mismísimo Proust, quien escribió a Colette que las últimas líneas de su libreto de la opereta Mitsou le parecían superiores a las que él estaba escribiendo sobre el personaje de Swann, de En busca del tiempo perdido.
No fue menos sorprendente la amistad que se fraguó entre Julio Verne y una joven reportera americana. Cuando el francés era un autor mundialmente reconocido, Nellie Bly quiso emular la hazaña de Phileas Fogg y dar la vuelta al mundo en ochenta días publicando las crónicas de viaje en el diario The New York World. Bly pensó en visitar a Julio Verne a su paso por Francia. Todo el mundo le desaconsejó que lo hiciera: el escritor era un reconocido misógino, y a buen seguro iba a indignarle que una jovenzuela quisiese imitar a uno de sus héroes. Pero Nellie desoyó las advertencias y escribió al autor. Para perplejidad de todos, este contestó amablemente e invitó a la chica a visitarle en su casa de Le Croy. Blye y el padre de la novela de aventuras mantuvieron una larguísima entrevista y siguieron en contacto durante años.
Dicen las malas lenguas que en Hollywood no hay amigos. La meca del cine, pródiga en apasionados romances, deja para las crónicas pocas historias de amistad verdadera, menos aún entre mujeres y hombres. Pero las hay. Una de las más curiosas es la que unió a Spencer Tracy y a Elizabeth Taylor. Se conocieron en el rodaje de El padre de la novia, de Vincent Minelli. Tracy era uno de los actores mejor considerados de la industria. En cuanto a Taylor, venía de triunfar de la mano de Cukor en Mujercitas. Ella y Spencer, que interpretaba el papel de su padre, se cayeron bien enseguida. A ella le divertía el aire adusto del actor. A él le hacía gracia la frescura de aquella jovencita tan guapa.
Elizabeth estaba entonces preparando su boda con el multimillonario Nicky Hilton. Como tantas niñas prodigio, Liz no había disfrutado de una adolescencia convencional, así que no tenía amigas con las que compartir sus inquietudes de futura esposa. Cuando el gran Tracy se mostró dispuesto a escucharla y a darle consejos, lo convirtió en su confidente. Era a él a quien le contaba que había tenido una pelea con Nicky, o que a veces le asaltaban dudas sobre él. Spencer la tranquilizaba diciéndole lo que cualquier novia quiere oír: que su prometido era un gran chico y que iba a ser muy feliz. La buena relación entre Spencer y Liz no hizo sino facilitar el rodaje. Todo el equipo estaba encantado. Solo Katharine Hepburn no parecía contenta con aquella amistad. Hepburn no veía en Liz a una cría asustada ante la inminencia de un matrimonio, sino a una sirena curvilínea que pretendía seducir a un hombre experimentado. Se equivocó: Spencer -que era infiel por naturaleza- jamás albergó otra intención sobre Elizabeth que la puramente amistosa. En cuanto a ella, veía en Tracy a un camarada. Hepburn no se esforzó por ocultar su antipatía hacia Elizabeth. El día de su boda con Nicky, Spencer asistió como un orgulloso padre postizo e intercambió guiños cómplices con la ya señora Hilton. Katharine Hepburn no fue invitada.
Un papel bien distinto fue el que jugó Zenobia Camprubí, esposa de Juan Ramón Jiménez, en una terrible historia de amistad mal entendida que acabó en tragedia. Fue ella quien presentó al escritor a una joven escultora a la que había conocido y que se declaró admiradora del poeta. Marga Gil Roesset se convirtió en una presencia habitual en casa del matrimonio. Tanto Zenobia como Juan Ramón simpatizaron con la chiquilla, que era apasionada y talentosa. Era evidente que Marga buscaba la compañía del escritor. A Zenobia nunca le preocupó: Juan Ramón era un marido fiel, y siempre pensó que la chica estaba fascinada por el intelectual y no por el hombre que le prodigaba consejos. Una tarde, Marga confesó a Juan Ramón que estaba enamorada de él. Aquella declaración fue una sorpresa y un motivo de tribulación para el autor, que frenó en seco sus avances. Días después, Marga llegó a casa del matrimonio y dejó unos papeles para Juan Ramón. Eran su diario personal. Aquella misma tarde, la escultora se pegó un tiro.
Menos dramático fue el fin de la relación entre Hitchcock y Tippi Hedren. Modelo de profesión, Hedren había sido elegida por Hitchcock para protagonizar Los pájaros. El director le ofreció un buen contrato, le regaló un fabuloso guardarropa diseñado por Edith Head y disipó sus recelos a base de amabilidad. Hedren no desconfió de Hitch: era mayor, viejo y gordo, y parecía muy unido a su esposa, Alma. Aceptó su trato paternal. Para oficializar su trabajo en Los pájaros, Hitchcock la invitó a cenar en familia y le regaló un broche de oro en forma de cuervo. Esos detalles conmovían a la insegura Tippi, que no podía creer en su suerte: había aterrizado en Hollywood de la mano de un hombre que la trataba como un padre. Pero no había nada de eso: como ya le había pasado con otras actrices, Hitchcock se había obsesionado con ella. En cuanto supo que Tippi estaba prometida empezó a despreciarla, a criticar su trabajo y a llamarla "esa chica", al tiempo que ideaba para ella toda suerte de perrerías que convirtieron en un infierno el rodaje de la película.
Hitch se había enamorado de todas sus rubias de hielo. La única que supo mantenerlo a raya fue Grace Kelly. A pesar de su fama como devoradora de hombres, Grace hizo sinceras amistades entre sus colegas masculinos. Con Alec Guinnes protagonizó El cisne y compartió durante dos décadas una broma privada: estuvieron intercambiándose un hacha que alguien había regalado a Guinnes y que él dejó en el cuarto de Grace. Ella correspondió introduciendo el arma en la cama de su hotel, meses después. Él le devolvió la broma cuando ella era ya princesa y, 25 años después, Grace se las arregló para dejarla sobre la almohada de sir Alec cuando este recogió un Oscar honorario. Pero los mejores amigos de Grace fueron dos de los más grandes seductores de Hollywood: David Niven y Cary Grant. Siendo ya princesa, los llamaba por teléfono cada dos por tres. Niven asistió a su boda. Cary Grant aceptó una invitación a Mónaco. En contra de lo que ordenaba el protocolo, la propia Grace fue a recibir a Cary al aeropuerto y lo abrazó ante decenas de fotógrafos. Pasaron juntos un par de semanas recorriendo los escenarios de Atrapa a un ladrón. A Rainiero no le gustó tanto compadreo. La invitación no volvió a repetirse. Los primeros años de Grace en Mónaco fueron para ella terriblemente difíciles. Aunque no se supo hasta después de su muerte, en aquella época, uno de sus apoyos fue un novio de juventud, Don Richardson, que acabó convirtiéndose en el más fiel de sus amigos y con quien mantenía una fluida correspondencia en la que la princesa hablaba de sus frustraciones, sus dudas y las sombras de una vida que se suponía feliz.
Algunas historias de amor acaban dejando paso a una amistad duradera. Fue lo que le ocurrió al premio Nobel Gabriel García Márquez con una novia de su etapa europea. Era española y se llamaba Tachia. La había conocido en París a mediados de los años cincuenta. Vivieron una historia de amor tempestuosa y de final triste, pero, con el tiempo, los buenos recuerdos borraron los malos y quedó un sentimiento de ternura. Cuando García Márquez recibió el Premio Nobel, Tachia fue una de las invitadas a Estocolmo. Ella le llevó como regalo un juego de ropa interior térmica, con el que el autor posó para el objetivo de la propia Tachia. La foto dio la vuelta al mundo. Más adelante, los García Márquez compraron un piso en el mismo edificio parisiense en el que ella vivía, y la amiga ejercía de tía para los hijos de la pareja. De todos los afectos del escritor, que confiesa que escribe para que sus amigos le quieran, no hay ninguno tan particular como el que profesa a su agente, Carmen Balcells. A ella dedicó Del amor y otros demonios ("A Carmen Balcells, bañada en lágrimas"). El escritor ha reconocido que esta mujer marcó la senda por la que debía ir su carrera. García Márquez, que siempre necesita escuchar manifestaciones de afecto, le preguntó un día por teléfono: "Carmen... ¿me quieres?". "No puedo contestar a eso", dijo ella. "¡Eres el 36,2% de los ingresos de la agencia!".
Marta Rivera de la Cruz (Lugo, 1970), escritora y periodista, autora de varias novelas y del texto de estas páginas, publica el 5 de octubre 'La vida después' (Planeta). La trama de su nuevo libro gira en torno a la amistad entre una mujer y un hombre.
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