Los creadores de buena suerte
¿Por qué se dice que alguien tiene buena suerte? ¿Qué caracteriza a las personas afortunadas? Mientras la suerte depende del azar y es incontrolable, la buena se genera con esfuerzo y actitudes positivas. No es tanto una cuestión aleatoria, sino de trabajar para conseguir lo que uno quiere.
A menudo, en conversaciones con compañeros, amigos o familiares oímos la referencia a un tercero en términos: "¡Fulano de tal sí que tiene buena suerte!". Esta expresión nos lleva a pensar en que la fortuna parece favorecer al sujeto que es objeto de la conversación. Pero si analizamos en detalle los motivos por los que se le atribuye esa buena fortuna, observamos en la mayoría de casos que detrás de ella existe un conjunto de elementos que nos llevan a pensar que no se trata de una cuestión de puro azar, sino que la buena suerte de la persona es más el resultado de su trabajo y de sus actitudes que de los caprichos de lo aleatorio. Por eso conviene diferenciar dos conceptos: suerte, por un lado, y buena suerte, por otro.
La suerte, entendida como la define el diccionario, tiene que ver con el azar. Se trata de la aparición de circunstancias no controlables ni reproducibles por la voluntad humana y cuyos efectos, favorables o adversos, tienden a ser efímeros. Por otro lado, la buena suerte, dicen quienes consideran tenerla, la crea uno mismo: uno es la causa de su buena suerte. ¿Cuáles son entonces los elementos que definen a las personas que consideran que tienen buena suerte en la vida? A continuación, los más representativos:
Tienen una actitud positiva ante las experiencias, incluso cuando éstas, de entrada, aparecen como un revés, una dificultad o una crisis. Su optimismo se ancla no en la ingenuidad, sino en la lucidez y en el compromiso con su trabajo. Cuando la adversidad se presenta, se cuestionan en qué medida han contribuido a la situación y actúan para resolver la circunstancia que se haya generado.
Se saben responsables de sus actos. Ante el error o la adversidad, no culpan a un tercero, sino que se preguntan en qué medida ellos son, consciente o inconscientemente, causa de lo que les ha ocurrido, y cómo pueden enmendarlo. No viven el error como una mácula en su currículo o algo de lo que avergonzarse, sino que hacen de él una fuente de aprendizaje. Disponen de buenas dosis de asertividad y autoestima. Ello les lleva a mantenerse fieles a su propósito, a perseverar, a trabajar para crear las condiciones que favorezcan la aparición del anhelo que persiguen.
Emplean su imaginación para ver con la mente su anhelo realizado. Funcionan con un "hay que creerlo para verlo", y no con un "hay que verlo para creerlo".
Son perseverantes: no postergan las cuestiones que tienen pendientes de resolver. O lo resuelven de inmediato o lo delegan o lo tiran a la papelera.
Tienden a atribuir un significado constructivo a lo que les sucede. Una misma circunstancia puede ser vivida, según la persona, como un golpe de mala suerte o un regalo de la vida que permite abrir la conciencia a un modo nuevo de percibirse a sí mismo y a los demás, y a actuar de manera diferente. Esta segunda reflexión es habitual de los creadores de buena suerte.
Un cuento. Sobre este punto quisiera extenderme y tomar una metáfora que considero sumamente ilustrativa. Existe un cuento que muestra claramente la actitud esencial de este tipo de personas. Dice así:
Un día, un bellísimo caballo decidió bajar de las montañas y entrar en la aldea en la que vivía un anciano labrador. El caballo se detuvo en el establo del anciano. Los habitantes del pueblo, al ver tan bello ejemplar bebiendo y descansando en el establo del labrador, fueron a avisarle: "¡Ven, vamos a verlo!". El anciano acompañó a todos sus vecinos, que, agitados, le llevaban del brazo hasta su propio establo. Cuando llegaron, la multitud celebraba la fortuna del abuelo: "¡Qué buena suerte has tenido!". A lo que el anciano respondió: "¿Buena suerte?, ¿mala suerte?, ¡quién sabe!".
Al día siguiente, el caballo regresó a las montañas. Los vecinos se dieron cuenta y, cuando avisaron al anciano y lamentaron lo ocurrido, éste les replicó: "¿Mala suerte?, ¿buena suerte?, ¡quién sabe!".
Pasó una semana y el caballo volvió de las montañas con toda su manada y fueron a parar de nuevo al establo del anciano, ya que siempre tenía a punto agua y comida. Al ver el maravilloso espectáculo, los vecinos se agolparon en la puerta de la casa del labrador y le felicitaron, entre entusiasmo, envidia y admiración, por su renovada buena suerte. Éste, con tranquilidad, les respondió: "¿Buena suerte?, ¿mala suerte?, ¡quién sabe!".
Los caballos permanecieron en el establo bajo los atentos cuidados del menor de los hijos del anciano. Un día, el muchacho intentó domar a uno de ellos. Pero tal era la fuerza y brío del caballo, que el joven cayó al suelo y se rompió ambas piernas y los brazos. Todo el mundo se enteró del grave accidente y consideró aquello una gran desgracia. No así el labrador, que se limitó a decir: "¿Mala suerte?, ¿buena suerte?, ¡quién sabe!".
Unas semanas más tarde, el ejército de aquella nación entró en el poblado para reclutar a todos los jóvenes. Estaban llamados a ir a una terrible guerra de la que muy pocos regresarían con vida. Cuando vieron al hijo del labrador con las extremidades rotas, le dejaron tranquilo, ya que sería un problema contar con alguien incapacitado. De nuevo, los vecinos fueron a felicitar al labrador, a su hijo y al resto de la familia por esa buena noticia, pero, otra vez, el anciano asomó su cabeza por la puerta y encogiéndose de hombros dijo: "¿Ha sido buena suerte?, ¿mala suerte?, queridos vecinos, ¡quién sabe!".
Y en muchas ocasiones, esta interpretación de los hechos que nos muestra el relato cobra sentido. Lo que a primera vista parece un contratiempo puede ser un disfraz del bien. O al contrario, lo que parece bueno a primera vista puede ser realmente perjudicial. Por ello, quizá lo razonable es despreocuparse de la suerte (mala, buena o inexistente) y avanzar creando las circunstancias que nos lleven a encarnar la calidad en lo humano, en las relaciones, en lo social y en la vida.
Álex Rovira Celma es profesor de Esade, conferenciante y escritor
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