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Reportaje:

La batalla de Patricia

Leila Guerriero

Una historia conmovedora que puede conquistar un Premio Nobel de la Paz. A Patricia Pérez, 45 años, argentina, candidata al galardón, le diagnosticaron el VIH hace dos décadas: "Usted tiene sida, la gente que tiene sida vive dos años". Hoy dirige una ong que reúne a más de 8.000 mujeres con VIH en 57 países del mundo. No sabemos si conquistará el Nobel dentro de unas semanas. A la vida ya le ha ganado una batalla.

Nací acá, en Buenos Aires. Tengo dos? tres hermanos. Uno falleció. Walter. Tenía unos 30 años. O 32. No sé. Soy un desastre con las fechas.

La mujer usa minifalda de jean, el pelo rojo, medias de lana, botas. Mientras habla, con las uñas largas ?pintadas de azul? produce un ruido magro: seco. Clic clic clic. Los dedos llenos de anillos. Las pulseras.

"Uno piensa la paz como opuesta a la guerra. Pero que se te muera tu hijo porque no le puedes comprar los medicamentos, ¿no te da ganas de romperle la cara al mundo?" (Patricia Pérez)
"Me había enamorado y no iba a salir corriendo del amor de mi vida sólo porque el sida la iba a matar. Si eran dos años, dos años. Si eran dos días, dos días" (Daniel Barberis, marido de Patricia)
"Es que con esto del Nobel está medio podrida de que la llamen de todos lados. Un día de estos va a mandar a alguno al carajo" (Daniel, hijo de Patricia)

¿De qué murió tu hermano?

De VIH. Hace como? tres años, creo. En 2004, 2005. Soy complicada con las fechas.

La oficina, un primer piso en la calle de Sarandí, pleno centro de Buenos Aires, es pequeña. Hay dos sillas de plástico, dos guías telefónicas, un escritorio y, sobre él, un teléfono móvil que suena una y otra vez, y que ella descuelga con hastío, con cierta irritación: "Pse, ¿quién es? Ahora no te puedo atender. Llamame en una hora".

¿En qué estábamos? Ah, sí. No, no sé. Nunca me acuerdo de las fechas.

La mujer se llama Patricia Pérez, mide un metro cincuenta, tiene un marido desde hace 18 años ?Daniel Barberis?, un hijo desde hace 27 ?Mariano Capone?, una casa en Gonnet ?un suburbio a 60 kilómetros de Buenos Aires?, y es, desde enero pasado, candidata al Premio Nobel de la Paz 2007 por su labor en una ONG que reúne a más de 8.000 mujeres en 57 países del mundo.

Me olvido. Nunca me acuerdo. No sé las fechas.

No sabe las fechas. Ni siquiera la que importa: la que la trajo hasta acá. En todo caso, fue algún día de 1987 ?o de 1986 o de 1989? cuando un médico de hospital le dio el diagnóstico: le dijo que viviría dos años más si tenía suerte. Quizá por eso, dos décadas después, la mujer no sabe fechas. No quiere recordarlas.

Patricia Pérez es secretaria regional latinoamericana de ICW (International Community of Women living with HIV/AIDS en inglés; Comunidad Internacional de Mujeres Viviendo con VIH/Sida en español), una ONG que sólo exige dos requisitos para formar parte de ella: ser mujer, tener VIH.

Patricia Pérez cumple con los dos.

Nació hace 45 años en el barrio porteño de Pompeya, hermana de Walter, de Víctor, de Marcelo y, si fue como la cuenta, su infancia duró poco:

Vivía con mi abuela y mis tíos. Después, mi abuela murió, estuve con mi mamá y mis hermanos, y a los 16 me fui a vivir sola.

¿Y tu padre?

No lo conocí.

Las uñas de color azul retuercen con furia un mechón rojo: siempre el mismo.

¿Nunca lo buscaste?

No.

Un aparato ronronea a sus pies y llena la habitación de aire caliente. Afuera, Buenos Aires cruje bajo los fríos de un invierno helado.

No. ¿Para qué voy a mirar lo que pasó? Si hago eso, me voy a perder todo lo que tengo por delante, que no sé cuánto tiempo es.

Que no sabe cuánto tiempo es.

¿Me entendés?

"El virus de inmunodeficiencia humana se incluye en el género lentivirus, en la subfamilia orthoretrovirinae de la familia retroviridae. El virión es esférico, dotado de una envoltura y con una cápside proteica. Su genoma es una cadena de ARN monocatenario que debe copiarse provisionalmente a ADN para poder multiplicarse e integrarse en el genoma de la célula que infecta". Frases como éstas arroja una búsqueda superficial en Internet. Las frases siempre van acompañadas de una imagen del virus: un corte. Parece el cáliz de una flor tropical. Y adentro, algo en zigzag. Doblado sobre sí. Acechante.

La infancia duró poco y la adolescencia fue confusa. Trabajó desde los 16, primero en una imprenta, después en un quiosco, y tenía 18 cuando conoció a José Alberto Capone, quedó embarazada y se fue a vivir con él la vida más común que vivir se podía: la de ama de casa. Capone era taxista y, mientras él trabajaba, ella criaba al pequeño Mariano y hacía un profesorado de gimnasia. Pero en algún momento ?en 1981, 1982, 1983? las cosas empezaron a torcerse. Walter, su hermano, y José Alberto Capone, su marido, enredados en líos de drogas, fueron detenidos. Y ella, poco después, también: acusada de cómplice.

Me llevaron a la cárcel de mujeres. Habré estado diez, quince días.

Salió, se divorció; con el tiempo, otro hombre devino su pareja, y un día de 1986, el primer resultado positivo empezó a cerrar el cerco: su hermano Walter, todavía preso, supo que tenía VIH.

Un tiempo después, mi nueva pareja descubrió que también. Yo me hice el análisis seis meses más tarde, pero se suponía que las mujeres no teníamos nada que ver con el sida, que era una cosa de hombres gay.

Y allá fue, una mañana de 1987 ?o de 1986, o de 1988?, pensando que no. Que era imposible.

Y dio positivo. Me lo dijo un médico. Muy duro, muy cruel. Ni siquiera te hablaban de VIH. Te decían: "Usted tiene sida, la gente que tiene sida vive dos años, no hay vacuna, se sabe poco, no hay tratamiento". Y te daban una lista de todo lo que no podías hacer: tomar alcohol, quedar embarazada. Lo peor era que incluso si hacías todo lo que el médico te decía, te ibas a morir en dos años.

Eran días feroces. Los hospitales estaban tapizados de hombres jóvenes ciegos por el citomegalovirus, deformados por el sarcoma de Kaposi, ahogados en cien tipos de hongos. Las bacterias volvían de la prehistoria a ensañarse con cuerpos generalmente jóvenes, generalmente homosexuales, o usuarios de drogas inyectables. Patricia miró a su alrededor y, aunque ella no era homosexual, varón, usuaria de drogas inyectables, pensó que, en breve, sería una más.

Corté con mi pareja, y estuve mucho tiempo sin poder pensar en la semana siguiente. Pasé de no tener ninguna conciencia de la muerte a tener un grado de conciencia absoluto. Entonces empecé a planear qué iba a hacer con mi hijo. Si me iba a morir, si antes o después lo iba a dejar solo, era mejor dejarlo enseguida.

Lo peor, dice Mariano Capone, fueron los primeros tiempos: cuando su madre lo dejó en casa de su abuela materna y él tenía, apenas, seis, siete, ocho, nueve años.

Ella pensaba que se iba a morir y creyó que lo mejor era despegarse de mí.

Mariano siempre va de negro, con pantalones enormes, pelo en punta, y trabaja en Aluvión Zoo, la discográfica y productora de cine que da sustento a la familia y donde se producen discos y películas de clase B. El departamento donde vive es pequeño ?un cuarto, un living, un baño, una cocina?, tibio, ordenado.

En casa de mi abuela no teníamos un peso. Comíamos polenta, tomábamos agua del grifo. Yo vendía mis juguetes para comprar comida. Un día vendí un juguete para comprar uno de los primeros yogures bebibles que se conocieron. Venía envasado, con sabor a vainilla. Después me fui a vivir con la mamá de mi viejo, y un año más tarde me fue a buscar mi vieja y ya no nos despegamos más. Yo la quiero muchísimo, es la mejor madre que pude tener.

Hace catorce años que no sé nada de él. Para mí, mi viejo es Daniel.

Daniel Barberis es entrecano, tranquilo, peronista. Fue funcionario del Gobierno durante la presidencia de Carlos Menem, y tiene usos de político entrenado: los dichos ?el ritmo?, la mirada.

Patricia es un dinosaurio de la lucha contra el sida. Cuando ella supo su diagnóstico no había ni siquiera AZT.

Fue actor, músico, militante de las Fuerza Armadas Peronistas (una guerrilla previa a Montoneros) y, en 1977, secuestrado por los militares de la dictadura, llevado a un campo de concentración clandestino, torturado y trasladado a una cárcel donde pasó siete años.

Ahí, con otros presos, formamos SASID (Servicio de Acción Solidaria Integral del Detenido). Cuando salí, en 1983, abrimos una sede para capacitar a los familiares de detenidos sobre los derechos de sus parientes. Y un día de 1986 llegó una jovencita que tenía a su hermano preso: Pato. La vi entrar y me partió un rayo. Llevaba un pantalón vaquero chupín, zapatillas de básquet blancas marca Topper, una blusita con flores y una chaqueta de jean. Pero yo era un hombre casado en esa época, así que recién en 1989 empezamos a salir.

¿Ella ya sabía su diagnóstico?

Sí. Se había enterado por esos días. Estaba muy angustiada, no podía ni mencionar la palabra sida. Y yo no era ni soy VHI positivo Así que ahí empezamos a planificar.

¿A planificar?

Cómo íbamos a vivir juntos. Cómo yo me iba encargar de Mariano cuando ella se muriera. Yo sabía que estaba con una persona que se iba a morir en dos años y me iba a tener que hacer cargo de su hijo. Pero me había enamorado y no iba a salir corriendo del amor de mi vida sólo porque el sida la iba a matar. Si eran dos años, iba a disfrutar de esta mujer dos años. Si eran dos días, dos días. Pero si yo quito de todo esto la circunstancia de que ella era el amor de mi vida, la situación era para salir corriendo. Fue un tiempo difícil. Un amigo nos prestó una casa de fin de semana en las afueras, en Del Viso, para que fuéramos, solos, a pensar qué íbamos a hacer.

Llegaron un viernes. Los días fueron ligeros, con la tristeza de la calma cuando se sabe que no dura. Por las noches había una luna enorme, pinos altos, la piscina. No hicieron mucho: hablar apenas. Y entonces ?era domingo? Patricia habló.

Y me dijo: "Bueno, Daniel: a lo mejor me muero. ¿Qué vas a hacer con Mariano? Te pido que lo?". Y yo le tapé la boca con la mano y le dije: "No me pidas lo que no me tenés que pedir. Decidme cómo hacemos el tiempo que nos queda".

Los ojos firmes. La mirada seca.

En aquella época acuñamos una frase: "Hoy es siempre".

Hoy es siempre todavía.

Después de aquella noche allá en Del Viso, Patricia fue a buscar a su hijo a casa de la abuela, consiguió trabajo y organizó, en el mismo hospital donde le habían dado su diagnóstico un servicio de voluntarios.

Dábamos contención, asesoramiento. En esos tiempos tenías que aguantar que los médicos te dijeran: "Éste es el único tomógrafo que hay, y no lo vamos a ocupar en una persona que tiene toxoplasmosis y cuatro infecciones oportunistas más".

La vida pasó, como pasan todas las vidas: 5 meses, 12, 16. Y un día, dos años después, Patricia descubrió que no había muerto: que todo lo contrario.

Entonces, en 1991, fui a la CHA, la Comunidad Homosexual Argentina, a buscar información sobre algo, y el presidente, que me conocía, me vio y me dijo: "Hay una reunión de gente viviendo con VIH en Londres, tendrías que ir".

Dicen, los que la vieron en el aeropuerto, que subía una escalera hacia el preembarque y bajaba, segundos después, llorando por otra. Cada vez, Daniel Barberis la recibía, la consolaba un poco, y la empujaba de regreso al grito de "¡Se va el avión, carajo!".

Fue horrible. Yo nunca había salido del país. Pero fue bueno porque allá había mujeres de todo el mundo, y nos dimos cuenta de que ni siquiera ahí se hablaba de temas que tuvieran que ver con mujeres.

Y eso ?esa carencia? fue el principio de todo. En 1992, cuando se organizó la Conferencia Internacional sobre el Sida en Amsterdam, un grupo de feministas lesbianas contactó desde Holanda con las que habían estado en Inglaterra.

Nos propusieron llegar cinco días antes de la conferencia. Y fuimos. Treinta mujeres con VIH que no teníamos la menor idea de lo que significaba organizarse.

Pero se organizaron. Hay fotos que recuerdan el momento: treinta mujeres levantando las letras que forman el nombre de la primera institución del mundo ?la única? que reúne a mujeres con VIH. "International community of women living with HIV/AIDS", podía leerse sobre las sonrisas negras, blancas, rojas, amarillas de treinta mujeres de las que hoy sólo viven cinco. Patricia Pérez, claro, es una de ellas.

No me impresiona pensar que quedamos cinco. Me impresiona recordar que formo parte de la historia de esta epidemia y que en algún momento pensé que me iba a morir en dos años y ya pasaron veinte. Ahora soy consciente de la finitud, más allá del VIH, y no pienso que me voy a morir en cinco años, pero tampoco en cómo será mi vida dentro de diez.

Desde entonces, Patricia Pérez aportó información en el proceso previo a la Asamblea Extraordinaria de Naciones Unidas sobre Sida (UNGASS), colaboró en la formación de grupos de mujeres que viven con VIH en veinte países de América Latina y el Caribe y en diez de África y Asia, viajó por cuarenta naciones reclamando el derecho a la disponibilidad universal y gratuita de los medicamentos y, en enero pasado, fue postulada por delegadas de 17 países como candidata al Premio Nobel de la Paz por su trabajo en ICW y porque dice, se pregunta: qué paz puede haber en un mundo en el que la gente se muere sólo porque no tiene dinero para comprar medicamentos.

Uno piensa la paz como opuesta a la guerra. Pero que se te muera tu hijo porque no le puedes comprar los medicamentos, ¿no te da ganas de romperle la cara al mundo?

Clic clic clic. Las uñas azules, largas. El mechón rojo: siempre el mismo.

Antes que me olvide: necesito que cambiemos la hora de nuestro próximo encuentro. Necesito que nos encontremos media hora antes. Y necesito que cambiemos el día de la entrevista en mi casa. Necesito que?

Necesito, dice, con el tono de quien, en realidad, no necesita nada.

Es viernes, de noche, un bar del centro. La doctora Laura Astarloa, infectóloga, ex directora del programa nacional de Lucha contra el Sida del Ministerio de Salud de la Nación, es una de los tres médicos con los que Patricia consulta periódicamente.

Hace veinte años que está infectada y no ha tenido una sola enfermedad. Ha logrado trabajar, viajar, luchar por los derechos de la gente, y siempre está bien. Lo raro es que yo nunca me la imaginé enferma. En una época incluso tuve mis dudas acerca de si estaba infectada o no. Está siempre tan bien, que llegué a pensar que no era posible.

Cinco años después de recibir el diagnóstico, Patricia Pérez empezó a tomar Zidovudine, conocido como AZT, único medicamento conocido por entonces para controlar el virus. En 1996, en la XI Conferencia Internacional sobre Sida de Vancouver, fue presentada la terapia antirretroviral, una serie de medicamentos que se suministran en distintas combinaciones o esquemas y que deben tomarse con puntualidad, día a día, siguiendo la prescripción indicada: un ayuno de dos horas previas y dos horas posteriores o el respeto férreo de una cadena de frío, entre otras cosas. Al cabo de un tiempo ?tres, cinco años?, el virus se hace resistente ?aprende a defenderse? y el esquema debe ser suplantado por otro. Cada uno de esos cambios implica un periodo de adaptación que suele estar plagado de efectos colaterales entre los que se cuentan náuseas, diarrea, sensaciones alteradas del paladar, mareo, fatiga, insomnio, neuropatía periférica (dolor intenso en las extremidades), fiebre, úlceras bucales, vómitos, pérdida de cabello, niveles elevados de las enzimas hepáticas? Patricia Pérez tomó sus medicamentos con regularidad prusiana durante los últimos quince años cambiando de esquema cada cinco y soportando ?cada vez? uno, todos o alguno de esos síntomas. Hasta que, un mes atrás, la situación se tornó devastadora y decidió ?tuvo que? dejar su tratamiento.

En la pared de la oficina de ICW hay un calendario: los meses y los días de Patricia. Con marcador negro sobre abril, sobre mayo, sobre noviembre, dice México, El Salvador, Guatemala: no hay meses con menos de tres países. No hay meses vacíos. Es lunes por la tarde y el teléfono, como siempre, suena.

Hola. Sí. ¿Quién es? Ahora no puedo. No. En una entrevista. No sé. Un rato.

El aparato de aire caliente suspira contra sus tobillos. Ella va así ?minifalda, los tobillos? a todas partes: Naciones Unidas, la farmacia. Por la calle, los hombres la miran con codicia.

¿En qué estábamos? Ah, sí. Los tratamientos. Yo hice todo lo posible para aguantar este nuevo tratamiento. Aguanté cuatro meses y diez días y dije: "Suficiente". Tuve náuseas permanentes durante cuatro meses, no podía dormir, me dolía el riñón, el hígado, me cambió el carácter, bajé cuatro kilos. Yo soy consciente de lo que significa dejar de tomarlo, pero llamé al médico y le dije: "Acabo de suspender el tratamiento, busquemos otro, porque éste no lo tomo más". Es mi cuerpo, soy yo la que toma las decisiones. Si me muero, me muero yo. Las pastillas las tomo yo, la que se siente para la mierda soy yo. Por eso, cuando yo me paro frente a un ministro a reclamar algo, no sé si soy insolente, pero a ese funcionario lo destinan a otro puesto y sigue con su vida, y yo, aunque quiera, no puedo sacarme el VIH como me saco la chaqueta.

Antes, en una vida que ya no recuerda, fue una niña que quería estudiar piano. Alguien que quería estudiar francés.

Según la Organización Mundial de la Salud, todos los años mueren 300.000 niños y niñas menores de cinco años por el VIH, y 1.500 se infectan al día porque sus madres no acceden al diagnóstico o al tratamiento. En el mundo hay 40 millones de infectados, y el 40% de ellos son mujeres.

En octubre del año 2006, ICW realizó un Congreso Internacional de Mujeres Viviendo con VIH en Panamá al que asistieron, por primera vez, niñas y adolescentes seropositivas. Algunos de sus testimonios fueron recogidos en un libro publicado por ICW y Unicef, titulado Ynisiquieralloré. Dice allí Fernanda, de Bolivia: "Una vez no me querían dar medicamentos y yo tenía que tomar sí o sí; si no, me decaía y me podía morir, decía mi padre. Y tomé medicamentos caducados para seguir tomando la misma medicina. El medicamento caducado parece como si fuera un yogur y te duele todo tu cuerpo, como las manzanas cuando están podridas, es así el sabor. Me causaba fiebre, dolor de estómago. Yo tomaba el jarabe y sentía en mi boca fuego".

Sentía en su boca fuego. Fernanda tiene 10 años.

La casa, en Gonnet, está rodeada de casas iguales: techos a dos aguas, parques prolijos, parrilla, algunos perros. Es viernes. En el living ?una mesa grande, sillones, dos boinas con el rostro del Che Guevara?, Patricia ensaya un zapping breve.

?A mí me pareció muy bueno que vengas a casa ?dice Daniel.

?Y a mí no tanto ?dice Patricia?. Sos la segunda persona de medios que viene, y pasará mucho tiempo hasta que venga otra.

?Es que con esto del Nobel está medio podrida de que la llamen de todos lados ?explica Daniel, su hijo?. Un día de estos va a mandar a alguno al carajo.

?No. Pero me preguntan siempre lo mismo. Qué expectativas tengo. Y yo les digo que la decisión final no depende de nosotras, y que tengo que seguir poniendo energías en las cosas que sí dependen de mí. Si para difundir el trabajo tengo que dejar de trabajar, la candidatura no me sirve.

De pronto, Patricia detiene el zapping. En la pantalla aparece el rostro de un escritor argentino recientemente fallecido.

?Pobre ?dice Barberis?, me dio una tristeza cuando me enteré?

?Basta, Daniel ?dice Patricia?. No te podés hacer problema por algo que no se puede cambiar.

Las uñas azules.

La gente se muere.

El mechón rojo.

?Estas cosas me revientan. Bueno, no sé. Yo soy así.

El mechón rojo: siempre el mismo.

¿Antes eras así?

¿Antes cuándo?

Veinte años atrás.

[Es la primera vez, será la única: sonríe una sonrisa amarga]. No. Veinte años atrás yo no era de ninguna de todas estas formas.

DAVID SISSO y GUIDO CHOUELA

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Sobre la firma

Leila Guerriero
Periodista argentina, su trabajo se publica en diversos medios de América Latina y Europa. Es autora de los libros: 'Los suicidas del fin del mundo', 'Frutos extraños', 'Una historia sencilla', 'Opus Gelber', 'Teoría de la gravedad' y 'La otra guerra', entre otros. Colabora en la Cadena SER. En EL PAÍS escribe columnas, crónicas y perfiles.

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