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Bravo: 400 años de ópera

Cuatro siglos de pura emoción. En el 400º aniversario del estreno de la ópera ‘L?Orfeo’, de Monteverdi, ‘El País Semanal’ emprende un largo viaje a través de las grandes figuras de este arte. Los nombres que han brindado una arrebatadora personalidad al espectáculo de las grandes pasiones.

Jesús Ruiz Mantilla

¿Arte? No. No sólo. ¿Física? ¿Química? ¿Biología?? Una extraña mezcla de todas estas disciplinas convierte a la ópera, a través de esos fenomenales médiums que son los cantantes, en la fuerza que la hace indestructible desde hace más de 400 años: una especie de reina de la emoción. Y el fenómeno se da por la interacción de varios compuestos. El más importante, el aire. Una especie de fusión nuclear mueve sus mecanismos. Lo mismo que quienes investigan ese nuevo camino energético que transformará el agua del mar en una fuente de electricidad limpia a través de complejos aparatos y redes de distribución, los cantantes aspiran cada equis segundos una determinada cantidad de aire flotante en el sacrosanto ambiente de los teatros llenos, para transformarla, ya según la medida de sus capacidades, en puro arte vivo y en movimiento.

La ópera, cierto, posee otros atractivos. Es el arte total, el más completo, el que en esta era tecnológica ?donde los teatros se convierten en recipientes capaces de reproducir las sensaciones proporcionadas a raudales por el cine? puede atraer al público con más fuerza. Pero por mucho que se la vista de virguerías, coreografías, vestimentas, oropeles, pomposidades?, si los cantantes no funcionan, no hay espectáculo. Del precio total de la entrada, el amante de la ópera paga más de la mitad, y de tres cuartos, por admirar a esos artistas que salen al escenario sin red, con el principal activo de su voz y el único propósito de trasformar ese elemento gaseoso que aspiran en puro líquido lagrimal o en sacudida del sólido de los cuerpos que tiene enfrente, el de los espectadores.

Son ellos quienes se exponen, quienes dan la medida del riesgo, quienes hacen que la ópera en vivo sobreviva por los siglos de los siglos, amén. Han sido miles a través de centurias. Han fundado y representado estilos, estirpes; han hecho resurgir cuerdas; han resucitado maneras de entender el canto. Hoy, en pleno mundo competitivo y especializado, dos figuras sobresalen con fuerza: Cecilia Bartoli y Juan Diego Flórez. De ella, de esta romana tremebunda, verdadero vendaval de la música de nuestro tiempo, se puede decir tranquilamente que es la mejor mezzosoprano del mundo; igual que este peruano joven y audaz se puede considerar el mejor tenor belcantista que pisa la tierra.

Se juntaron para ser fotografiados para EPS en Zúrich, la preciosa ciudad suiza donde vive Bartoli, y a la que Flórez se trasladó en un hueco de sus ensayos en el Covent Garden londinense, donde ha triunfado a principios de año con La fille du régiment, de Donizetti. Felices por el encuentro y por haber sido elegidos en El País Semanal como las dos caras que mejor representan el mundo de la ópera a los 400 años del estreno de L’Orfeo, de Monteverdi, los dos hablaron ampliamente del pasado, presente y futuro de un arte que parece hoy más vivo que nunca.

Así lo creen los dos. Que la ópera está como un toro: altiva en el ruedo, aunque rodeada también de peligros. De hecho, ambos creen en esa ligera línea que separa en este mundo el éxito del fracaso; en esa soledad del cantante muchas veces ante un público tremendamente exigente y apasionado, perfectamente comparable a la fiesta de los toros. En ambos ritos, la gente paga por capturar vivencias esenciales y sublimes al tiempo. “A la ópera vamos a llorar, a reír. Necesitamos despegar del suelo, y lo hacemos gracias a esa mezcla de música y poesía que nos proporciona emoción”, asegura Bartoli. Para ella, conseguir esa pócima de palabra y notas es lo que mueve la sutil máquina de las interpretaciones. “Para eso sirve la técnica. Para ponerla al servicio de dos elementos que juntos hacen saltar los sentimientos. Para eso debes cantar con el latido del corazón”.

Esa intención es la causa del nacimiento de la ópera. No se nos olvide: “Recitar cantando es lo que buscaba Monteverdi”, afirma Bartoli. Quienes primero desarrollaron al máximo nivel la receta que robaba, como en un exorcismo, el suspiro de las más recónditas sensaciones fueron los castrati. Bartoli los conoce muy bien. Desde hace años, a través de discos de ventas millonarias como su Vivaldi album o su más reciente y magistral Opera proibita. Ellos fueron las estrellas en pañales de un arte que luego iba a evolucionar hacia soluciones más humanas, sin necesidad de salvajadas quirúrgicas previas. Su siglo fue el XVIII; su momento, el barroco. Y a ellos se debe, en gran parte, la expansión de la ópera por toda Europa. Resultaban un excelente reclamo para aficionar a todas las cortes poderosas con sus recitales y sus apariciones en los teatros, que les convirtieron en los primeros divos de un arte floreciente que necesitaba ídolos.

Del inmenso Farinelli a los caprichosos e insoportables Cafarelli y Senesino, el castrato favorito de Händel, hay toda una estirpe de hombres con voces de mujer que desataban pasiones y marcaban los gustos en Venecia, Nápoles, Viena, Londres y Madrid, y no tanto en París, donde estos personajes no despertaban apenas interés. “Su canto es refinado y apoteósico al tiempo”, cuenta Bartoli, la única mezzosoprano capaz de emular hoy algo parecido al duelo con una trompeta en escena que catapultó a la fama a Farinelli en Bolonia al comienzo de su enorme carrera.

Después de aquella auténtica estirpe de héroes, con el intervalo del clasicismo que les quita protagonismo con Gluck, Mozart y Haydn, entre otros, la nueva era del canto ?ya en el XIX? tiene un nombre: Gioacchino Rossini. Un tanto inconsciente y con algunas dotes de sádico para su escuela, el compositor de Pesaro revolucionó la ópera hasta catapultarla a la posteridad por los siglos de los siglos. Y creó el belcantismo, esa manera de entender este arte por medio de la supremacía del canto. El juego de la voz debía ser bello; la orquesta, un mero acompañante de los auténticos protagonistas: los cantantes. Tanto Bartoli como Flórez han representado como nadie a Rossini en el siglo XX y el XXI. Cantarlo bien a él sigue siendo sinónimo de poder coronarse como rey de un arte que el autor de Guillermo Tell convirtió en endiablado; en un divertido y delirante reto que debía proporcionar sobre todo una cosa al espectador: puro placer. Con Rossini, la ópera se convierte en algo muy parecido a la gula y a la lujuria, no importa en qué orden.

Ambos artistas, además, han encontrado con este compositor otra clave de la maestría que hoy les reconoce todo el mundo a los dos: el riesgo. En títulos como La cenerentola o La italiana en Argel, Bartoli ha hecho historia, mientras que Flórez se ha descubierto y consagrado como un tenor rossiniano y se ha atrevido a recuperar piezas de un repertorio que desde hacía décadas nadie se atrevía a cantar en un escenario. Es el caso de ‘Cessa di piu resistere’, el aria de El barbero de Sevilla que le ha hecho asombrar a medio mundo.

Los dos reconocen a Rossini como su mejor maestro de canto: “Con él no queda más remedio que cantar bien; con expresividad, gracia y sentimiento. Debes tener plena conciencia de tu propio instrumento”, asegura Bartoli. Juan Diego también ha abordado otras partes del repertorio belcantista, a Donizetti, a Bellini. “Esa mezcla de arte y virtuosismo es lo que siempre me ha atraído del belcantismo. Lo que me hizo querer ser cantante de ópera”. Ése es su campo, su casa, lo que le da más seguridad, el lugar del que difícilmente se sale, aunque nos anuncia que en poco tiempo le veremos abordar otros papeles como el Duque de Mantua, del Rigoletto verdiano. Será en el Teatro Real en 2008, cuando traspase una barrera para la que se está preparando a fondo.

Podrá saltarla con creces porque es una evolución natural en su carrera. Como en su día el poder fascinante de Giuseppe Verdi inauguró una nueva era en la ópera, dejando atrás la sintonía entre romanticismo y belcantismo para adentrarse en otra época.

Con Verdi surge otra manera de entender el canto y el espectáculo en el que éste se incluye. Algunas cuerdas, como la de los barítonos, recuperan la fuerza y el protagonismo que les dio Mozart, y que el belcantismo había traspasado a un segundo plano. Verdi les proporciona nuevos campos de expresión, incluso fiesta, como él mismo propone que sea su Macbeth. Las cantantes también adquieren otros matices más dramáticos ?con La traviata al frente, que, pese a su fracaso inicial, se convierte en un papel fetiche después para cualquier soprano?, y ya no vale cualquier libreto para contar una historia. Aparecen al tiempo la psicología compleja de personajes trastornados y la intención profunda en los argumentos. Nace la ópera política y nacionalista.

Más o menos al tiempo surge Richard Wagner, y su concepto de obra de arte total, como el mayor arma propagandística de una cultura, la alemana, incubada junto a la nación. Justo como los estadounidenses hicieron décadas después con el cine, donde encontraron un arma de expansión cultural para todo el mundo. Verdi y Wagner utilizaron su arte en el mismo sentido. Los dos tuvieron sus cantantes en casa, sus amantes, que ejercían de musas para las que escribían. Y los dos supusieron la culminación del compositor como figura estelar en todo el siglo XIX.

Pero si el siglo XIX fue el de los compositores, el XX ha sido el de los cantantes y el XXI será el de los directores de escena? Y el primer nombre del estrellato del canto es Enrico Caruso. No crean que Los Tres Tenores han sido precursores de mucho; el napolitano ya cantó en la plaza de toros de Ciudad de México ante 25.000 personas o fue leyenda en Cuba, donde al cantar Aida el techo del escenario se derrumbó y él escapó por las calles vestido de Radamés, y, tratando de explicar quién era, le tomaron por loco. Fue el primero en forrarse grabando discos de 78 revoluciones por minuto y el preferido de Arturo Toscanini, un director nada complaciente que clasificaba las inteligencias menos agraciadas en tres grados: “Tonto, muy tonto y tenor”.

Caruso murió donde había nacido en 1873; en Nápoles, en 1921. Justo en la década que comenzaban a venir al mundo los mitos que llevaron el divismo ?bien entendido, siempre? a sus mayores cimas. Si algo tenía asegurado en vida Maria Callas, después de haber sufrido todas las calamidades y de fracasar en la aspiración de cualquier ser humano, ser feliz, era su carácter de leyenda. Nació en Nueva York en 1923, aunque se hizo cantante en Atenas cambiándose el nombre original: Maria Cecilia Sophia Ana Kalogeropoulous. Aunque hoy sea una discriminación creciente rechazar a muchas cantantes para ciertos papeles por los kilos, ella sufrió esa humillación en los cuarenta, cuando no pudo hacer Madama Butterfly por sus 100 kilos de peso. Entonces decide parecerse a Audrey Hepburn y adelgaza 37 kilos en un año para cantar La vestale en Milán, dirigida por Visconti.

Su carrera duró poco más de 20 años, suficientes para revolucionar la interpretación en el canto. Si bien su voz, para muchos, no era tan bella como la de su rival, Renata Tebaldi, Callas moderniza la actuación hasta el punto de que hoy la ópera carecería de credibilidad ante el público si los cantantes no hubiesen seguido su ejemplo. Como Marlon Brando y el método del Actor’s Studio transforman la manera de actuar en el cine y el teatro, Callas ?con unos mecanismos muy parecidos a los que éstos predicaban? revoluciona la ópera: mediante una identificación con sus personajes, convirtiendo en más que reales sus salidas a escena. Murió sola, en París, a los 53 años, después de sufrir la pérdida de un hijo, el abandono de Onassis, algún intento de suicidio? Una vida que valdría el libreto de una buena ópera. Aquélla, la era que comienza tras el final de la II Guerra Mundial, es crucial. A Callas, Tebaldi, Giuseppe di Steffano, Mario del Monaco?, les siguen en su generación Plácido Domingo, Luciano Pavarotti, Alfredo Kraus, el último gran mito del canto en su país, España, y que Juan Diego Flórez siempre ha tomado como referencia para su carrera. Según dice, “por la elegancia de su fraseo, aristocracia de su canto”. También admira a Plácido Domingo, “por su energía inagotable”, y a Pavarotti, de quien pronto será vecino en Pesaro, donde acaba de comprar una casa cerca de la residencia veraniega del italiano.

Cecilia Bartoli también tiene sus espejos. Aparte de Maria Callas y Renata Tebaldi, la mezzosoprano siente predilección por otra figura española de carrera corta: “Conchita Supervía. Su canto era modernísimo para su época”, confiesa sobre una voz que triunfó en la década de los años veinte y treinta. Aquéllos eran años dorados. Estos que ahora viven Bartoli y Flórez pueden también llegar a serlo. Se enfrentan a muy diversos retos. El primero, según la cantante romana, el cuidado del instrumento: “Llevamos un Stradivarius en la garganta, depende de nosotros que dure 20 años o cinco. Tenemos que cuidarnos, no dejarnos deslumbrar por el dinero fácil. Eso, si no haces locuras, ya llegará”. No ser autocomplaciente es otro de los consejos que da Flórez: “Me gusta estar en contacto con gente que te hace revisar tus propios planteamientos. Paso épocas en las que no me encuentro muy a gusto con lo que hago”. Los de hoy juegan con bastantes desventajas sobre las figuras del pasado. Una es el exceso de exposición ante el público. “Ahora, quien se interesa por lo que hacemos lo puede conseguir al instante en Internet. O de ocho funciones, cuatro se retransmiten por radio y alguna por televisión. Eso te impone la presión de tener que cantar siempre al máximo nivel”, afirma el peruano.

Y que nadie se parezca a nadie. La clave para alcanzar la categoría de divo. “El problema son los discos”, cuenta Bartoli. Las grabaciones han popularizado un arte cuyo medio para ser saboreado en su justo término es el teatro. Los discos también han provocado una estandarización en los estilos. “El riesgo de imitar lo que hacen los grandes existe, pero debemos huir de ello o todos acabaríamos cantando igual”. Ésa es la muerte de un intérprete. La esencia del divismo está en la diferencia. En un rasgo imposible de legar: la personalidad. “Si falta ese fuego, no hay nada que hacer”, afirma Bartoli. Ella lo tiene, como Juan Diego. Son dos ejemplos de divismo moderno, esa palabra tan desprestigiada por el capricho de unos pocos y la banalización de muchos que la han apartado de su verdadero sentido: “El que hace que uno sea especial en la escena. Cuando eso se transmite, surge el divismo”, dice Juan Diego. “El divismo inteligente tiene larga vida, el infantil muere pronto”, asegura Bartoli. Lo suyo va para 20 años de carrera y está en plenitud. ¿Alguien puede dudar de que sabe perfectamente de lo que está hablando?

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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