"Dígale a la gente que no se canse de ayudar"
El personal sanitario de Puerto Príncipe teme que la situación en Haití empeore con la llegada de la temporada de lluvias
En la avenida de La Saline de Puerto Príncipe, una de las más vulnerables a las inundaciones, ondean dos grandes banderas venezolanas. Una pertenece a la embajada; la otra, a un pequeño destacamento militar enviado por Hugo Chávez tras el terremoto. Entre ambas se encuentran estacionados decenas de Hummvees y otros vehículos del Ejército de Estados Unidos y son numerosos los soldados norteamericanos que se mueven por las instalaciones. El contraste resulta llamativo.
En la carretera Panamericana que asciende hacia el barrio de Petionville, también muy castigado, es frecuente toparse en cualquier atasco con un convoy de veteranos de Irak y Afganistán de la 82ª Brigada Aerotransportada detrás de un todoterreno de médicos cubanos y la enseña nacional bien visible pegada en el capó. Parece una partida de póker. Nadie se inmuta.
En el centro de la capital, donde la destrucción es tan grande que muchos la denominan Zona Cero, en referencia a las Torres Gemelas de Nueva York tras los atentados del 11-S, se levanta un ambulatorio cuyo nombre oficial es Centro hospitalario de la Renaissance aunque los haitianos lo llaman "el hospital de la catedral", cuyas ruinas están al lado. Lo dirige la doctora Adriana Romeda, una de las 60 personas llegadas desde Cuba solo para esa clínica (en el resto del país son muchos más) entre médicos, enfermeras y especialistas. "Estábamos en Haití y en este lugar antes del seísmo. Era un centro oftalmológico que cambió sus funciones tras la tragedia. Al principio tratábamos a muchos heridos y traumatismos de todo tipo; ahora, nos llegan pacientes con infecciones en la piel y en las vías respiratorias. Es preocupante porque con las lluvias, que ya empiezan a caer, la situación va a empeorar mucho en los campamentos".
En frente de los cubanos, y en el mismo recinto, está Cáritas de México. Son responsables de un campamento con 60 familias; también prestan ayuda médica ambulatoria. "Tenemos muy buena relación con los cubanos y mucha cooperación", dice la madre Adriana Martínez, de las misioneras de Cristo Resucitado. La monja habla despacio, sonríe mucho y toca a la gente con las manos. Es una mujer con un lenguaje corporal que desprende paz y cercanía. Lleva trabajando sin parar desde el día después del terremoto. "El problema no son sólo las heridas o los traumas psicológicos, el problema es la que la gente pasa hambre. Les tenemos que dar nutrientes porque sus organismos no aguantan los antibióticos. Haití necesita mucha ayuda. Dígale a la gente que no se canse, por favor, que no se canse de ayudar".
Se escucha un griterío y del hospital cubano salen en tropel guardas de seguridad, enfermos y médicos sin importar sus males ni su condición. "Mi hijito, ¿no sentiste el temblor? Aun lo tengo dentro del cuerpo", dice una enfermera. La silueta de la catedral sin techo, hundida hacia dentro, es la advertencia de que cuando la tierra tiembla la muerte está de ronda. No hay una regla, pero a veces los perros ladran antes, como si presintieran el temblor; otras les sorprende como a todos y se quedan ladrando a la nada toda la noche mientras que los gritos y el miedo de los hombres se va apagando según les vence el sueño.
De vuelta a La Saline y a sus juegos de banderas, unas venezolanas que ondean, otras estadounidenses pegadas con velcro en los uniformes de sus soldados. En frente, el mercado: un trasiego de gente en medio de aguas estancas y mal olientes, cerdos que rastrean basura que llevarse a la boca y mujeres que ofrecen a la venta sus productos de alguna huerta. Es el zoco de la miseria. Para combatirla en su esencia no basta las banderas, las consignas ni la gente buena que trata de ayudar. Es necesario algo más.
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