Un viento helado
Ahora miras la foto de Félix Francisco y entiendes aún más por qué aquella tarde de enero de hace 34 años surcó el suelo de Canarias aquel viento helado que trajo la noticia aterradora de su muerte. Fue un terremoto; nadie podía imaginar que detrás de aquella risa podía venir el gas de la tragedia. Y se fue. Félix se fue, con su semilla tremenda y abierta de palabras que nunca se daban por vencidas. Hasta la muerte.
Félix era el más alegre de los chicos de aquella calle, Méndez Núñez, al lado de donde los arquitectos canarios habían tratado de juntar el surrealismo republicano de Joan Miró y de Eduardo Westerdahl con el arte abstracto de Manolo Millares o de Martín Chirino.
Siempre estaba jugando, con las palabras, con los posavasos, con las manos; Félix no paraba. La edad no le hacía justicia: era un chiquillo, pero sus metáforas habían madurado en un horno fértil, culturalmente alimentado por él a partir del surrealismo que aprendió en la casa y que entonces seguía en el aire de las islas; con ese bagaje surcaba las tardes y los mediodías como si estuviera acuciado por un mensaje que trasladaba sin cesar a la mochila de sus apuntes. ¿Una promesa? Mucho más sólido que eso: era el aire posado de una literatura insólita que llevaba hasta en los ojos.
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