El vasco tranquilo
Iñaki Uriarte se siente donostiarra, pero nació en Nueva York, vive en Bilbao y veranea en Benidorm. Pasó tres años del siglo pasado en una destartalada torre de Barcelona y en esos días solía encontrármelo en las tertulias del bar Astoria o en extrañas escenas -noches duras las de entonces- de bulla callejera. Buen fajador, correoso y metafísico. Especialista en frustrar a los engreídos, a todos los absurdos intelectuales altivos de la cultura española. Irónico, independiente, vecino en aquellos días de mi amiga Lola y también del guardameta N'Kono. Parecía escapado de Última novela mala de Macedonio Fernández: "Delgado, abundante cabello negrísimo, muy moreno, no perdonándonos ocultación de nada". Pero es que no le escondíamos nada. Era un perfecto ágrafo y así de feliz creíamos que seguiría siempre. Cuando marchó a Bilbao, dejé casi de verlo. Le llamaba de vez en cuando y, si citaba a Montaigne, confirmaba que seguía en plena forma: "Toda la gloria que pretendo de mi vida es haberla vivido tranquilo".
Los nada domesticados 'Diarios' de Iñaki Uriarte se leen por momentos con absoluto asombro
Me dio una seria sorpresa cuando, hará unos siete años, me envió fragmentos del diario personal en el que venía trabajando desde hacía una década. Me impresionó la altura literaria y descubrir el verdadero mundo del extraño vecino de N'Kono. Ahora se ha decidido a publicar Diarios (1999-2003) y lo ha hecho en Logroño, en Pepitas de Calabaza (los de Pepitas se anuncian así: "Una editorial con menos proyección que un cinexín"). En plena mudanza de casa, he reencontrado algunos de aquellos pasajes ya leídos: "Mudarse es más que viajar. Son días en que uno no está en su casa y tampoco tiene una a la que regresar".
Una voz inteligente, ligeramente sombreada por diaristas como Renard, Pla, Ribeyro, García Martín. No se corta nada a la hora de comentar lo que lee y escucha, o ha escuchado, o aquello que recuerda, o cree recordar. Fibroso y valiente. Habla con voz libre, quizás porque nada de lo escrito tenía previsto publicarlo. Prosa cargada de destellos que por momentos parecen el centro de su poética de orgulloso vago, nada maleante: "He estado en la cárcel, he hecho una huelga de hambre, he sufrido un divorcio, he asistido a un moribundo. Una vez fabriqué una bomba. Negocié con drogas. Me dejó una mujer, dejé a otra. Un día se incendió mi casa, me han robado, he padecido una inundación y una sequía, me he estrellado en un coche. Fui amigo de alguien que murió asesinado y que fue enterrado por los asesinos en su propio jardín. También conocí a un hombre que mató a otro hombre, y a uno que se ahorcó. Solo es cuestión de edad. Todo esto me ha sucedido en una vida en general muy tranquila, pacífica, sin grandes sobresaltos".
Por este fragmento y por su antigua afición al jaleo callejero, puede sospecharse que en el fondo el diarista ha conocido la agitación normal de una vida que alcanza ya los 64 años. Pero no. Está siempre en su casa con su mujer y su gato. Es un hombre tranquilo, propenso a la ironía y a la desconfianza: "Distinguen muy bien la novela seria de la popular, como esos que distinguen muy bien el erotismo de la pornografía".
Sus estados favoritos son la ociosidad y la libertad: "Otro acto mínimo que casi no es ni acto, de los que a mí me gustan: tomar el sol". Cuando era ágrafo, sus soleadas frases en el bar Astoria me descolocaban. En el libro, las mismas frases suenan distinto, simplemente van alumbrando su carácter y componiendo un sobrio autorretrato. "No seas perezoso. Algo hay de bueno en el consejo. (...) Pero en esa recomendación hay sobre todo un imperativo: domestícate".
Sus nada domesticados Diarios se leen por momentos con absoluto asombro, quizás porque son insubordinados y no respetan a nuestros distinguidos popes y mafias literarias. Páginas vascas, además, de recurrente temple sarcástico: "Ni abertzale, que me suena a burro, ni constitucionalista, que me suena a catedrático. De nuevo: tertium datur".
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