El triunfo de la princesa del pueblo
Shakira se impone a Rihanna en la batalla de las divas de Rock in Rio
Morbo total en la Ciudad del Rock. Duelo de lobas (¡auuuuu!) al caer la noche en el Escenario Mundo, apoteosis para una jornada en la que este Rock in Rio se convirtió definitivamente en paradigma de la jarana y los baños de multitudes. En un extremo del ring se divisaba la figura vertiginosa de Robyn Rihanna Fenty, mujer de modos entre provocativos y marciales que contemplaba al inmenso gentío con la fiereza de un felino que prepara la hora de la merienda. Y en el otro, los tirabuzones rubios del gran tesoro nacional colombiano, una Shakira que luce cada día más guapa y menos despampanante, convertida en una de esas princesas del pueblo, cercanas y embaucadoras, con las que hasta el más furibundo republicano podría abrazar por unos momentos los rancios principios hereditarios de la monarquía. Combate encarnizado, en teoría, que luego no lo fue tanto; la primera combatiente no plantó batalla y la segunda acabó reinando -que es lo suyo- como una diva huracanada.
Rihanna quiso dejar claro desde el primer momento que allí la jefa era ella y el resto de la humanidad habría de plegarse a sus designios. Y ya no solo porque volviera tarumbas a los responsables de producción con sus caprichitos de camerino, sino porque mandó a la porra la hasta entonces sacrosanta puntualidad y, cuando tuvo a bien irrumpir en el escenario, no quiso saber nada de ese público que había aguantado la demora y la calorina para poder suspirar con sus ojazos.
Apareció con unas gafas de sol que le cubrían media cara y un corpiño negro que no le cubría prácticamente nada, como asumiendo el papel de una Madonna mulata y exótica dispuesta a mostrarle al mundo el pasmoso fenómeno paranormal de las piernas inacabables. La cosa pintaba bien, y más cuando exacerbó su perfil devorahombres con la demoledora Shut up and drive. Pero a la primera balada, que llegó enseguida, se apoderó de la explanada la sensación de que la fierecilla de Barbados nos estaba cortando el rollo. Y ya no acabó de prender la chispa; más que nada porque la teórica pirómana pareció en todo momento haberse tomado el día libre.
Otras circunstancias colaterales contribuyeron a la desafección. La puesta en escena, a ratos paramilitar, no parecía la mejor idea para un festival que parece concebido como un parque temático del buenrollismo. Y a la señora Fenty no le haría mucha gracia comprobar cómo el tinte zanahoria de su pelo se desvanecía en forma de grandes chorretones que le surcaban el rostro. Al esteticista jefe de su comitiva sí que le debió caer un importante chorreo al final del espectáculo. Y, uf, no nos apetecería ni un poco estar en su acongojada piel.
Total, que a la media hora de recital, mientras sonaba un zambombazo como Disturbia, las colas para conseguir globitos azules se acrecentaban frente al tenderete de TVE. Y quienes seguían atentos a las evoluciones del escenario torcían el morro al constatar, de manera cada vez más ostensible, que la voz de Rihanna sonaba incluso cuando la cantante no tenía el micrófono cerca de los labios. Ah, la fastidiosa tentación de los sonidos pregrabados.
Así las cosas, el advenimiento de Shakira, pasadas la una y media de la noche, se convirtió en la gran esperanza del gentío para rentabilizar los 69 euros de la entrada. Y la barranquillana, como sucediera dos años atrás, no defraudó ni un poquito. Ha cumplido ya 33 años, pero conserva una capacidad rotacional en sus caderas que mueve al asombro: el espectador no sabe bien si dejarse seducir, echarse a perder o preocuparse por la integridad de la artista. Porque, santo cielo, en uno de esos giros inverosímiles y contrarios a las leyes de la física puede que se nos descalabre.
Haya tranquilidad: Shakira lo tiene todo controlado. Incluso los pormenores; no debía fiarse lo suficiente de la tarima y lució botas durante casi todo el concierto, frente a su célebre costumbre de actuar con los pies descalzos. Pero apenas cinco minutos fueron suficientes para comprender que el duelo en la cumbre de las divas iba a decantarse de su lado. La prueba del algodón: en ese momento ya no había que esperar turno para agenciarse un mini de cerveza. Los empleados la despachaban de inmediato, pero con una sonrisa pletórica y un incontenible contoneo por todo el cuerpo.
Shakira demostró que algunas de sus piezas, en particular Hips don't lie abocan al baile incluso a aquel amigo apocado que jamás se marcó el menor meneíto en los guateques. Antes de eso había tocado la armónica a lo Dylan (bueno, no exactamente), dedicado un tema al convaleciente músico argentino Gustavo Cerati (qué maja) o compartido una canción con el cantante de Calle 13, que volvió a arrojar sus zapatillas Nike, por separado, al respetable (qué fetichismos más raros). Pero, insistimos, a eso de las tres de la madrugada, mientras Hips don't lie atronaba en Arganda del Rey, no había margen para la indiferencia: los tortolitos se desataban, las familias se olvidaban del carrito del bebé y el chico apocado le confesaba a su amigo el guapo que, en realidad, se moría por sus huesos.
Fue una victoria por KO, un triunfo avasallador, el equivalente a un 2-6 en el Bernabéu. Y hasta quienes pensaban retirarse prudentemente a sus aposentos se quedaron un ratillo bailoteando con David Guetta, por aquello de prolongar la noche mágica.
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