El toro bravo, piedra de escándalo
El escándalo de la decadencia persigue desde hace tiempo al toro bravo. Sevilla, en abril, y, en mayo, San Isidro, han sido testigos, un año más, del triste espectáculo protagonizado por un animal que un día fue poderoso y fiero, y que ha quedado reducido a una especie desconocida que sólo conserva el color, pero que se muestra como un ser inválido, tullido, agotado, y, a veces, dulce como el almíbar, al que han exprimido hasta la última gota de fortaleza, casta y sangre brava.
Éste es el protagonista del toreo moderno, el que han conseguido imponer las figuras, y que, hoy por hoy, se erige como el principal enemigo de la fiesta.
De momento, la mayoría de los aficionados ha desertado de las plazas, que son ocupadas -sólo en las ferias importantes- por un público de aluvión, indocumentado y festivo. A pesar de ello, y de manera incomprensible, ninguno de los sectores implicados parece dispuesto a buscar soluciones. ¿Dónde está la clave? Primero, en la evolución de la fiesta; y, después, en la selección.
Los toros del siglo XIX y principios del XX eran animales grandes, destartalados, ásperos, rudos y brutos, y los toreros los lidiaban; es decir, luchaban contra ellos, batallaban y esquivaban sus derrotes hasta la estocada final.
Pero apareció Juan Belmonte, y, con él, la lidia se convirtió en un arte, lo que exigió un cambio radical en el comportamiento del toro.
Así se llega a la selección, que la protagonizan los ganaderos, auténticos científicos autodidactas de la bravura, que sin ser veterinarios, ni genetistas ni médicos, y sin un modelo a seguir, han conseguido que el toro de hoy sea un extraño para su propia especie. Se busca un toro que humille en los capotes, que se emplee en varas, persiga en banderillas y tenga recorrido y nobleza en una larga faena de muleta. ¡Ah! Y que tenga presencia, y que sea guapo, armónico, noble, dulce, bueno... En una palabra, un inexistente mirlo blanco, un híbrido, mitad artista, mitad fiero, para una nueva concepción de la lidia.
Ésa es la teoría, pero la evolución ha degenerado en un animal sin fuerzas, descastado, y, a veces, noble y dulce hasta el aburrimiento que, antes que respeto, provoca lástima.
Añádase la casi completa desaparición del aficionado sabio y exigente, y la vergonzosa imposición de las figuras para que el resultado último sea una rara especie en constante proceso de mutación genética que no tiene parentesco alguno con el toro de antes, y que se configura como un animal nuevo -tonto e inváli-do- para un espectáculo reconvertido en acto social en el que el desconocimiento del público permite el fraude y la manipulación.
Antes se lidiaba; ahora, se torea. Antes, mandaban los aficionados; hoy, los taurinos. Y éstos imponen sus criterios, en primer lugar, a los ganaderos, que no mandan en sus casas.
El toro de hoy es el que han diseñado las figuras, conscientes de que ese animal moribundo disminuye el riesgo y permite fáciles triunfos ante públicos festivos, generalmente más preocupados por el alcohol y los puros que por la pureza de la fiesta.
Pero hay más: ¿por qué los ganaderos no defienden sus toros? Porque los más de 1.100 existentes en nuestro país están agrupados en cuatro asociaciones diferentes con escasas relaciones entre ellas, y no son pocos los que protegen con más ardor su posición social que el respeto a su encaste. Y porque muchos ni son aficionados ni pretenden obtener beneficio económico alguno, sino la renta del disfrute; es decir, no les importa perder dinero o someterse a criterios ajenos con tal de figurar en carteles de postín y alimentar así su vanidad.
Tampoco el toro parece importar a la Administración pública. Con muy raras excepciones, el político padece un serio complejo respecto al resto de los países de Europa y a los grupos contrarios a la fiesta. No apoya la fiesta, si bien la permite por razones económicas y porque forma parte de la raíz de muchas ferias populares. Joselito El Gallo era un lidiador que emocionaba a las masas con un animal con menos volumen que el actual, pero fiero y codicioso. El toreo de hoy es -con contadísimas excepciones que no justifican su existencia- aburrido e insufrible a causa de un toro al que han modificado tanto su comportamiento que se muestra incompatible con la necesaria emoción.
Ese toro moderno es piedra de escándalo, y, si no se remedia, pondrá el punto final a la fiesta.
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