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El adiós de un gran intelectual de la izquierda
Columna
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De todo ello hace ya un siglo

Compartí con Carlos Castilla muchas peripecias humanas y políticas y siempre he sido un acompañante fiel de su literatura, de sus actitudes profesionales, de su pensamiento civil. De él me sedujo siempre su fervor ideológico, su sentido de la dialéctica, su crítica de la cultura y de la sociedad. Lo conocí en Córdoba, en los años sesenta, en una de aquellas asambleas clandestinas organizadas por el Partido Comunista, la única organización política realmente eficaz entonces dentro de la oposición antifranquista.

Pero, más allá de nuestra relación literaria o de nuestras coincidencias políticas, me atraía mucho el personaje divertido, el generoso conversador, el amante de los nobles placeres de la vida. Era un hombre docto, un espíritu independiente y un profesional magnífico. Tenía fama de psiquiatra severo, pero era un interlocutor apasionante y un compañero sin tacha.

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Teoría de sentimientos

En su obra, aparte de las memorias, Pretérito imperfecto y Casa del Olivo, me interesaron de modo especial sus tratados sobre la incomunicación y su teoría de los sentimientos. Son textos que he tenido muy presentes y he releído con frecuencia. Casi siempre estaba de acuerdo con su capacidad de penetración en la vida cotidiana, en la conciencia individual, en las complejas estructuras del pensamiento humano. Pero, más que su inflexible actividad en la medicina o sus gestiones de hombre culto muy seguro de sus ideas, quisiera evocar ahora su propensión a limar asperezas, el contenido vitalista de su risa. Recuerdo, por ejemplo, una actuación suya realmente memorable. Fue en Baeza, creo que en 1966, durante aquel homenaje a Machado que prohibió la autoridad gubernativa. Íbamos juntos en la cabecera de un grupo. Ya cerca del monumento al poeta, nos interceptó un piquete de grises y Carlos se encaró con el teniente que los comandaba. Con toda naturalidad, trató de convencerlo de que nuestros propósitos eran sensatos y pacíficos. En vista de que aquel policía no le hacía caso, Carlos terminó pidiéndole la documentación. Quería saber quién era el responsable de tan cerril actitud hacia un grupo de gente devota de Machado. Fue un momento muy tenso y lo extraño es que el teniente, que no salía de su asombro, estuvo a punto de enseñarle el carnet, aunque al final se contuvo y mandó cargar contra nosotros.

De todo eso hace ya un siglo, pero prefiero recordar a ese Castilla del Pino tan íntegro y dialogante, tan deseoso de vivir y tan partidario de la libertad de la cultura.

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