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Columna
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¿Y a ti por qué te llaman Tito?

Juan Cruz

—¿Y a ti por qué te llaman Tito?

Augusto Monterroso, a quien todos llamaban Tito, llegó a aquella cena sin Bárbara Jacobs, su mujer. Ella, la viajera inseparable, se había quedado en el hotel, le dolía mucho la cabeza; así que Augusto tuvo que venir solo a cenar con Bremer, el embajador de México; con Carmen Alborch, que ya no era ministra de Cultura; con el periodista Fernando R. Lafuente, y con nosotros.

Sin Bárbara Tito era otro. Era un hombre melancólico, siempre lo fue. Pero esa melancolía se convertía en miedo, al presente, al futuro, a los otros, a sí mismo, cuando no estaba Bárbara. Con ella, Monterroso esperaba milagros; sin ella esperaba desastres, los temía, los vislumbraba y los contaba. Ella era su felicidad; él solo era la amenaza de una tragedia que se ocultaba a sí mismo, detrás de unos ojos chispeantes que sobresalían de su cara oronda y como feliz..., si estaba ella. Llegó inseguro, como si se le estuviera echando el mundo encima, y todos nos conjuramos para que él disfrutara del momento como si Bárbara Jacobs estuviera también allí.

Su melancolía se convertía en miedo cuando no estaba Bárbara
Aquel día tenía el humor de los días aciagos y contamos chascarrillos
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Él habló de ella, del padre de ella, un brigadista de las Internacionales que aún vivía en México, creyendo acaso que algún día se acabaría la guerra, pero a favor. Le recordamos a Tito muchos de sus hallazgos, el del dinosaurio, el de la oveja, ese que le define tan bien ("Los bajitos tenemos un sexto sentido para identificarnos entre nosotros"), y anécdotas que ahora ya son crónica de su manera de reírse, de sí mismo y de la vida.

Una de ellas ocurrió a mediados de los noventa en un restaurante que estaba a dos pasos de su casa, en la ciudad de México. Mustio ese día, oscurecido como ese restaurante casi manchego que se llamaba Sancho, Tito tenía el humor de los días aciagos, y los que estábamos con él le recordamos chascarrillos para que él riera, en ese momento él necesitaba sonreír otra vez. Y entonces uno de nosotros le contó unos versos chuscos, lo que dijo un hombre que, al caerse de la tronja en plena erección y en pleno acto del amor, fue a dar ante el herrero que interrumpió su labor, asombrado ante la fragua y ante el tamaño del miembro. El hombre que irrumpió así sólo pudo decir: "Vengo del Cielo celeste / que Dios del Cielo me envía / a ver si en esta herrería / hay un clavo como éste". Levantó el dedo de señalar Monterroso, y gritó: "¡Yo sé cómo sigue!". Y siguió el recitado con los versos del herrero asombrado: "Desde que tengo herrería y fábrica de cerveza / nunca un clavo visto había / con semejante cabeza".

Era un hombre sobrio, risueño a ratos. Ese día en la embajada no había cómo levantarle el ánimo, ya no había más chistes de herrería; hasta que a este comensal se le ocurrió preguntarle una tontería. Y él respondió como respondía Monterroso:

—Tito, ¿y por qué a ti te llaman Tito?

—Es que a mis padres les daba apuro llamarme Monterroso.

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