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Reportaje:

El rostro de la esclavitud

En Camboya, el nombre del nacimiento no permanece para siempre. Se modifica tantas veces como uno quiera cambiar de vida; cuando la que llevas no te satisface o cuando la enfermedad o la mala suerte se ceban sobre ti. Sok Ly, de 12 años, dejará de ser Sok Ly muy pronto. Debe dejar de serlo. Porque es imposible asumir tanta adversidad con tan corta edad. A esta niña la encontraron hace un mes encerrada en una jaula en un burdel de su propia familia, inmundo, tal y como suele ser el común de los burdeles en este país del sureste asiático que vive por vez primera en tres décadas ocho años consecutivos de paz. Tal y como es, por ejemplo, uno cualquiera de los muchos abiertos en una calle del distrito de O Chrony, en Poipet, noroeste del país, frontera con Tailandia: un porche con sillas para cuando, como hoy, el monzón y el calor aprietan; una sala donde la chicas descansan y se exhiben, donde el cliente contempla el género, acuerda el precio y elige -menor o mayor, virgen o no-, para perderse luego con ella por un pasillo decorado con pósters de cantantes y actrices asiáticas famosas maquilladas de colores chillones, con sonrisa exagerada y pose feliz. Un espejo para retocarse, una tinaja con agua, un hueco para la letrina que evacua directamente a la calle y un par de habitáculos con un camastro dentro donde culminar el encuentro. Es todo. Un servicio, unos minutos, dos dólares.

A la ciudad de Poipet la llaman el "salvaje oeste". Por muchas razones. Fue hogar de los jemeres rojos, del dictador Pol Pot, quien colocó al país en el año cero de la civilización y lo convirtió en el campo de exterminio de Kampuchea entre 1975 y 1979. Acabó con la vida de dos millones de personas y aún nadie ha sido juzgado por ello. Eso sí, muchos le recuerdan aquí a diario. Porque este territorio de vegetación exuberante, cercano al lago Tonlé Sap y a los templos de Angkor; este horizonte de tierras fértiles y arrozales de un verde muy vivo es sinónimo de muerte: un sembrado de minas antipersona. Medio millón de toneladas se han desenterrado ya en el país.

Poipet es considerada hoy El Dorado por miles de agricultores que huyen del campo y llegan en masa atraídos por el fulgor de la media docena de casinos de lujo construidos en la tierra de nadie entre los dos países. Sólo ricos y ludópatas tailandeses pueden acceder a su interior (en su país, el juego está prohibido), y ahí se les ve gastándose el dinero en plan Las Vegas siglo XXI mientras, en el exterior, centenares de hombres, mujeres y niños famélicos arrastran carros enormes con sus cuerpos menudos, transportando todo tipo de mercancía a través de la frontera en una escena del más puro medievo. Y algunos de ellos, aquí mismo, ahora, están siendo obligados a salir del país a la fuerza. Serán esclavizados y/o prostituidos.

Según la ONU, cuatro millones de mujeres y dos de menores son traficados o explotados en negocios sexuales de todo el mundo. La trata de personas es un negocio boyante: mueve 40.000 millones de dólares. El tercero tras el de armas y droga. Y va en aumento en Camboya a pesar del tímido crecimiento económico último y la estabilidad política (siempre frágil). Según Unicef, "entre un 30 y un 35% de todos los trabajadores sexuales en la subregión del Mekong tienen de 12 a 17 años". Sólo en la capital, Phnom Penh, se calcula que hay 8.000 menores en la industria del sexo y 28.000 siervos domésticos.

Los datos de organismos internacionales, como el Departamento de Estado norteamericano, en su informe Trafficking in Person 2006, definen la situación: "Camboya es origen, destino y tránsito de trata de personas... Un número muy significativo de mujeres, niñas y niños son llevados a Tailandia y Malasia para uso sexual comercial. Hombres jóvenes, para trabajos forzados en la construcción, en el campo, en la pesca; mujeres, para fábricas y trabajo doméstico; niños, hacia Vietnam o Tailandia para mendigar. Camboya es destino de mujeres vietnamitas que acaban en los burdeles... Y el tráfico no sólo se produce en las zonas de frontera, sino que se mueve de áreas rurales a la capital u otras ciudades secundarias". Básica es la información de las ONG e instituciones religiosas que trabajan sobre el terreno -aglutinadas alrededor de la prefectura del obispo de Battambang, el jesuita asturiano Enrique Figaredo, motor de los derechos humanos en la zona-. Entre 600 y 900 personas, calcula la Fundación Salesianos en Camboya, son traficadas por esta orilla del mundo cada mes. Varias ONG se ocupan de los niños de los carros, por ejemplo, tan vulnerables. "Pero son paños calientes para lo que se necesita. El drama es bestial. Este lugar se podría declarar zona catastrófica, pero las mafias no lo permiten", dice el padre Albeiro Rodas en el centro Don Bosco, que escolariza a algunos de estos menores esclavos ya liberados.

Ahí, en el burdel común camboyano de Poipet están (estarán en este instante, si es que aún sobreviven) esperando clientes seis mujeres que, ante la historia triste de Sok Ly y de otras como ella, se encogerían de hombros. "Sabemos bien lo que es", dirían Yorchi Hong, Oeun Ka, Srey Mao, Heng Chinda, Phank Sothea, Srey Neth, de entre 15 y 25 años. También lo sabe la dueña del negocio, Hok Horn, de unos cincuenta, que sonríe campechana mientras explica el quién es quién de las fotos de familia en las paredes, mientras atiende a los clientes y distribuye el trabajo. Ahí se ve también el altarcito budista rojo kitsch que se coloca en cualquier morada, por si resulta necesario orar en un país donde el 90% de su población de 14 millones es budista y jemer; la mitad, menor de 18 años; donde el 35% sobrevive con menos de un dólar al día; el 66% no tiene acceso a agua potable, y la esperanza de vida no llega a los 57 años. Un país de los 50 menos desarrollados del mundo que en los sesenta fue la Suiza de Indochina, según recuerdan muchos, y que los intereses de norteamericanos, comunistas y vietnamitas, primero, y de los propios políticos camboyanos, después, se empeñaron en destrozar.

Sok Ly malvivió dos años en uno de esos tugurios, sometida al proceso de seasoning (de condimentación), como llaman los traficantes al periodo de adaptación de una niña, adolescente o adulta a su nueva situación, hasta que, tras las violaciones y torturas, acaba bien cocinada, convencida de que su única opción para sobrevivir es la que tiene a la vista: prostituirse, trabajar para ellos de por vida, estarles agradecida. Nataschas Kampusch hay muchas en Asia. Anónimas y olvidadas. "Llega un momento en que tocas fondo y te sometes por completo", cuenta Somaly Mam, la presidenta de Afesip (Acción por las Mujeres en Situación Precaria, en sus siglas en francés), una ong creada para paliar el sufrimiento de muchas de estas menores. La fotógrafa Isabel Muñoz, verdadera apasionada de Camboya, adonde regresa una y otra vez, ha retratado a muchas de las niñas acogidas en los centros Afesip y a otras en los burdeles en un intento, dice, "de ponerle rostro a un crimen que se comete a la vista de todos". Ambas muestran ahora su trabajo de años sobre el tema. Muñoz, en una exposición en Madrid (Centro de la Villa), y Somaly, en su autobiografía, El silencio de la inocencia, que publica la editorial Destino el 10 de octubre en España.

Somaly Mam (1970) fue esclava sexual en su infancia. Madre, guapa, enérgica, dura y occidentalizada hoy, se rebeló y resistió entonces. Consiguió salir con vida de aquel infierno, "pero no indemne", asegura. "Una experiencia así es muy difícil de superar; yo ya no confío en la gente, no lo puedo evitar". Las secuelas psíquicas permanecen hasta en su pituitaria: "Los recuerdos que más me trastornan aún son los de las violaciones y el del olor del esperma, el hedor de los prostíbulos", dice. También las físicas: "Y en lo más íntimo no puedo sentir el contacto con un hombre igual que una mujer libre, normal, como si nada hubiera pasado; es imposible". En 1998 recibió el Premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional junto a otras mujeres como Emma Bonino o Rigoberta Menchú; un año antes había fundado Afesip (ver www.afesip.org).

Hasta ahora -y en gran parte gracias a la ayuda de la Agencia Española de Cooperación Internacional-, su ONG ha conseguido atender a unas 3.500 menores rescatadas de burdeles, de redes de tráfico o de situaciones de riesgo. Hoy, muchas de ellas están rehabilitadas, han regresado con sus familias, trabajan o se han casado. Como Him Srey Rotha, de 26 años, tendera en la aldea de Po Touch, camino a Battambang. Vive en una de esas típicas casas camboyanas de madera azul añil desteñido levantadas con pilotes sobre el arrozal o la ciénaga: "Una conocida me vendió a un burdel de la capital y yo me escapé, pedí ayuda a un mototaxi, y él me llevó a Afesip. Estuve dos años, estudié... He regresado con mi tía y mis sobrinos; me necesitan. Vendo arroz, tabaco, caramelos en el porche, ¿ves? Quiero ser cocinera". O Chun Sochiet, de 26, modista, que trabaja junto a otras 16 chicas en el taller de ropa de Afesip, en Phnom Penh. "Me he casado; él es guarda jurado. Ya estoy muy embarazada, sí, prefiero que sea niña. No quiero dejar mi trabajo, me arreglaré para cuidarla. Ahora hago lo que deseo. No quiero que mi hijo lo pase como yo lo pasé". O como Ly Kimsong, de 22, que ha abierto con ayuda de microcréditos una peluquería en un descampado de Poipet: "Hace un año que abrí, 13 dólares cuesta el alquiler del local, y sí, gano cuatro al día y aquí dormimos y vivimos. ¿Cortar el pelo? Medio dólar. Sí, me casé; él trabaja en un comercio de ropa en la frontera. Nos conocimos allí, yo estaba en una casa de citas. Ampliaremos el negocio a telefonía móvil".

Las chicas del burdel de Poipet, si pudieran leer, que no pueden, se sentirían identificadas con lo que Somaly dice en su libro. "Tenía la sensación de que mi cuerpo ya no me pertenecía, que estaba muerta desde el día que el chino me había violado...". Son todas hijas de campesinos. Son dulces. Contemplan con entusiasmo los retratos que Isabel Muñoz les hizo hace años; en ellos se aprecia su deterioro físico actual. Aunque sonrían, te miren con interés, te toquen, se presten a posar divertidas. Yorchi Hong Nhea, vietnamita, delgadísima, de mirada perdida, ni siquiera ríe. Dice que vive con su proxeneta aquí al lado, y señala al barrizal repleto de niños desnudos y tenderetes. "Me vendió mi padre. Ahora trabajo aquí, y aquí me quiero quedar". Los trabajadores sociales de Afesip indican que tiene problemas de drogas. Está enganchada al yaabaa, una metaanfetamina de fuerte adicción. Y señalan también a Srey Mao, hermosa pero llena de ojeras, que se embadurna en este instante la cara con crema blanca para parecer de piel más clara y atraer a más clientes; luego, de noche y sin electricidad, parecerán fantasmas. "Estoy divorciada, tengo dos hijos, de dos y tres años; viven con la abuela, les mando unos 50 dólares al mes. No, no tengo ninguna foto de ellos, ¿para qué?". Oeun también reniega de su familia mientras engulle una mazorca de maíz: "Viven cerca, no quiero saber nada". Y Phank Sothea recuerda que era virgen cuando llegó a Poipet: "Cobraron por mí 450 dólares. Y sí, a mí no me pasó, pero conozco a muchas que sí; te cosen una y otra vez y te venden como nueva".

"En Camboya, en más de la mitad de los casos de estas víctimas menores de la industria del sexo, la persona que las convenció o vendió era alguien a quien conocían", apunta Unicef. Un pariente, un amigo, la madre. "Las mafias buscan niños por las aldeas, prometen dinero a los padres que luego nunca llega y los pequeños se pierden para siempre", dice el padre Rodas. "La pobreza moral también es tremenda. Los hijos son una simple fuente de ingresos. Y se ve a los hombres bebiendo, durmiendo, mientras mujeres y niños trabajan sin parar. El camboyano no es solidario. Quizá no pueda serlo".

Chheing Vathy, varón de 16 años, se sienta a su lado en el centro Don Bosco de Poipet. "Hace dos años se intentó quitar la vida", cuenta Rodas sobre él. Y Chheing narra su historia. "Mi padre me llevó a Bangkok...", empieza. "Pero muchos no quieren recordar. Como si hubieran corrido una cortina sobre el pasado", sigue Rodas. Luego, Chheing y Manium, un compañero, se quedan perplejos al escuchar que existen países donde el trabajo infantil está prohibido hasta los 16 años; donde se estudia hasta los veintitantos. En Camboya, sólo un 1% llega a la universidad. Otros niños y niñas del centro se acercan y hablan de su experiencia.

- Sarey Pan, niña, 7 años: "Pedía dinero por Bangkok con mi mamá, a veces trabajábamos en la construcción; ella murió".

- Triwan, niño, 15 años: "Me arrestó la poli en Bangkok, estuve en una cárcel junto con muchos adultos; vendía dulces que me daban los dueños".

- Kong Raví, niño, 14 años: "Trabajaba para varios hombres. No conozco a mis padres. Yo vendía flores por Bangkok, y si no traía dinero, me metían en una cuba de agua. Una mujer llamó a la policía, vieron que era camboyano y me trajeron".

- Ketkuon, niño, 14 años. "Pedí dinero por las calles tres años, hasta que me agarró la poli. Me trató bien. Estoy en sexto, soy el número dos de clase; el número uno es una chica".

- Manium, varón, 17 años: "Mi familia me vendió, pero me gustaría encontrarlos. No les guardo rencor. Ni a los traficantes, eran amables. Quiero ser electricista, empiezo ahora la formación profesional".

El negocio de la prostitución ha vivido tres periodos de desarrollo en este país: la colonización francesa, la llegada de militares americanos y otros extranjeros durante la guerra de Vietnam y, posteriormente, del personal de la UNTAC (United Nations Transitional Authority) a principios de los noventa. Y ahora, la del florecimiento del turismo occidental. Del primero y segundo periodos hay mucho cine hecho. Sobre las andanzas de los occidentales y el ambiente en Camboya durante el tercero, a finales de los noventa, valga un ejemplo recogido de la literatura: "Pronto supe de los cuatro principales mercados de carne frecuentados por extranjeros en Phnom Penh. Clasificándolos en una suerte de escala descendente de más a menos clase, debemos comenzar con Champagne. Esta renombrada institución dispone de sala de baile, escenario al aire libre, dos bares... y cientos de chicas de entre 15 y 35; lo más clásico de la capital es, sin embargo, Svay Pa, a 11 kilómetros, con chicas vietnamitas de 14 a 25. Uno de sus muchos burdeles, Kiddie Corner, ofrece niñas de 12 y 13. Dentro de la capital hay hileras de prostíbulos en las calles 154 y 63; el precio de las chicas, cinco dólares. Y luego está Tool Kok, al norte, chabola tras chabola, a ambos lados de la calle 70, chicas desde 13 años dispuestas a todo por dos dólares". Éste es sólo un suave extracto del contenido del libro Off the rails in Phnom Penh. Into the dark heart of guns, girls and ganja, del escritor israelí Amit Gilboa.Ejemplares fotocopiados de esta obra y de otras sobre la densa historia camboyana son vendidos por niños a los turistas que se acercan a contemplar la hermosa vista de las barcazas en el lago Tonlé Sap y el río Mekong en el muelle Sisowath.

Que el turismo crece en Camboya es un hecho (más de millón y medio de visitantes gracias al imán de los templos de Angkor). También la demanda de pornografía infantil en Internet, dicen en una red de ONG llamada ECPAT que intenta combatir el turismo sexual. Y los pedófilos. Sólo en agosto, la policía de Phnom Penh detuvo a dos alemanes con un arsenal de material videográfico y a un americano residente. El diario Cambodia Daily lo recogía así: "En el apartamento [de uno de los alemanes], la policía encontró a cuatro menores vietnamitas de 10 a 14 años y confiscó 20 videocasetes en los que se les veía practicar sexo con ellas". El detenido, de 61 años, saltó por la ventana al ser descubierto.

"Camboya se está convirtiendo en una especie de paraíso para los turistas sexuales, una reputación que Gobierno, ONG, organismos internacionales y comunidades locales se esfuerzan en mitigar", dicen en ECTAP. Y resaltan la dificultad de conseguir datos fiables de "consumo", ya que "no suele haber denuncias de las víctimas". Todas están desasistidas. Ahí es donde trabajan, informando de derechos a unos, de deberes y legalidad a otros. Se ocupan de que agencias de viaje, hoteles, operadores turísticos... firmen o se acojan a lo que se llama Código de Conducta contra la Explotación Sexual. ECTAP Camboya organizó en 2005 workshops informativas con 60 hoteles y numeroso personal turístico del país. Y hay en marcha campañas dirigidas al consumidor potencial. "Sex with children is a crime", se lee en la contraportada de una guía sobre los templos de Angkor. "Si tienes información sobre explotación sexual o abuso de menores, llama al 012 181-7280. Los ofensores se enfrentan a 20 años de prisión en Camboya y a persecución criminal en sus países. Más de 940 han sido detenidos y juzgados...". Lo firman el Ministerio del Interior y Unicef.

El Gobierno camboyano (coalición entre comunistas y monárquicos, dirigido por Hun Sen) parece que se empieza a preocupar del tema. Así lo considera el informe Trafficking in Person 2006, citado antes, a pesar de recriminarle su falta de protección a las víctimas y de medidas de prevención. Un Plan Nacional de Acción contra el Tráfico de Personas se prevé que se pondrá en marcha a finales de 2006.

En su libro Sex slaves, the trafficking of woman in Asia, la historiadora británica Louise Brown cree que el enfoque en el turista sexual occidental no debe desviar la atención del otro consumidor, el masivo: "La mayor demanda de servicios sexuales en Asia procede del mercado interno", asegura. Los asiáticos (a excepción quizá de los japoneses) "consumen" en silencio, no presumen en público, no suelen participar en fiestas de empresa. "En Camboya, el deseo sexual masculino es considerado insaciable", sigue Brown, "una mujer simplemente no puede satisfacer al hombre medio. Un proverbio del país dice: 'Diez ríos no son suficientes para un océano', y esto lo expresa bien. Los hombres creen que tienen derecho a sexo, a comprarlo". Y lo compran.

El mercado local de consumo de sexo es difícil de medir. La organización norteamericana Care International, que lleva treinta años en el país, lo intentó en 1994 y descubrió que entre el 60% y el 70% de los camboyanos aseguraban querer visitar o haber visitado burdeles. En un informe de 2005 de la OMS sobre sida (hoy hay 130.000 seropositivos; 25.000 con necesidad de antirretrovirales) se lee: "En 2001, entre el 22% y el 26% de los conductores de mototaxis y el personal policial y militar comunicó que había pagado por mantener relaciones sexuales...". Difícil es conseguir información, porque de cosas privadas no se habla en este país en el que abundan las supersticiones. Las mujeres no protestan, los clientes no dan explicaciones. Hablar de "asuntos personales es una muestra de debilidad", explica Somaly Mam. "Es brindar a los otros y a las fuerzas del mal la posibilidad de atormentarnos. Nunca hay que desvelar nada de uno. Porque eso te hace vulnerable", explica. Además, las mujeres son una propiedad para los varones. Y no hay más que hablar. ¿Y la ley? Existe una política pro igualdad de género, dice el Gobierno, una ley reciente contra la violencia doméstica, contra el adulterio... "Pero en nuestro país sólo hay dos normas: la escrita, que nadie respeta, y la del dinero", concluye Somaly.

Uno de los cinco centros de Afesip está situado en Kampong Cham, hermosa aldea en las llanuras del río Mekong, a dos horas y media de la capital tras recorrer en 4×4 una pista de tierra pespunteada de baches, agua, casas, campesinos, vacas y pollos vagabundos. Allí fue donde Somaly sufrió lo peor del cautiverio. "Deseaba abrirlo aquí, por lo simbólico", dice mientras las 40 chicas del centro la rodean entusiasmadas con la visita. Allí está Sok Ly. Es verla y adivinar su sufrimiento. Basta mirarla. Basta rozarle el hombro y encendérsele en el rostro un gesto de dolor. Imposible hacerle fotos como a las demás, imposible enseñarle su imagen en la cámara digital. Morena, preciosa, el pelo corto, los ojos huidizos, tristísimos. Apenas habla. "Lo hacía cuando la encontramos, luego enmudeció, y ahora a veces murmura".

Ella no lo sabe, pero ha tenido suerte. Algunas chicas son rescatadas por las ONG durante las redadas de la policía en los prostíbulos (muchas frustradas, ya que son avisados antes), pero otras mueren por los malos tratos. "Hace poco se quemó el burdel de Neak Luong y aparecieron cuerpos carbonizados de mujeres encadenadas. Pero nadie se escandaliza. La ley sólo conoce un artículo: si te violan, guarda silencio". Lo contarían también los salesianos en Poipet: "Un policía violó a una niña del centro. 'Le tocó', es la filosofía de la gente. Nadie habló". La corrupción es otro campo de minas en Camboya. Estalla en cualquier rincón. "En algunos sitios, la policía no molesta a los traficantes ni a propietarios de burdeles. Porque ellos son los traficantes y dueños", asegura Brown.

El centro de acogida es un remanso, una construcción diáfana en la planta baja, donde algunas de las residentes se ocupan de los telares, y otras, de la cocina. Arriba, una sala vacía donde se tiran las esteras al llegar el sueño. Se ve un jardín cuidado, letrinas y una zona en obras: "Será el edificio para las más pequeñas, con fondos de la Fundación Príncipe de Asturias de 1998". Afesip cuenta con 130 empleados, y Somaly se queja de la escasez de dinero: "Tenemos para atender a 150 niñas y hay más de 200". El eterno problema de los fondos. De momento, no quiere saber de apadrinamientos como fuente de financiación. "Quiero apoyo para todas por igual, no sólo para unas privilegiadas", dice rotunda. Tanto como lo es en su posición sobre el tratamiento social de la prostitución: "Ni legal ni ilegal. Yo lucho por su abolición". Y lo explica: "Se cree que el ejercicio de la prostitución está fundado en un intercambio: placer a cambio de dinero. Pero eso es una tergiversación de la realidad que oculta el desamparo de las mujeres sobre las que se ejercen tales actos de violencia y poder". Si hay necesidad económica, hay explotación.

El tanto por ciento de fracasos en Afesip, es decir, de las que regresan a los burdeles, es del 40%. Algunas de ellas trabajan en la calle Sothearos, de Phnom Penh, en un edificio que llaman simplemente Building. Para llegar es necesario atravesar una galaxia entera de edificios coloniales, calles sin asfaltar hacinadas de peatones y tuk tuks, mirar a los niños esnifando pegamento por las aceras, oler los mercados, admirar los talleres de reparación de motos y evitar la imagen de las ratas comiendo de la basura a la luz del día; es necesario sortear miles de motocicletas cargadas con tres, cuatro o cinco pasajeros: con dos y un cerdo vivo bien sujeto en medio; con uno y una montaña de cajas detrás; con tres y dos fardos de ropas; con cuatro, una maleta y una jaula de gallinas... Las combinaciones motorizadas y existenciales en Phnom Penh son infinitas.

En un callejón miserable habitan Nary, de 27 años, que sujeta con cariño a su hijo Mon y lo repeina para las fotos; Dy Van, de 25, delgadísima, a simple vista parece enferma; Skey Ka, de 25, con cortes en los antebrazos, durísima ella. Dice que toma drogas y no quiere dejarlas: "Mientras viva, vivo". Por la noche trabaja en un night club donde gana 15 dólares por cliente, aunque no recibe todo, claro. Y sonríe. Pero siempre es más que los dos que cobran en la casa. Y señala el laberinto de camarotes levantados con uralita, ladrillo y madera directamente sobre el fango. Ry Pov, de 23 años, fue a la escuela hasta segundo grado, pero ya no recuerda cómo se lee o se escribe nada. Confiesa que ella también toma yaabaa. Se le ven marcas de cigarrillos quemados sobre sus manos; torturas y juegos a los que se prestan mientras están drogadas. Y Heng Srey Leak, de 24 años, que lleva 10 aquí. Y en cuanto ve que hay visita se pone sus pendientes de perlas blancas para la foto. Pero se niega a sonreír: un cliente la pegó y perdió dos dientes. Ha trabajado duro para ponérselos nuevos. Ése era su plan. Pero el dentista lo hizo tan mal que se le desprendió uno y lo ha perdido. Y allí, en la encía, enseña el hueco y el clavo que le cuelga.

Una educadora de zona de Afesip atiende a las chicas del Building en una pieza de unos seis metros cuadrados, con cama, sofá de escay, cocina, pósters con información sobre el sida y televisor. "Somos 21 educadores en 11 provincias", explica mientras reparte preservativos y jabón. "Uno se dedica a los clientes, les enseña a usar los condones ayudándose de un plátano, a evitar el sida y tratar bien a las mujeres. Se quedan perplejos". Las chicas cuentan su experiencia encantadas, pero en un momento dado pierden todo interés: se quedan prendadas de un documental en la tele sobre el drama de una cantante muy popular, Touch Srey Nech. Fue asaltada, mataron a su marido, y ella, inválida, ha huido a EE UU. Se hace un gran corro y las mujeres del burdel Building se quedan mudas y lloran con el llanto de las plañideras del entierro. "Es muy triste", dice Skey Ka, la dura, realmente emocionada.

Por la noche, otra residente del Building, Ly, de 20 años, a la que Isabel Muñoz fotografió una vez con las huellas del maltrato en su rostro, se viste y maquilla toda de blanco para trabajar en el parque Vimean Ekareach. Allí puede cobrar hasta cinco dólares. "¿Ves ahí, el otro parque? Por ahí pasean las familias, las mujeres normales con sus hijos, y para no confundirnos, llevamos naranjas. Cuando un cliente se acerca, coge una, dos, las que sean, y depende de cuántas, el servicio será más o menos completo", explica mientras las pandillas de jóvenes recorren arriba y abajo el paseo. Al verlos, surge el tema de las violaciones colectivas que se han producido en la ciudad en los últimos meses; casi 80 chicas han sido atacadas por bandas desde junio. Y Ly, que fue víctima reciente, lo cuenta con tranquilidad pasmosa: "Sí, a veces acuerdas un precio con uno y, cuando llegas al guest house, son muchos más, un problema". Y aquí viene a cuento lo que la historiadora Brown escribe: "Las mujeres pobres en Asia pueden ser vulnerables, y muchas son objeto de terribles abusos, pero no son débiles. Hay un mundo entre esas dos descripciones". El de la dignidad, la entereza con que pasan por todo, la admirable capacidad de sonreír después de tanto.

En su despacho de Phnom Penh, Somaly saca del cajón fotografías de algunas de las niñas. Se las toman cuando llegan a la ONG como testimonio de su estado. Ahí están, golpeadas, heridas, muchas de ellas; rostros hinchados, manos quemadas; escenas de hospital con protagonistas que Somaly Mam e Isabel Muñoz conocen de largo: "¡Ésta, ésta es Keo Sophea!". "Sí, ha regresado a su aldea, está enferma de sida y recibe tratamiento de Médicos Sin Fronteras en Takeo". "¿Y ella?". "Ella murió...". "De ésta no sabemos...". Una tras otra. Somaly cree que el maltrato ahora ha cambiado de tono. "En mis tiempos se nos aterrorizaba con elementos naturales -insectos, serpientes-. Luego se pasó a los golpes... Hoy es más violento. Por ejemplo, ¡les clavan clavos en la cabeza! Sí, es increíble, tenemos fotos. O emplean electricidad. Quizá sea por esas películas chinas llenas de sadismo. O cosen a las más jóvenes y al rato las obligan a recibir clientes... Porque los asiáticos aún creen que si durante el acto sexual la mujer sangra y grita, es que la desfloran, y con una virgen podrán alcanzar la inmortalidad". No hay fin para esta historia.

¿Y Sok Ly? Al marchar de Kampong Cham, las pequeñas quieren despedirse con música. Se sientan en el suelo. Chanry, de 13 años, canta primero con esa voz aguda, acuática, tan asiática. Luego se encarama a la silla Sry Leak, de siete años, la niña de nuestra portada, seropositiva, vendida a un burdel por su madre prostituta. Interpreta un tema que habla de sueños, de tiempos pasados muy difíciles y tiempos mejores que vendrán. Sok Ly escucha. Y Somaly dice que Sry Leak ya no se va a llamar más así, que ahora tiene otra vida, que es otra persona. Será Mout Éta, que significa "protegida de los dioses". Sok Ly, muda, la mira. Ella, seguramente, no aspira a tanto. Le basta, le habría bastado con la protección de la justicia.

Sry Leak, de siete años. Su madre la vendió a un burdel.
Sry Leak, de siete años. Su madre la vendió a un burdel.ISABEL MUÑOZ

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