Hacia un reglamento
Y a todo esto, ¿en qué momento se jodió la literatura? Acabé ayer haciéndome esta pregunta vargasllosiana, mientras en BTV entrevistaban a una de las más veteranas estatuas humanas de las Ramblas barcelonesas, un argentino que trabaja caracterizado -así se presentó también en el plató- de navegante en lo más álgido de una tempestad. Entrevistado por Carles Flavià, el hombre contó que hubo un tiempo en que únicamente los pioneros hacían de estatuas en las Ramblas. No solo eran pocos y bien avenidos, sino que trabajaban con la felicidad que da el rigor. "Después, salieron oportunistas de todas las esquinas y hasta tuvimos que reunirnos los pioneros y crear un reglamento".
¿Un reglamento? No dijo qué inscribieron en él. Pero me gustó la palabra reglamento, que parece de otra época, y me quedé imaginando qué pasaría si en el medio literario se redactaran una serie de normas que protegieran de falsos escritores y demás malas hierbas a los sufridos lectores. Después, traté de evocar el momento en que se jodió el invento, el momento del pasado en el que aparecieron los primeros bárbaros, los oportunistas que rompieron un estado de plenitud y nos fueron llevando a este lado arruinado del paraíso, donde hoy los demasiados libros han creado una atmósfera de trivialidad irrespirable, paralela al desnortado ambiente de la sociedad, porque a veces en la vida sucede lo mismo que en la literatura: en todas partes se encuentra a jefecillos extraviados y a sus secuaces incorregibles ensuciándolo todo como las moscas en verano. Sea como fuere, el desastre viene de lejos. Ya Schopenhauer hacia 1850 hablaba de "la mala hierba que quita la savia al trigo ahogándolo. Absorben el tiempo, el dinero y la atención del público, que pertenece por derecho propio a los libros buenos y sus nobles fines, mientras que los otros están escritos con la única intención de sacar de los bolsillos del público algunos talegos; para esto se han conjurado autores, editores y críticos".
Imaginé qué pasaría si en el medio literario se redactaran normas contra falsos escritores
¿Cómo sería acogida la redacción de un reglamento que rigiera para oportunistas y conjurados? Jamás se alcanzaría un consenso que lo diera por bueno. Pero tratar, al menos, de redactarlo podría ser un buen desahogo, aparte de una estimulante y activa pérdida de tiempo. La primera norma -no iré más allá de ella, porque no soy legislador- podría ser el destierro de todo engreimiento. Por ser esencial para recuperar cierta dignidad, tendría que ser la única norma indiscutible. Es alarmante y desagradable observar, por ejemplo, cómo éxito y vanidad -o fracaso y fanfarronería, combinación también muy frecuente-, se relacionan de un modo tan estrecho como miserable. Nadie que escribe debería ignorar que siempre donde hay soberbia hay ignorancia. Me ha complacido encontrar en Menéndez Salmón, en su impecable y admirablemente arriesgada última novela (La luz es más antigua que el amor), los famosos versos de Eliot: "La única sabiduría que podemos esperar adquirir / es la sabiduría de la humildad: / la humildad es interminable".
Dicho de otro modo, dicho en forma de máxima oriental, propia de un precursor de Kafka: Donde hay humildad, hay saber. Precisamente la literatura de Kafka, tal como Roberto Bolaño proclamaba, fue "la más esclarecedora y terrible (y también la más humilde) del siglo XX". Esta primera norma del reglamento iría ilustrada, por ejemplo, con la imagen conmovedora (o divertida, si se quiere) del genial Glen Gould, tocando el piano casi a ras de suelo, en aquel sillín que no rebasaba los 33 centímetros. ¿O no oímos nunca decir que el verdadero camino va por una cuerda que no ha sido tendida en lo alto, sino apenas sobre el suelo y parece destinada más a hacer tropezar a que se camine por ella? Dadas las circunstancias terrenales, a nadie debería extrañar que la humildad sea la esencia misma de la genialidad.
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