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Las provincias secretas

En una de las primeras páginas de El mundo, la última novela de Juan José Millás, el narrador expresa la atracción que sentía de niño por una vecinita de su edad afirmando que le parecía habitada por alguien.

Años después, al volver a encontrarse con ella, formula una hermosa y extraña teoría amorosa. "Entonces comprendí", escribe, "que uno se enamora del habitante secreto de la persona amada, que la persona amada es el vehículo de otras presencias de las que ella ni siquiera es consciente". E inmediatamente se pregunta por quién habría tenido que estar habitado él para provocar el deseo de aquella mujer, como si el amor fuera ese campo de lo inmotivado en que Chesterton vio la esencia de la literatura. Es decir, el encuentro, más allá de nosotros mismos, de esos que nos habitan sin que nos demos cuenta.

Ése es el descubrimiento temprano que realiza este niño, que hay otro lado, una vida secreta que nada o casi nada tiene que ver con la que llevamos cada día. Esa vida no es un sueño, un delirio de nuestra imaginación insatisfecha, sino un reino o una provincia de lo real. Y así bien podemos decir que de la misma forma que no somos enteramente quienes creemos ser, tampoco la realidad es del todo lo que parece. La realidad es como uno de esos caserones de las novelas góticas que guardaban zonas o habitaciones selladas: el cuarto de la mujer loca, en Jane Eyre; las galerías por las que vagaba el atribulado fantasma de la ópera, en la novela de Gastón Leroux. El niño protagonista de El mundo es un explorador de esas provincias secretas del mundo. Un explorador involuntario, pues no es que él las ande buscando, sino que tiene el don de encontrárselas. Me recuerda al niño protagonista de El sexto sentido, la película de Shyamalan, el niño que veía los muertos. Este niño no era diferente a los otros, pero tenía un extraño don: ver ese mundo de sombras que penetran el mundo real. El niño de este libro es como él, ve las zonas muertas de lo real.

Todos los protagonistas de los libros de Juan José Millás se comportan como si la realidad estuviera llena de cámaras ocultas, pasadizos o resortes, que nos comunican no tanto con otros mundos como con el lado silenciado del que conocemos. La literatura explora esas zonas ocultas. Magritte tiene un cuadro que se llama La perspectiva amorosa. En él se ve una puerta en cuya parte inferior hay un agujero que recuerda a las gateras, que eran aquellos huecos que había en las casas de los pueblos para que entraran y salieran los gatos. "El problema era", escribe Millás, "que no nos colocábamos en el lugar adecuado para observar la realidad. Por eso veíamos muertes donde sólo había desplazamientos de la vida". Eso es la perspectiva amorosa: no ver lo sabido sino lo que nadie ve, ver las cosas desde otro lugar, como cuando un niño contempla lo que sucede en su casa oculto bajo la cama. Ver el mundo desde los ojos de un gato.

En ese lugar se sitúa el niño de El mundo. Toda la obra de Millás vive bajo el dominio de esa mirada y esa perspectiva amorosa. Es el gran explorador de esas zonas que hay en el fondo de los armarios, debajo de las camas, en el interior de los cuerpos y del mismo lenguaje. Por eso es tan difícil diferenciar al Millás novelista del periodista, porque ambos hablan de lo real. Millás no visita otros mundos, sino que descubre lugares nuevos desde el que mirar el nuestro. O dicho de otra forma, concibe la ficción como la forma más honda de explorar la realidad.

Y esta novela es el ejemplo perfecto de todo esto. Se cuenta en ella la infancia de un niño que ha recibido el don de situarse en el lugar desde el que las cosas se ven mejor. Pero el que recibe un don recibe a la vez un castigo, y el niño se verá condenado por él a una existencia marginal y dolorosa. Y Millás nos habla de sus anhelos y temores, del frío y del miedo, de la pobreza de su familia, de su desarraigo y su confusión, pues ningún lugar le parece el suyo y vive condenado a un peregrinar sin fin. Y nos transmite las angustias de ese niño, y nos hace sufrir con sus padecimientos y sus dislocadas fantasías hasta un punto tal que muchas veces nos veremos obligados a apartar los ojos del libro para poder respirar. Pero enseguida descubrimos que al lado de ese niño, hay otro más difícil de definir. O, mejor dicho, una sucesión de niños, como si cada niño viviera varias vidas, la que vive en el mudo que comparte con los demás y las que vive en el mundo de sus fantasías. Y así, al lado del niño real, que vive en el extrarradio de la ciudad, y pasa frío y no tiene ropa para estrenar, y ama y teme a su madre con la misma intensidad febril, están esos otros que llega a ser en sus desplazamientos secretos. Y esta novela nos habla de esos niños que viven en los agujeros de lo real.

Podríamos hacer un inventario de ellos. El niño loco, el niño bastado y el niño ladrón. El niño sombra, y el niño que un día se muere y para no dar el disgusto a sus padres decide continuar viviendo. Y hay un niño que vive como los gatos, y un niño invisible y un niño que vive a medias, y un niño que ha perdido su sombra. Cualquiera de ellos podría dar lugar a un cuento. Y de hecho esta novela guarda en su interior una colección de cuentos tan maravillosos como extraños. Por ejemplo, el cuento de dos niños que visitan el barrio donde viven los muertos, o el de un niño y una niña que un día descubren que sus sombras se encuentran y aman más allá de ellos mismos, o el de un niño que descubre una extraña relación con un ciego que les hace compartir sus ojos.

Todos ellos carecen de algo. Hay uno que no tiene cuerpo, otro que ha perdido la vista, y otro la razón. O hay uno que no tiene vida; y otro, el pobre Vitaminas, que no puede andar. Es la ley de los cuentos, que nada esté completo. "Cuando empecé a crecer", escribe Mllás, "ya estaba todo roto; rotas las vidas de mis padres, eso era evidente, y rotas las nuestras, que habíamos sido violentamente arrancados de la clase social y de lugar a que pertenecíamos. Cuando pasó el verano nos dimos cuenta de que también la casa estaba rota. Si llovía, aparecían goteras que nos obligaban a desplazar las camas de sitio para colocar cubos que cada tanto era preciso vaciar". El mundo de los cuentos está poblado de seres y lugares rotos. Seres a los que les faltan los brazos, que no pueden ver o andar, que viven presos en torres que nadie visita, que han perdido la voz o que tienen que realizar las tareas más extrañas. Y, misteriosamente, al ponernos en contacto con ellos descubrimos en nuestros propios cuerpos los órganos y miembros que los suyos perdieron. Y así sentimos vivir en nuestro tacto la mano de la muchacha manca, en nuestros ojos los del niño ciego, y en nuestros labios las palabras de los que no pueden hablar. Lo que ellos han perdido aparece en nosotros al escuchar su historia.

Es lo que pasa con esta novela, tal vez la más conmovedora y honda de las que ha escrito Millás, que de pronto se transforma en un cuento. Y un cuento es mucho más que una novela. Las novelas hablan de lo que somos; los cuentos, de lo que nos falta. Y al hacerlo nos ofrecen una segunda vida. Ése es el milagro de los cuentos, entregarnos la vida que la Bella Durmiente no pudo vivir. Y eso hacen los personajes de esta novela, visitan las zonas oscuras de lo real para que nosotros podamos aprovechar la luz y el brillo del mundo. Por eso Millás afirma una y otra vez que la misión de la escritura es relacionar lo que hiere con lo que cura. Un personaje de W. Faulkner dijo que nunca renunciaría al loco mundo que conocemos, a pesar de su infinita tristeza. Y creo que el gran acierto de esta hermosa novela es hacernos sentir la angustia y la dulzura implícitas en esta verdad.

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