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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Columna
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La muerte o la lucidez mortal

Nunca habría esperado que dedicaría una sola línea a la obra o la vida de la adusta Louise Bourgeois y, sin embargo, ahora que ha muerto me veo irresistiblemente atraído por su biografía personal y artística.

Señora del horror y de la espantosa muerte, señora del sexo enrevesado, sucio o concupiscente. Fuera de todo placer, al margen de toda belleza, la obra de esta artista lleva hasta los lindes del desagrado y la monstruosidad. Lleva hasta esos lindes para, de un lado, entrar en ellos y, de otro, salir de su fealdad opresiva para permitir que la contemplemos como un bicho, una araña o una cucaracha instalada en el propio hogar.

Desde un horror a otro, desde una excentricidad planetaria hasta una horrorosa cotidianidad, la línea que traza su obra es el linde entre lo soportable y lo insoportable de la pesadilla, exacerbada o no. Y acaso fue esta potente impresión que abatía cualquier discurso crítico la que la colocó en la primera línea de los museos cuando ya había cumplido 70 años, la edad del horror. Antes de ese cumpleaños su obra podría parecer efectista, pero, a partir de esa edad, tanto para las feministas más turbias como para los curators más listos, su creación transpiraba un insoportable e insufrible ración de verdad.

Para ser reconocido como artista no basta ser exagerado, siempre será imprescindible una cuota de verdad esencial

¿Qué estaría pensando esta señora? ¿Qué estaría maquinando esta bruja? La admisión en la Tate, en el Guggenheim, en el Pompidou, el Reina Sofía o el MoMA, tuvo que ver con su pestilente verdad de artista. O, mejor, con su irrespirable verdad de artista emanada de su rancia verdad personal. No resultaba muy agradable montar una exposición de Louise Bourgeois, y si hay algo que deshace la magnificencia del Guggenheim bilbaíno es su peluda araña asiduamente a su lado.

Efectivamente, para ser reconocido como artista no basta, incluso hoy mismo, ser exagerado o atrabiliario, siempre será imprescindible una cuota de verdad esencial y, desde luego, un patrocinador cualificado para que la obra se contemple como acontecimiento.

No pocos pintores y escultores de 70 años ven consumida su vida y su obra en las descoloridas fauces del anonimato. Louise Bourgeois disfrutó de la ventura de ser redimida, a la vejez, de sus inseparables demonios internos. Y no para neutralizarlos o para librarse de su acoso, sino, sencillamente, para que su conversación interior, a propósito de las tenebrosas pesadillas, pudiera exponerse a la aireada luz del sol.

De este modo, el sueño inhóspito se canjeó por la sexualidad, el martirio de la sexualidad por la estética de lo más feo y la fealdad, estragada hasta los límites, convalidada por la exposición diurna o exterior.

No será pues un azar que el éxito de Louise Bourgeois se produzca en el umbral de la vejez y que su terminante camino hacia la muerte, corto o largo, haya sido, hasta sus 98 años, un cargo de enfermedad y detrimento físico, un legado que se confunde con su arte. ¿Qué se confunde? Ningún artista, novelista, pintor o músico realiza su obra perdurable sin hallarse inscrito en su columna vertebral y nadie, a fuerza de ser franco, puede morir o vivir sus años, especialmente los últimos, sin encarnarse en la descarnadura de su cuerpo o en la vejatoria dialéctica de sus formas que, como heraldos negros, son presagio de su entierro y de su muerte.

De esta manera nos abraza, ya agónica, Louise Bourgeois, tal como una fatalidad en blanco y negro que vislumbra de la manera más cabal el horror de morir desde la lucidez, candente y gloriosa, estando aún vivo.

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