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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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La mitómana

Patti Smith ejerce de 'art victim', una mitómana que se cree predestinada

Diego A. Manrique

Las autobiografías son peligrosas: si te excedes, te quedas en cueros. Eso ocurre en Éramos unos niños (Lumen), donde Patti Smith evoca su relación con el fotógrafo Robert Mapplethorpe. La historia perfecta: el embriagador amor entre dos criaturas hermosas y cándidas.

Pero el cuento termina mal, conviene esquivar la moralina. Robert tropezó con el sida, tras años de promiscuidad y sexo extremo. Nunca se ha aclarado la espantada de Patti en 1979, su huida de la escena neoyorquina rumbo a una existencia convencional en Detroit. Una opción legítima pero desastrosa en términos creativos e interrumpida atrozmente por las muertes de su marido y de varios íntimos, incluyendo al desdichado Mapplethorpe.

El drama de Éramos unos niños está mellado por su narcisismo, su engolamiento. Ciertamente, toda estrella del rock es fraudulenta, así que evita enseñar las costuras. Patti nunca ha ocultado su devoción hacia ciertos artistas, escritores y músicos, pero el libro son 300 páginas de sahumerio, enmarcadas por su nueva religiosidad: "El arte alude a Dios y, en última instancia, le pertenece". Aquí llamamos "letraheridos" a los fanáticos de la escritura y de la literatura; una descripción positiva, hasta cargada de admiración. Pero Patti Smith ejerce de art victim, una mitómana que cree en la predestinación.

Se queda embarazada tras una aventura juvenil, algo que la convierte en una apestada en el New Jersey de 1967. Sabe consolarse: el parto coincide con el aniversario del bombardeo de Guernica, dato que ella conecta con la información de que cedió al bebé a "un matrimonio culto que suspiraba por tener un hijo". A continuación, parte hacia Nueva York, decidida a convertirse en artista.

A modo de amuleto, lleva Iluminaciones, de Arthur Rimbaud. Fue amor a primera vista: se quedó prendada de la mirada del autor y "como no tenía los 99 centavos que costaba, me lo metí en el bolsillo". Todo se filtra a través de su santoral. Para ella, resulta significativo que Kerouac muriera "tres días después del cumpleaños de Rimbaud". El delirio alcanza dimensiones cómicas cuando sueña en qué lugar de Etiopía están enterrados los míticos escritos inéditos del poeta. Concibe viajar a África y encuentra un patrocinador, pero se interpone la sensatez de Mapplethorpe.

Desdichadamente, ella carece de la cintura necesaria para acomodar el atormentado descubrimiento del fotógrafo: los hombres. Cuando decide convertirse en chapero y profundizar en el sadomasoquismo, Patti ni piensa en acompañarle; solo muestra perplejidad. Está tan llena de contradicciones como cualquiera: ha sido infiel a Robert con -naturalmente- un pintor, pero luego rompe con Allen Lanier, de Blue Oyster Cult, cuando detecta que tiene tratos con groupies.

Patti no entiende los imperativos del sexo y las drogas. Intentando dirigirla en una breve pieza teatral, Tony Ingrasia la considera el bicho más raro del downtown: "No te chutas y no eres lesbiana. ¿Se puede saber qué es lo que haces?".

Lo que hace es buscar una forma de expresión apta para sus facultades, que encuentra en un rock inflamado, evolución de sus lecturas poéticas con Lenny Kaye. Eso está bellamente explicado en Éramos unos niños, gran retrato de una bohemia tan famélica como afortunada: su Nueva York es extraordinariamente poroso y Patti conecta con Ginsberg o Hendrix. Lo indigesto es la exhibición de su condición de art victim, agravada por una muy estadounidense ignorancia del resto del mundo: México es "el café y Diego Rivera", así que viaja ¡a Acapulco!; parece creer que Picasso era vasco; atraída por el islam, fuma hachís mientras escucha la música pagana de Joujouka. Veo ahora que Patti aparece en el último artefacto de Godard, Film socialisme. Lógico: tal para cual.

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