El lujo fuiste tú
Disculpen, pero la noticia no es que Fernando Fernán-Gómez haya muerto, sino que haya existido. Y puede que la pena arrase a los que lo conocieron o a los que lo admiraron, ya fuera en la escena, en la pantalla o en la página escrita. Pero háganme caso, nada puede enturbiar el lujo de haberlo disfrutado, la suerte mayúscula de los que coincidimos en el tiempo con sus seis décadas de ininterrumpida presencia en el mundo del espectáculo.
Muere quien es, sin duda, la más importante personalidad de la historia del cine español. Las necrológicas se quedan ridículamente pequeñas. Las glosas raquíticas. Brillante, insumiso, apabullante talento sostenido hasta el último día por una cabeza prodigiosa.
Deja huérfanos amores, hijos, amigos, conocidos, colegas, admiradores, pero, y esto es lo más triste, deja huérfano a un país que no está para permitirse el lujo de derrochar seres irrepetibles. Pienso en Emma Cohen, su compañera y cómplice; también en Manolo Aleixandre, su primer amigo en el teatro; la Asquerino; tantos...
Tantos podrían hablar de lo que Fernando significó para ellos. En el oficio fue el espejo en el que nos mirábamos, el orgullo secreto cuando venían mal dadas y todo se tambaleaba. Miren, nunca jugó al personaje popular ni al cariño fácil. Tuvo siempre discurso propio y lo que los demás esperábamos acerca de cualquier asunto era saber: ¿y de esto qué piensa Fernán Gómez?
Cuando dejó de salir por las noches, se llevó la tertulia del café a casa. Agarrado a un whisky jamás pontificó, sino que buscó la intimidad de un teatro entre amigos. Porque dedicó a la amistad sus mejores destellos. Nunca Luis Alegre y yo podremos agradecer lo suficiente al actor Juan Diego que nos llevara a su casa una Nochevieja hace 17 años y nos presentara como dos cantantes callejeros de Zaragoza en busca de dinero para pagar la pensión. Aquella fue la entrada en un privilegio que quizá ni nos merecíamos. Cómo contar su don para la conversación. Amaba el lujo, pero el lujo era él.
Sentimental disfrazado de ogro, a Fernando le divertía que se conociera su mala leche. Era su escudo antiplastas. Pero el brillo de sus ojos cuando algo lo emocionaba, lo excitaba, el centelleo juvenil ante la belleza femenina, la pícara sonrisa para servirse un vaso más o celebrar la ocurrencia o el disparate de algún contertulio, se convierten hoy en tesoros que los allí presentes guardaremos como alguna de las cosas más preciadas de nuestra existencia.
Pero no se aflijan, que deja para los que vengan detrás una obra plena y contundente. Dirigió películas como La vida por delante, El mundo sigue, El extraño viaje, El viaje a ninguna parte y le puso cara y voz al cine de nuestro país. Escribió una de las obras fundamentales del teatro contemporáneo, Las bicicletas son para el verano, y un libro básico en la literatura memorialista, El tiempo amarillo. Fue el protagonista de la aventura de la palabra en el siglo XX, así tituló su discurso de entrada en la Academia de la Lengua, porque pocos han tratado tan bien la palabra como él.
Le gustaba el flamenco, el jazz, la literatura de entreguerras y el tango. Su favorito era Caminito, un canto a la huellas que el tiempo se encarga de borrar. Puede descansar tranquilo, tardará mucho en borrarse su largo viaje por esta tierra. Sé que le fastidiaba enormemente morirse, pero, querido Fernando, no te puedes imaginar cómo nos duele a nosotros. Buen viaje, amigo.
Babelia
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