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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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El hombre del dedo de oro

Diego A. Manrique

Maravilla: hoy se cumplen 30 años de la aparición de London calling, el doble elepé de The Clash que permitió a una generación de músicos evolucionar del blanco y negro del punk-rock hacia los colores del reggae, el ska, el rockabilly, el rhythm and blues. Responsable de materializar aquella apertura fue el productor Guy Stevens. Guy poseía un currículo respetable (Spooky Tooth, Procol Harum, Free, Mott the Hoople), pero además había ejercido gran influencia en el pop británico: fue pinchadiscos en una guarida de los mods londinenses, The Scene, y -sobre todo- dirigió el sello Sue en los sesenta.

En la actualidad, se considera políticamente incorrecto celebrar la labor de los disqueros, universalmente considerados como sanguijuelas. Vaya necedad: sea cual sea la valoración moral que se haga de las diversas compañías discográficas, resulta incompleta cualquier comprensión de la evolución del rock que no incorpore su dimensión industrial.

Guy Stevens convirtió el sello Sue en una de las etiquetas británicas más legendarias de los sesenta

Ahora, intenten imaginar un tiempo en que los discos no cruzaban fronteras. En Europa, conseguir lanzamientos foráneos sólo estaba al alcance de los afortunados que viajaban o los listillos que se arriesgaban a pedirlos por correo. Recuerden aquel encuentro de 1961 entre Keith Richards y Mick Jagger, cuando el guitarrista en ciernes descubre que el futuro cantante exhibe orgulloso elepés estadounidenses de Muddy Waters y Chuck Berry, tras haber realizado las engorrosas gestiones necesarias para comprarlos directamente a Chess Records, en Chicago. Ese día nace una asociación -el mitómano y el práctico- que todavía prospera.

La historia del pop británico, hasta la eclosión de la psicodelia, se confunde con el proceso de conseguir música estadounidense, asimilarla y refundirla. Algunos pioneros del rock and roll y venerables bluesmen pasaban por Reino Unido pero la principal fuente de información eran los discos: contenían los códigos necesarios para descifrar los secretos de aquellas músicas salvajes y proporcionaban repertorio a conjuntos emergentes.

En 1963, año cero de la era Beatles, se revalorizaron unos artistas atípicos: paletos blancos de Tennessee, cordiales negros de Luisiana, resabiados habitantes de Harlem. Ocurrieron fenómenos prodigiosos: cantantes marginales en EE UU, como John Lee Hooker o Howlin' Wolf, fueron entronizados en Reino Unido, donde aparecían en televisión y llegaban a las listas de éxitos.

Para saciar esa demanda de autenticidad, poderosas disqueras británicas firmaban acuerdos con independientes estadounidenses dedicadas al rhythm and blues o lo que algunos ya llamaban soul. Los aficionados escrutaban las etiquetas de series especializadas como Stateside, London-America, Pye International y Sue, que distribuían tan candentes grabaciones.

Guy Stevens era uno de esos fanáticos. Fundó la Chuck Berry Appreciation Society, audacia que le permitía aconsejar a Pye sobre las referencias de Chess que debían publicar en Inglaterra. Hasta que Chris Blackwell le contrató para Island Records. Island cultivaba los ritmos jamaicanos, pero Blackwell había pactado con Sue, empresa neoyorquina (con conexiones en Nueva Orleans) que tenía un soberbio catálogo: Jimmy McGriff, Elmore James, Lee Dorsey, Charlie & Inez Foxx...

Algún día, la biografía de Stevens se convertirá en una película. Hay drama: una temporada en la cárcel, el robo de su colección de discos, la muerte prematura. Mientras tanto, busquen The UK Sue label story, cuatro CD laboriosamente recopilados por Ace. Repasando las notas, asombra la pasión con que Guy desarrollaba su trabajo: los textos eruditos para presentar sus novedades, la correspondencia con los fans, el olfato para la grandeza. No se conformaba con el material de Sue: tras infinitas cartas y llamadas, consiguió los derechos de sellos regionales como V-Tone, Modern, Duke, Fury o Kent. Disfrutaba con trapacerías menores: acelerar algunas cintas, cambiar títulos, inventarse elepés.

Pero los máximos héroes son los músicos, generalmente negros. Analizando esas recopilaciones de Ace, uno se pasma ante el modus operandi de aquellos creadores sin ínfulas, que grababan en estudios diminutos, que remataban un single en tres horas, que se conformaban con ventas modestas. Tiempos mágicos, arte irrepetible.

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