Del halo al anonimato
Estábamos hablando de This is it, el documental sobre el final de la carrera de Michael Jackson. Alguien se queja de que la película no incluya una entrevista con el protagonista. Al contrario, respondo, no tenía sentido interrogarle. Primero, en This is it queda claro que Michael no poseía grandes dotes verbales, ni siquiera para dar ordenes a músicos y bailarines. Segundo, tampoco deseaba abrir su corazón a un público que -se había demostrado- encontraba inquietante su estilo de vida. Tercero, y esto sí que le convertía en una anomalía entre las superestrellas, carecía de opiniones sobre el mundo real. Aparte de unas vaguedades sobre la necesidad de medidas ecológicas para "salvar el planeta", Michael parece un hombre ensimismado, cuya única misión es el entretenimiento.
El artista es hoy escéptico, amante de la ironía, demasiado consciente de la historia pasada
Lo reconoce su biógrafo oficial, J. Randy Taraborrelli, del que se acaba de publicar su monumental Michael Jackson: la magia y la locura, la historia completa (Alba Editorial). Defensor de su personaje, ni siquiera menciona aquellos famosos despistes de Michael El Marciano. Ya saben, despistes del calibre de "James Dean, ¿qué películas ha hecho últimamente?".
Eso le diferenciaba de otros coetáneos. Cualquier figura se cree capacitada para discurrir sobre lo humano y lo sobrenatural; siempre encuentra quien reproduzca sus opiniones. Para algunos, un síntoma del mesianismo del rock. En realidad, estamos bajo el "efecto halo", estudiado por los psicólogos desde principios del siglo XX: atribuimos a una persona cualidades generales a partir de su brillantez en una actividad específica.
En verdad, la prensa rock vive del "efecto halo" desde hace cuarenta años: recoge la sabiduría de los dioses eléctricos. Si alguien canta bien, compone temas memorables o es un hacha con su instrumento, tendemos a escuchar reverentemente lo que piensa sobre el feminismo, la política migratoria o el conflicto del Tíbet. Obviamente, cualquier superestrella de la música, el cine o el deporte tiene derecho a pontificar sobre lo que se le ocurra, aunque seguramente sus condicionantes personales -el ambiente enrarecido en que se mueve, el tratamiento de VIP que recibe, la tendencia a cerrar los oídos ante lo que le contradiga- le alejen de la condición de observador ideal.
Y aun así, insistimos. Tengo presente las instrucciones que me dieron en una revista generalista antes de entrevistar a un teclista de fama universal: "Pregúntale de todo pero no de música: eso sólo interesa a los musiqueros. Debe ser una entrevista que pueda leer hasta el portero de mi casa". Lo intenté pero el hombre evitaba cuestiones comprometidas y la conversación derivó finalmente hacia la música, el único asunto que le hacía entusiasmarse. Quedó una entrevista notable, quiero pensar, pero fue recibida con gruñidos en la redacción.
Admito que se trataba de artistas de gran peso social: podían, solían decir tonterías, pero se les escuchaba ya que formaban parte del paisaje cultural. Algo que se hace más raro en los últimos tiempos. En la presente década, no sólo encogió el negocio discográfico: también menguaron las estrellas; ignoro hasta qué punto se trata de condicionantes ambientales o de voluntades disminuidas. Por cada nuevo artista bocazas -pienso en Matt Bellamy, de Muse- hay docenas de creadores excelsos pero de perfil bajo. Sufjan Stevens, Jack White, Jeff Tweedy, Karen O, Bon Iver o Julian Casablancas pueden ser músicos influyentes, sin llegar a alcanzar las dimensiones de héroes culturales. Otros -Pete Doherty, Amy Winehouse- tienen reconocimiento pero se ha mellado su poder por el abrazo de la prensa basura: han quedado reducidos a caricaturas.
Puede que el problema resida en los periodistas. Funcionamos como si siguiéramos en el universo de grandes iconos, herederos del concepto hippy de podemos-cambiar-el-mundo, mientras que la actualidad nos enfrenta con artistas escépticos, evasivos amantes de la ironía, demasiado conscientes de la historia como para atreverse a intentar hacer historia. Por elección propia o por las circunstancias del momento, artistas de culto más que de masas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.