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Un gran intelectual europeo

En mayo de 1962, a mi paso por Madrid, enviado por el semanario France Observateur, para cubrir de forma anónima la oleada de huelgas que sacudía España, a partir del movimiento de protestas de los mineros de Asturias, uno de mis contactos con los organizadores de aquellos, el novelista Armando López Salinas, me llevó a una terraza de la Castellana en la que, como evoqué más tarde, nos esperaba Federico Sánchez, perfectamente adaptado a su papel de burgués desenfadado y ocioso: su increíble aplomo, en unos momentos en que era el hombre más buscado por todas las policías de España, me impresionó en la medida en que se ajustaba cabalmente a su leyenda de invisible y burlón pimpinela escarlata.

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Había conocido a Jorge Semprún meses atrás, en las reuniones de Orientación Cultural Marxista, celebradas en el domicilio parisiense del escultor Baltasar Lobo, a las que asistí más de una vez en calidad de "compañero de viaje" del PCE clandestino. Aunque por aquellas fechas nadie me había informado de la verdadera identidad del misterioso Federico Sánchez, no tardé en atar cabos y adivinarla. A diferencia de sus camaradas de militancia, cuya estricta formación política e ideológica les convertía en meros portavoces de la anquilosada doctrina oficial, Semprún, como su colega en la dirección del partido Fernando Claudín, mostraban un gran interés por los temas literarios y artísticos y, cuando a instancias suya pasé a formar parte del comité de redacción de Realidad, la revista cultural del PCE, integrada por ellos, Francesc Vicens, Juan Gómez, Jesús Izcaray, el pintor Pepe Ortega y otros cuyo nombre no recuerdo, nuestras afinidades personales y políticas se afianzaron y convirtieron en una verdadera y durable amistad.

En 1963 Jorge y su esposa Colette, junto al matrimonio Claudín, devinieron comensales asiduos de las cenas organizadas por Monique Lange en el faubourg Poissonnière. Fue así, como bajo la traza del militante y del Robin Hood urbano, descubrimos que se ocultaba un gran escritor. Monique le convenció para que le pasara el manuscrito de El largo viaje, y su lectura nos impresionó. La experiencia condensada en el libro de su incorporación juvenil a la Resistencia Antinazi, y su detención y siguiente deportación a Buchenwad, es el mejor testimonio de un autor español -aunque escrito en francés- de la barbarie hitleriana, y fue recompensado meses después con el premio Formentor, por su denuncia de aquella y su excepcional calidad literaria.

No voy a referir aún las vicisitudes de su oposición y la de Fernando Claudín a la línea oficial del partido, descritas ya en Autobiografía de Federico Sánchez, (1977). Evocaré tan solo una anécdota reveladora del sectarismo y arbitrariedad de la difunta Unión Soviética, en cuanto que le concierne. Según me contó en 1965, uno de los niños de la guerra, durante mi viaje a la URSS, invitado por la Unión de Escritores, tenía a cargo la preparación de una antología de literatura española, para una editorial soviética, y un cuadro del partido le ordenó que incluyeran en ellas unas páginas del recién editado libro de Jorge. Meses después, el mismo cuadro se presentó en la redacción de la editorial para exigir que la suprimieran, sin dar explicación alguna de tan sorprendente cambio. Aquello me demostró que el mecanismo de demonización del disidente, funcionaba en la URSS de idéntica forma a la de la España de Franco.

La creación literaria de Jorge Semprún, elaborada a partir de su cuádruple experiencia de exiliado republicano español, resistente francés, deportado a los campos nazis y conocedor de los entresijos de un PCE no espurgado todavía de las escorias del estalinismo, se enriqueció posteriormente con novelas de la envergadura de El desvanecimiento y La sengunda muerte de Ramón Mercader, hasta alcanzar con Aquel domingo, esa dimensión histórica, ética y cultural, que la convierte en una obra de referencia en el ámbito de la mejor novela europea. Frente al provincianismo imperante no solo en España sino en otros países del viejo continente -este petit contest del que habla Milan Kundera-, Semprún encarna como pocos una mezcla fecunda de experiencias ajenas a todo credo nacional o ideológico, y que funda en ella su propia ejemplaridad. La reflexión política recogida en la pasada década en El hombre europeo y Pensar Europa, corona su labor de persona y escritor a todas, como pedía Manuel Azaña, testigo sereno de los horrores y grandezas de la época convulsa en la que vivió.

Mi estima y amistad por él abarcan un lapso de casi medio siglo. Ninguna fundación estatal, provincial ni autonómica podrá adueñarse del legado de Jorge: lo que pervive en el ánimo del lector, ligero e inasible como el aire o la nube, no se deja atrapar.

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