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CAFÉ PEREC
Columna
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Un cochero dormido

La era de la velocidad comenzó con el ensayo 'El coche del correo inglés' de Thomas de Quincey

Enrique Vila-Matas

En plena era de la velocidad nuestro mundo, tan caótico y audaz, parece manejado por un taxista que hubiera caído en un sueño profundo. Para colmo, mi avión avanza hacia México DF a una rapidez tan desorbitada que no me extrañaría que acabáramos chocando con los alienígenas de los que nos habló Stephen Hawking la semana pasada. Míster Hawking, por cierto, fue un buen lector de Italo Calvino. Y éste, entre otras cosas, nos descubrió que la era de la velocidad, tanto en los transportes como en la información, comenzó con el ensayo El coche correo inglés (The english mail-coach) de Thomas de Quincey: asombroso texto en el que este extraño escritor, en la prematura fecha de 1849, parecía ya saber todo lo que hoy sabemos del mundo motorizado, incluidos los choques a gran velocidad.

El coche correo inglés nos cuenta el ruido y la furia de un viaje en el pescante de un velocísimo mail-coach conducido por un cochero dormido. Los caballos corren a una velocidad de trece millas por hora, por el lado derecho del camino. Esto significa un desastre seguro, no para el mail-coach veloz y solidísimo, sino para ese primer desdichado vehículo que viene en sentido contrario y que es una frágil calesa de mimbre con una joven pareja que avanza a una milla por hora.

De Quincey espera que el joven reaccione o cuente con la ayuda de Dios y escribe: "Entre los dos vehículos y la eternidad, para todo cálculo humano, no hay más que un minuto y medio". Nuestro corazón en un puño. Y si no me engaña el recuerdo, en las cinco sintéticas y magistrales líneas que siguen, De Quincey templa la acción y reúne en un único relámpago el ser y no ser del momento: tanto el inevitable choque como la intervención divina. Por decirlo de otra forma, valiéndose de un recurso que sólo está al alcance de la literatura, detiene el tiempo.

Reproduciría las cinco magistrales líneas si las tuviera aquí conmigo. Pero las dejé en casa, en la vieja edición de Espasa Calpe de 1966. También allí dejé otro libro y otras líneas, no menos magistrales, que tratan de abarcar ese momento en el que el lenguaje, con toda la ambición y demencia posibles, se creyó capaz de todo. Goethe diciéndole al tiempo: "¡Detente, instante! ¡Eres tan hermoso!"

Las cinco líneas asombrosas de De Quincey y ese instante de Fausto me transportan, con la velocidad de la luz, a la fascinación que me produjo, en la década de los noventa, un artículo taurino de Joaquín Vidal, "Curro paró el tiempo", que siempre consideré una obra maestra de las formas breves. Se contaba allí cómo en una corrida en Sevilla en la que la lluvia era inminente, logró Curro Romero, con una faena de tarde mágica, aquello que sólo está al alcance del verdadero arte y que no logró ni Goethe: templar y templar, hasta lograr que la misma lluvia quedara magnetizada por la belleza de sus quiebros toreros y el tiempo cayera hipnotizado y suspendido en el aire, literalmente paralizado.

Aquel artículo de Joaquín Vidal va siempre conmigo, pero sólo en el recuerdo, porque no acerté a conservarlo y no se encuentra en las hemerotecas digitales. Ahora, mientras todo el mundo duerme, en mitad del viaje y de la noche, trato de reconstruirlo. "El tiempo que fluye en mitad de la noche", dice un verso de Tennyson que Borges citaba mucho. Todos duermen, sí. El comandante de Iberia, cochero de la era moderna, seguro que va también dormido, con el piloto automático puesto, cada vez más cerca de México capital. ¿Colisionaremos? Vamos a una velocidad de locura y de sueño profundo. No descarto que no llegue nunca nadie a leer estas líneas. Afuera, más allá de la ventanilla, el río del tiempo, imperturbable, ajeno a nuestros dramas, fluye silencioso en los valles, por los sótanos, en el espacio, entre los astros. Pararlo es cosa de De Quincey. O de Curro Romero, claro.

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