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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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La ciudad bajo asedio

Diego A. Manrique

Sí, lo siento. Otra vez toca tratar del tema de las salas que acogen música en directo, especie bajo ataque. Que asunto más enojoso ¿verdad? Y sin embargo, urge insistir antes de que sea demasiado tarde. La reciente ofensiva del Ayuntamiento de Madrid contra los locales nocturnos parece contar con el beneplácito de muchas mentes simples, de esas que ven el mundo en blanco y negro: "pues si no tienen los papeles en orden, que los clausuren".

No es tan sencillo. La consecución de los permisos para actividades nocturnas tiene algo de carrera de resistencia: el sistema está organizado de tal manera que los clubes siempre quedan en la cuerda floja, a merced de cualquier incidente de esos que copan las páginas de sucesos. Igual método que tantos regimenes totalitarios: toleran los trapicheos de sus súbditos, conscientes del poder discrecional que les otorga la artillería represiva.

Se requieren horarios generosos: los conciertos no dan dinero

Somos muchos los que creemos que el rock, el jazz y músicas similares necesitan locales de tamaño pequeño o medio, donde se pueda disfrutar de grupos o solistas en situación relajada, con una copa en la mano y sin estar atado a un asiento. Locales de iniciativa privada, que merecen contar con la comprensión municipal e incluso más (¿exenciones fiscales?). Forman parte del tejido cultural de cualquier ciudad y deberían ser mimados, no perseguidos. Y existe persecución: ahí está el disparate de policías municipales madrileños inspeccionando las bolsas de los dj, buscando ¡discos piratas!.

Un dato a masticar: la música en directo no resulta muy rentable. De ahí que la ecología de los clubes de aforo modesto requiera horarios generosos, para hacer caja cuando no hay música en el escenario. Aquí ya chocamos con los conceptos catetos de algunos ayuntamientos españoles, que ven una radical imposibilidad de conjugar actuaciones y baile en un mismo espacio.

Estos días, se han publicado en la prensa estadounidense extensos obituarios de Elmer Valentine. Un vividor: policía corrupto en Chicago, se redimió en Los Ángeles como audaz empresario de la noche, gran catalizador del rock californiano gracias a locales como el Roxy y el Whisky a Go Go. Este último, sobre todo: de los Doors a Guns N' Roses, todo el rock peligroso pasó por aquel antro de Sunset Boulevard.

No fue fácil. En 1966, hubo violentos choques entre los jóvenes que acudían al Sunset y los temidos policías de Los Ángeles, que pretendían vaciar las calles. De fondo, una operación inmobiliaria que quería transformar aquello en una zona de oficinas. De la confrontación, por cierto, surgió una canción inmortal: For what's worth, de Buffalo Springfield.

La intención original de Valentine, un francófilo, era montar una discothéque, como las que se estilaban en París; de hecho, se le atribuye el invento de las go-gos. Pero abrió sus puertas a la infinidad de grupos que proliferaban por Los Ángeles en los sesenta. Allí actuaron, a veces coincidiendo en el mismo día, The Byrds, Love, The Turtles, The Mamas and The Papas, The Mothers of Invention, Sonny & Cher, The Seeds, Captain Beefheart. En nuestro entorno, el Whisky a Go Go hubiera sido imposible: o discoteca o conciertos, habrían gruñido los funcionarios.

En EEUU, muere Elmer Valentine y encabeza la lista de necrológicas en The New York Times y otros periódicos alejados de Los Ángeles. En España, hubiera sido criminalizado. Y no sólo por las lumbreras municipales. Hace unos años, el propietario de Rock-Ola, Jorge González, empezó a escribir sus memorias. Aparte de las 1.500 noches de Rock-Ola, tenía muchas revelaciones sobre la vida golfa madrileña durante la década de los setenta.

En su nombre, hablé con diferentes editoriales. Ninguna manifestó interés: todo lo más, querían otro libro tópico sobre la "movida madrileña". Ignoraban que bastantes de las grandes historias de la movida y la premovida estaban entre bambalinas. Y allí siguen.

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