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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Una catástrofe nacional

Diego A. Manrique

En el agrio debate sobre el presente y el futuro de las discográficas, un delicado asunto que nadie toca: su función como conservadoras del legado musical. Beneficiarias de unos privilegios medievales, las disqueras son propietarias absolutas de las grabaciones durante 50 años. Asumimos que, por su propio interés, se ocuparán de almacenar, catalogar y preservar la música, sin olvidar todo lo generado por ella: portadas, contratos, fotografías...

Y no. Más bien, muchas disqueras han destruido inconscientemente su patrimonio. Los traslados de Barcelona a Madrid, las absorciones por multinacionales, las mudanzas han tenido resultados catastróficos. Los archivos se dispersaron, fueron saqueados o terminaron en la basura. Literalmente, según Ricardo Pachón, productor de La leyenda del tiempo: "Tras grabar La leyenda, en 1979, preparamos el concierto de Barcelona, donde Camarón actuaba con Weather Report. Grabamos los ensayos en el estudio grande de Fonogram con una mesa de 16 pistas, en cintas de dos pulgadas. Ya muerto José, pensé en esos multipistas para la Antología inédita. Pasé días buscándolas y temí lo peor; que habían grabado encima. Hasta que alguien recordó una montaña de cintas de 16 y 24 pistas, que esperaban en el patio para ser llevadas a un vertedero. Y allí estaba Camarón, acompañado por Tomatito, Jorge Pardo, José Antonio Galicia...". Una garganta profunda del negocio puntualiza: "En realidad, las cintas de Fonogram se quemaron. Era el método más barato. Todo este problema deriva de que no existía una partida presupuestaria para cuidar los archivos".

El legado discográfico ha sido víctima de un delito continuo de vandalismo

Espacio había: las grandes discográficas solían tener sus sedes en la periferia de Madrid; allí convivían oficinas, almacén y (frecuentemente) estudios o fábrica. Pero, mucho antes de las actuales vacas flacas, se sometieron a brutales procesos de adelgazamiento. El downsizing provocó la jubilación (o despido) de las personas, autodidactas, que se ocupaban del inventario de grabaciones y de labores delicadas como el trato con la censura franquista. En muchos casos, no fueron reemplazadas.

Eso provoca hoy situaciones grotescas. Una discográfica independiente extranjera se dirige a una multinacional española ofreciéndose a reeditar, pagando las regalías correspondientes, tal disco de un grupo nacional de -digamos- los sesenta. La respuesta de la multi: imposible acceder a esa petición ya que no hay constancia de que aquel grupo fuera artista suyo; ni siquiera conservan una copia del vinilo original. El disco queda en un raro limbo: no se sabe quién es el propietario y publicarlo supone un riesgo. En otras ocasiones, sí conceden el permiso pero eso es exactamente todo lo que pueden aportar: un (caro) papel, ya que físicamente no tienen ni música.

Todo esto explica el lamentable nivel de las reediciones españolas. En otros países, se realizan constantes upgrades de discos históricos: se remasterizan, se complementa con maquetas, descartes o directos, se enriquece el cuadernillo con fotos y documentos. Imposible hacerlo en España: debido a una miopía asombrosa, todo se desechó. Con la llegada del CD, se digitalizaron las cintas de bobina. Ese proceso se hizo con parámetros -frecuencia de muestreo, bit rate- hoy superados. Pero es imposible repetir el proceso, con la tecnología actual: como las bobinas analógicas ocupaban tanto espacio, se prescindió de ellas.

¿Qué no seamos alarmistas? Las preguntas sobre los archivos rebotan contra un muro de silencio. Se dice que muchas compañías están haciendo un esfuerzo por reunir las grabaciones de los artistas más vendedores, aunque se usen soportes -disco duro, DVD- de incierta longevidad.

En otros casos, se aprecia un delito continuado de vandalismo cultural, fruto de una desidia inconcebible. Algunas discográficas españolas dejaban las cintas en depósito en estudios con los que trabajaban regularmente. Pero estos estudios se cierran y sus tesoros se evaporan. Perdón, esa metáfora resulta demasiado tibia: a veces, las cintas son víctimas de las mismas excavadoras que arrasan los edificios. No siempre se pierden: lo impiden técnicos o propietarios conscientes de su valor artístico, que saben que allí hay material inédito. A continuación, surgen enojosas cuestiones legales. Una bonita paradoja: los supuestos propietarios no quieren pagar los gastos de almacenaje y restauración pero prohíben que otros sellos publiquen las cintas.

Al borde del abismo, las angustiadas discográficas exigen hoy consideración de agentes culturales. Lo son, pero algunas todavía necesitan demostrar que entienden el concepto de custodia del patrimonio.

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