El 'big bang' del arte experimental
El Reina Sofía sitúa los Encuentros de Pamplona como un acontecimiento histórico
El big bang del arte contemporáneo español, un fogonazo en la noche gris del tardofranquismo, "una hermosa locura", según Chillida, o sencillamente un bello aunque fenomenal fracaso. Los Encuentros de Pamplona de 1972, acaso el evento más singular de la modernidad reciente, se sitúan en el borroso terreno entre la mítica y la realidad. Una amplia exposición en el Museo Reina Sofía que se inaugura el miércoles recuerda fielmente lo que sucedió entre el 26 de junio y el 3 de julio de aquel año, días en que se dieron cita en la capital navarra más de 350 creadores de todo el mundo en una explosión de arte público conceptual. El objetivo es situar el evento, según Manuel Borja-Villel, director del centro, como "el acontecimiento más importante de la segunda mitad del siglo XX en España".
También se trata de explicar lo inexplicable. ¿Quién en su sano juicio creyó que aquello era posible en las postrimerías de una dictadura? Algunas de las respuestas están en el mismo origen de la cita. Fruto del trabajo desarrollado desde los 60 por el colectivo Alea, laboratorio de música electrónica formado José Luis Alexanco y Luis de Pablo, los Encuentros de Pamplona son también la culminación de la labor de mecenazgo de los Huarte, familia de industriales ilustrados navarros.
Entre otras cosas, su dinero sustentó las escasamente rentables actividades de Alea, contribuyó a la modernización del diseño industrial español y permitió el desarrollo del pujante arte vasco, en especial, de Jorge Oteiza.
Si el respaldo de los Huarte hizo posible los encuentros, también los hirió de muerte. La izquierda se opuso desde la cúpula del PCE a la celebración e invitó a su boicoteo por considerar la cita una expresión de "arte oligarca" que podía lanzar al mundo un falso e inconveniente mensaje de modernidad bajo la dictadura. El aparato del franquismo, como era de esperar, lejos de entender nada, despachó el evento como "una invitación a llenar la ciudad de putas y maricones", según recuerda Alexanco, mientras que ETA atacó a la organización y detonó dos bombas de escasa potencia en Pamplona. Una de ellas, el mismo día de la inauguración. En cierto modo, el secuestro por razones sindicales, a principios de 1973, de Felipe Huarte fue consecuencia del turbulento festival de arte.
"Todo lo que pudo salir mal, salió mal", explicaba esta semana el comisario José Díaz Cuyás mientras guiaba por el recorrido de la exposición a medio montar. Organizada por días, la muestra cuenta con algunas de las piezas que allí se vieron y abundante documentación como recortes de la prensa de la época, películas, fotografías de barbudos afanándose en acciones de arte poético. "No se ha pretendido reproducir lo que sucedió, porque fueron hechos irrepetibles", explica Alexanco. Tampoco se ocultan los fracasos que se sucedieron durante la semana y mantuvieron a la organización en vilo.
La pieza central de los encuentros fue un inmejorable resumen de ello. La cúpula hinchada por el vallisoletano José Miguel Prada Poole (el evento tuvo un claro sesgo neumático, como reflejo de una tendencia de la época que atribuía al aire la capacidad de disolver las fronteras entre el arte, la ingeniería y la arquitectura) no se pudo erigir por problemas técnicos hasta el jueves y permaneció en pie sólo durante dos días y tres noches. Las autoridades gubernativas prohibieron cualquier reunión, pero la misma naturaleza de las acciones artísticas provocó encendidos debates bajo la cúpula. La estructura amaneció rajada en algo que parecía sospechosamente un accidente.
La muestra de arte vasco en el museo de la ciudad, exigencia de la familia Huarte y otro de los ejes de los encuentros, fue otro quebradero de cabeza. Oteiza rehusó acudir para no compartir salas con Chillida. Y éste hizo empaquetar la pieza de vuelta a su taller cuando al llegar a Pamplona descubrió una obra de Ramón Carrera que consideraba un plagio de las suyas.
Pese a todo, lo que pudo verse entonces constituye probablemente la mayor reunión de talento artístico del último medio siglo en España. El pueblo de Pamplona ("desconcertado, divertido, con cuerpo de juerga en vísperas de los sanfermines", dice Alexanco) abarrotó las salas de exposiciones, los cines, los sótanos de los hoteles o el frontón Labrit para ver a John Cage montar un happening, volar los célebres parangoleses del brasileño Helio Oiticica o actuar a Steve Reich. También hubo lugar para la "poesía desterritorializada" que en esos tiempos practicaba Ignacio Gómez de Liaño. "Escribimos un poema público en el cielo de Pamplona, con globos que llevaban letras inscritas", explica. El Equipo Crónica sentó a dos muñecos de siniestra estampa, el grupo ZAJ se trajo uno de sus delirios a la Fluxus y Alea creó Soledad Interrumpida, mezcla de música y el efecto de las corrientes de aire, de la que se ha rescatado una parte para cerrar el recorrido de la exposición.
Aunque no todo transcurrió más allá de los límites de la modernidad. El músico Luis de Pablo, uno de los impulsores, recordó esta semana que en aquellos días también hubo actuaciones de grupos de música tradicional, si bien exótica, como los Katakari de India.
No es más que otro de los malentendidos a los que la singular cita ha estado y seguirá condenada. Muchos de ellos quedan afortunadamente explicados en una muestra que se ha montado con evidente afán de administrar justicia poética. Tras la visita, no obstante, queda una inevitable sensación trágica. Los Encuentros de Pamplona fueron el principio de algo y al mismo tiempo su fin. Tras el secuestro de Felipe, la familia Huarte abandonó toda actividad pública de mecenazgo. Y el evento, llamado a convertirse en bienal, quedó en aislada rareza. En un canto a lo que pudo ser y casi fue.
Babelia
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