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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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El amo de la plantación

Diego A. Manrique

Vivimos en el Planeta James Brown. Su gran aportación estilística -el funk- sigue más vigente que nunca; se trata de un virus mutante que transformó para siempre nuestros conceptos rítmicos. Cuatro años después de su muerte, imposible pasar un día sin sentir sus ecos en películas, anuncios, discos contemporáneos.

Sin embargo, constantemente se requiere reivindicar al creador James Brown. Sus tres últimas décadas fueron desastrosas. Quedó espiritualmente tocado y su imagen de triunfador hecho a sí mismo se derrumbó: quebraban sus empresas, Hacienda le acorraló, se envició con drogas destructivas, sufrió prisión ante la indiferencia general. No era querido por sus colegas. Repasando las crónicas de sus últimos actos públicos, de córpore insepulto, asombra comprobar la enormidad de las ausencias: allí no estuvieron ni Prince ni los demás alumnos. Final patético: sus restos viajaban de un lado para otro, a la espera de su enterramiento definitivo, mientras su ávida familia peleaba por el control de la herencia. Todavía siguen.

El ritmo laboral de James Brown no tenía igual. En 1964 tocó 37 conciertos en 11 días

Por el contrario, ha sido bien servido por la industria discográfica. Universal, que controla el grueso de su obra, lleva 25 años publicando reediciones modélicas. Aparte de las indispensables colecciones de grandes éxitos, han concebido deslumbrantes antologías que explicitan su deuda con el blues, que recuerdan su gusto por los instrumentales, que reúnen las abundantes producciones para sus protegidos.

También han recuperado infinidad de directos y caprichos menores como sus grabaciones con big band o los discos navideños. Realmente, es tal la inmensidad de suculentas reediciones que me temo pase desapercibida la última iniciativa: The singles es una colección de dobles CD que ordena cronológicamente las barbaridades que publicaba en vinilos de 45 r.p.m. La serie ha llegado hasta 1973, con el volumen 8.

Solo para adictos: The singles nos hace partícipes de las tácticas del Padrino del Funk. Movido por el doble imperativo de mantener contento a su público original y de conquistar nuevos territorios, James editaba singles cada pocas semanas, bajo diferentes nombres. Necesitaba que su música estuviera presente en radios, máquinas de discos y locales nocturnos, para que no decayera el interés por sus directos. Se trataba de una carrera suicida, que terminaría por saturar el mercado y depreciar el valor de sus lanzamientos. Piensen en el equivalente funky de El maquinista de La General, alguien que acelera mientras consume toda la energía disponible. No hubo nada parecido en la segunda mitad del siglo XX.

James Brown podía grabar con músicos de estudio o con la orquesta de Louis Bellson, pero esencialmente mantuvo a lo largo de su vida una banda propia a la que consideraba como su instrumento particular. Atención: un Duke Ellington combinaba las personalidades y habilidades de sus músicos con finura de alquimista, mientras que James ejercía de amo de la plantación, siempre inflexible con sus subordinados. Instrumentistas excelsos pero intimidados por su disciplina, sometidos a las famosas multas por fallos sobre el escenario e infracciones menores.

Bajo aquella dictadura, los músicos echaban pestes pero soportaban todo. Miraban con envidia a los que supieron emanciparse: Bootsy Collins, Maceo Parker, Fred Wesley, Pee Wee Ellis. Pero también recordaban la perra suerte de Clyde Stubblefield: el baterista más sampleado del mundo, por el break de Funky drummer, nunca vio más dinero que los pocos dólares que James le pagó por aquella sesión.

El ritmo laboral de James Brown y su banda empequeñece las hazañas de cualquier estajanovista musical. Está documentado un periodo de 11 días en diciembre de 1964, cuando visitaron cinco ciudades, algunas separadas por 800 kilómetros de autobús. Como los demás artistas negros, ellos hacían matinales, sesiones de tarde y varios pases nocturnos. Resumiendo: tocaron 37 conciertos en 11 días, aparte de pasar una noche trabajando en un estudio de Washington. Y todo bajo la enorme presión de un jefe exigente, que expresaba sus ordenes mediante gestos y un vocabulario críptico.

Lo que muestra The singles es una mente en efervescencia. Si un tema pinchaba, James sacaba inmediatamente otro irresistible. Si aparecía por el estudio para chequear lo que hacían unos conocidos (por ejemplo, los blancos de The Dapps), aprovechaba para confeccionar un llenapistas. Si necesitaba letras, sabía invocar cualquier moda o asunto de actualidad. Si incluso así flaqueaba la inspiración, siempre se podía reciclar algún riff efectista o recrear algún éxito ajeno. Difícilmente volveremos a experimentar máquinas tan prodigiosas.

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