"Soy un niño del exilio, sé que en parte me dan premios por esto"
"Un poeta de las dos orillas". Así definió ayer Francisco Brines a Tomás Segovia al declararlo en Granada ganador del Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca. El galardón poético de mayor dotación económica en lengua española (50.000 euros) contaba ya en su palmarés con Ángel González, José Emilio Pacheco, Blanca Varela y el propio Brines. Este año ha ido a parar a Segovia, un poeta de 81 años al que le vienen estrechas las clasificaciones. Nació en Valencia pero la Guerra Civil le llevó a París y Casablanca. Más tarde, a México. Allí se desmarcó de lo que él llama "el gueto del exilio", pero trabó una amistad inquebrantable con Emilio Prados y Ramón Gaya. Más tarde trabajó con Octavio Paz en las revistas Plural y Vuelta.
En México recibió todos los premios posibles, del Octavio Paz (2000) al Juan Rulfo (2005), pero vive en España. ¿Mexicano? ¿Español? Su amigo José Bergamín lo definió como "poeta alemán". Con todo, el propio Segovia advierte: "Un escritor pertenece más a su tiempo que a su país. Un español del siglo XX es más del siglo XX que español".
Él regresó a España "a trompicones". "Volví el 20 de noviembre de 1976. Franco llevaba un año muerto, pero el país seguía siendo franquista". Durante un tiempo se asomó a la Península desde el sur de Francia. En Perpiñán, de hecho, trabó amistad con J. M. G. Le Clézio, el último Nobel de Literatura. Más tarde le sirvió de anfitrión en México, antes de que el novelista francés "se fuera con los indios güicholes a comer hongos".
Con todo, lo de las dos orillas le parece bien, sobre todo ahora que acaba de instalarse en la ribera del Manzanares, en el paseo de la Florida. Todavía hay en su casa señales de la mudanza, pero Tomás Segovia ya ha colocado su estudio: el ordenador portátil con el que trabaja en su blog (www.tomassegovia2.blogspot.com) y la mesa de encuadernar. "Mi padre era un puritano y quiso que sus hijos, además de una carrera, tuvieran un oficio. Yo elegí impresor".
Todavía, de cuando en cuando, hace ediciones artesanales de sus libros para los amigos. Últimamente, la mudanza y la salud le han tenido alejado de los trabajos manuales, tan importante para él como los intelectuales, y del Café Comercial, su oficina en la glorieta de Bilbao: "Sin ruido no me concentro", dice.
Concentrado o no, Tomás Segovia no para. Este año, de médico en médico y de casa en casa, ha publicado el poemario Siempre todavía (Pre-Textos) y terminado una novela. El jueves recibió un homenaje en la librería Rafael Alberti dentro del festival VivAmérica y en estos días corrige las 700 páginas del primer tomo de sus cuadernos ("no diarios"), que Pre-textos publicará en breve. En esos cuadernos se encierra, por fragmentos, la vida de un hombre que ha sido mecanógrafo, traductor y profesor en Princeton y en el Colegio de México. Un hombre cuya memoria rivaliza con su curiosidad (no hace tanto hizo una película con sus paseos por el parque del Oeste). Y con su lucidez: "Soy un niño del exilio. Sé que si me dan premios es en parte por eso. Humildemente, lo asumo, pero no soy un símbolo". De hecho, dice, sólo aquí se interpreta su obra bajo el prisma exclusivo del destierro, aunque esté cargada de erotismo y llena de reflexiones sobre la naturaleza y el tiempo.
Autor de la antología En los ojos del día (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores) y del ensayo Recobrar el sentido (Trotta), Tomás Segovia sostiene que queda mucha memoria por recuperar. Un ejemplo: "Durante la guerra viví dos años en la Casa de España de París, una guardería para 350 niños recogidos de las calles de Bilbao y Madrid. No he vuelto a saber de ellos. Los que escriben la historia de la Casa saltan del 1936 a 1970. He preguntado, pero nadie quiere decirme si aquellos chavales con los que jugaba en el patio volvieron a España, se dispersaron por Francia o terminaron en los campos nazis".
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