Ser nosotros mismos
Si sugiero que habría que desterrar el temor a las aventuras individuales y pensar más por cuenta propia, espero no estar pisando la cola triunfal de ningún tuitero. Que nadie se sienta aludido, no estoy hablando de ellos; pueden pues ausentarse ya de estas líneas los tuiteros susceptibles. Sólo decir que las reacciones en la red a mi anterior café Perec me han reconfirmado que Internet es un completo zafarrancho, un brutal embrollo, un pasticciaccio que me recuerda a aquel título de Gadda, Quer pasticciaccio brutto de via Merulana.
El hecho es que pensé que desde esta misma sección podía proyectar en la red de Merulana la sombra de un cierto sentido crítico y la tarea ha terminado por revelárseme no como imposible -hay personas que valoro mucho intentándolo-, pero sí decepcionante. Paralelo al de la prensa literaria, he podido entrever el futuro cada vez más acrítico que se va configurando en el gran pasticciaccio. Digo futuro, pero en realidad es presente. Me sorprende y hasta divierte que en ese presente se me haya acusado de apocalíptico, siendo como es una redundancia, pues -aunque no desprovisto, por supuesto, de las necesarias dosis de humor y con la ironía intacta- vivo en la catástrofe misma.
Pueden ausentarse ya de estas líneas los 'tuiteros' susceptibles
Me divierte menos que algunos escritores me hayan hecho saber que todo va bien en Internet. He pensando en Flaubert cuando, a mediados del XIX, se quedó corto al anunciar que estaba por llegar un tiempo en el que prevalecerían los "hombres de negocios" y en el que las generaciones futuras iban a ser "de una tremenda grosería". Algunos escritores felices, como los inefables hermanos Goncourt, creyeron entonces que Flaubert exageraba.
Siempre han existido este tipo de cantamañanas, de hermanos Goncourt que dicen que no pasa nada y que la poesía y la belleza se mantienen en forma. Son los mismos a los que no alarman los horrores que ensombrecen al mundo y con respecto al lenguaje no ven peligros, probablemente porque nunca han creído en el poder de las palabras; son los mismos a los que no sobresalta la creciente difusión de la idea de que, por encima de todo, el escritor contemporáneo ha de tener en cuenta los derechos del lector como consumidor, pensar en ese lector y no complicarle la vida. La consigna que en el fondo hacen circular estos "seres tranquilos" es la de que los narradores que piensan por cuenta propia y tienen mundos que se desmarcan de la bobada general, cada vez tendrán menos lectores y editoriales.
Hasta donde alcanzo a saber, los narradores que tratan de ser "ellos mismos" nada tienen contra el entretenimiento ni las historias sencillotas que se muestran dispuestas a ser engullidas de un tirón, pero no pierden de vista que esas historias tienen muchas cualidades, menos las esenciales para la experiencia central de la ficción, una experiencia paradójicamente próxima a la verdad y nunca muy hogareña. Porque tal vez lo que un narrador tenga que intentar expresar de un modo exacto sea su visión del mundo, lo que entiendo que comporta la tarea gigante de haber fumigado antes todas las verdades que no son propias sino de otros y no perder de vista que el lenguaje puede conmover cuando es testimonio de una conciencia única.
Me acuerdo de la náusea que le producían a Chejov ciertos colectivos, muy especialmente el entorno literario de su época, un ecosistema que no apreciaba problemas en el horizonte. Esas actitudes tan irresponsables llevaron a Chejov a darse cuenta de que la famosa intelligentsia de sus compatriotas era simple y pura necedad, un mundo -ya entonces como hoy mismo- podrido de camisones domésticos y frases supuestamente completas. Y también a creer ya sólo en los individuos y en sus verdades propias, "en unas pocas personas esparcidas por todos los rincones, sean intelectuales o campesinos; en ellos está la fuerza, aunque sean pocos".
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Babelia
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