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Crítica:CINE
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Iluminaciones sobre una obra

Mishima fue presentada en el festival de Cannes de 1985 y era la gran candidata para la Palma de Oro, pero la crítica francesa fue muy dura con el trabajo de Suchrader y consideró que el filme daba una imagen del novelista japonés próxima al digest. La acusación de trivialidad y simplificación se repitió en casi todos los comentarios, como si de pronto estuviera claro para cualquiera lo que había que explicar sobre Mishima, convertida la platea del Palacio de Congresos de Cannes en una asamblea de eruditos sobre cuestiones japonesas y de profundos estudiosos de la obra del autor de El pabellón de oro.El resultado no fue tan sólo la marginación del palmarés -Mishima obtuvo, a modo de consolación, un reconocimiento para su dirección artística-, sino cortar de raíz la inmediata difusión internacional de la películia, que ya era problemática por otras rnuchas ra.zones, entre ellas la de estar rodada en japonés y tener que estrenarse subtitulada en Estados Unidos, algo insólito para una producción de aquel país. Posteriormente se ha sumado a la descalificación de la crítica la de la viuda de Mishima y la de Henry Scott Stoles, amigo y biógrafo del escritor.

Mishima

Director: Paul Sclirader. Intérpretes: Ken Ogata, Masayuki Shinoya, Kenji Sawada, Reisen Lee, Yasosulce Bando, Hisalco Manda, Toshiyuki Magashima. Guión: Paul y Leonard Schrader.Fotografía: John Bailey. Decoración: Eiko Ishiolca. Música: Philip Glass. Estadounidense. 1985. Estreno en Madrid: Alphaville.

Ante este panorama de rechazo casi generalizaclo resulta difícil argumentar en contra y hacerlo con convicción, maxime cuando no te asiste la condición de orientalista y lector impenitente de la obra de Mishima, un personaje que, si nos interesa es también por lo que hay de incomprensible en muchos de sus actos, en esa sociedad del escudo empeñada en defender al emperador, fanatismo de un antimperialismo fascista que se mezcla con la predilección por temas literarios típicamente europeos o con la excitación erótica producida por la visión de una tela en la que san Sebastián aparece en pleno martirio manierista.

No basta con decir que "la destrucción de la belleza es más bella que la belleza misma" con referirse a la biografia de Mishima como un "plan para la muerte" o en la idea de "convertir la propia vida en una obra de arte". Detrás de todo esto, de la ecuación muerte =erotismo= belleza, del seppuku cometido en medio de una confusión lamentable, -que incluye pro clamas patrióticas que son recibidas con bromas y abucheos detrás de esa rnuerte, que viene a dar seriedad a lo que si no aparecería como un gran guiñol, narcisista-, existe un enigma Mishima que quisiéramos comprender mejor, necesitados de esa iluminación que no aportan las coherentes y bien organizadas reflexiortes, esas que pretenden poder Justificar sin problemas, a partir de datos biográficos y tradiciones culturales, el impulso de autodestrucción y ejem plaridad de un suicida que además llevaba fiempo ensayando ante las cámaras cómo rasgaba su abdo men con un afilado yoroidoshi.

La película de Schrader está dividida en cuatro partes, organizadas a partir de una clara voluntad interpretativa: la primera nos remite al tema de la belleza; la segunda, al arte; la tercera, a la acción, y la cuarta, a modo de conclusión, propone fundir el final de cada una de las tres anteriores en la armonía de la pluma y el sable".

Esta estructura se desarrolla a partir de los materiales que suponen la crónica "a lo Costa Gavras" -según palabras del propio Schrader- del último día de la vida de Mishima, la reconstrucción de algunos hechos de la biograrla del escritor y la escenificación de pasajes de sus novelas, concretamente de El pabellón de oro, La casa de Kyoko y Caballos desbocados. Las secuencias, cuyo origen es novelesco, tienen un tratamiento muy estilizado, con decorados abiertamente teatrales y que juegan con la monocromía. De ahí surgen los mejores momentos del filme, instantes en los que se desvanecen las dudas que surgen de las grietas de una estructura tan razonable y calculada.

Pabellón de oro

El pabellón de oro se abre y absorbe literal y paralizadoramente, al tartamudeante Mizoguchi, pero también absorbe al espectador; lo mismo sucede con el rojo rosáceo de las paredes de la casa del amante de Osamu, que después de mi rarse en el espejo preguntándose: "¿Existo realmente o no?", acaba por descubrir que sólo la sangre puede probar su existencia, y de la muerte voluntaria depende el que las obras en las que hasta entonces ha actuado adquieran ese plus de realidad que él desea para Isao, rodeado siempre del predominio del color negro; el momento de la sinceridad se produce en la playa, junto a un tori semienterrado, o cuando invade la casa del millonario, situación que Schrader muestra con un juego de luces que ya había ensayado en American gigoló. Todas estas secuencias, auténtico digest de tres novelas que se justifica porque se integra en un proyecto interpretativo cuyas conclusiones son las mismas que las de la biografía de Scott Stokes, son formidables momentos de cine, que magnifican y disculpan lo que hay de grotesco y patético en el falso documental sobre las evoluciones de la tatenokai que acompaña a su líder hasta que él consuma su sacrificio.

Las secuencias biográficas, en blanco y negro, entresacadas de varias fuentes -entre ellas Confesiones de una máscara-, van acompañadas de una voz en off que suministra la información mí nima para situar al espectador me nos enterado. El estilo de esta parte recuerda a menudo las películas de los años cuarenta y principios de los cincuenta. Sólo la crónica de las últimas horas, con su cámara un poco televisiva, desmerece del filme y recalca en exceso alguna obviedad, prologando cada una de las partes y forzando un poco la idea de continuidad.

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