Risa sin mancha, gravedad forzada
La seriedad natural, pero también la impostada, gozan de ancestral prestigio, otorgan un santuario en academias y museos, se supone que está emparentada con lo más profundo y trascendente del pensamiento y del alma. Imagino que la gente que le dirigía, los actores y las actrices que trabajaban con él y el regocijado público que le observaba supieron desde el principio, en películas infames, mediocres o excelentes, algo tan incuestionable como que José Luis López Vázquez era un actor buenísimo, en posesión de un ritmo endiablado, un temible robaplanos, de los que clavan el gesto y la frase, alguien que jamás se permite el lujo de ausentarse en el momento en que la cámara comienza a filmar. Pero el superdotado militaba en el idiotamente subvalorado género de la comedia, era un cómico, se dedicaba a hacer reír, era demasiado popular, la subdesarrollada España podía identificarse con sus involuntariamente patéticos, hilarantes y casposos personajes.
Militó en la comedia pero demostró que también sabía ser complejo y trágico
López Vázquez solo consiguió el certificado de artista como Dios manda y la asombrada bendición de la crítica concienciada cuando los guiones y los directores trascendentes le ofrecieron hacer drama, sicologismo, simbolismo, despojarse del tonillo al hablar, contener el gesto o hacerlo atormentado, expresar tinieblas interiores, patologías y demás sensaciones prestigiosas. Demostró que también sabía hacer muy bien esas cosas, ser complejo y trágico, enfrentarse a los primeros planos densos, revelar con la mirada enfermizos o profundos mundos interiores, convertirse en adecuado aspirante a galardones con etiqueta artística. El talento desbordante de López Vázquez había alcanzado la sagrada respetabilidad no por divertir al espectador sino por hacerle pensar. El hilarante titiritero alcanzaba reputada condición de mago. Era el perfecto transmisor del universo de Carlos Saura, Olea, Armiñán, Mercero, etcétera. Palabras mayores. Su currículum, como posteriormente el de Landa y Pajares, ya estaba limpio. Habían purgado el estigma de ser los muñecos de Ozores, la representación soezmente cómica de un país embrutecido, la complacida parodia de una realidad casposa.
López Vázquez era igualmente un virtuoso haciendo comedias execrables con pretensiones de costumbrismo, productos amables y conseguidos como La gran familia, un rufufú inequívoca y modélicamente ibérico como la muy graciosa Atraco a las tres y cuando el género caía en manos excelsas, cáusticas, negras, creadoras de un arte intemporal, como las del Ferreri de El pisito y El cochecito y el Berlanga de Plácido y El verdugo, en los magistrales guiones de aquel Azcona en continuado estado de gracia.
López Vázquez fue veraz, ágil y contundente de joven y de viejo (aunque su imagen la asocio a alguien que siempre ha sido igual, sin edad), en blanco y negro y en color. Aunque la gloria le llegara en los años setenta, su rostro, su personalidad, su actitud y su apariencia llevarán eternamente la huella de un individuo de la posguerra, tendrá bigote, será calvorota, le rodeará un aura entre el vitalismo y la mezquindad.
Hay actores que podrían ser de cualquier parte, pero Alberto Sordi solo puede ser italiano, Jean Gabin francés, Wayne norteamericano, López Vázquez español. Será el patético adulador Fernando Galindo, "un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo". Será el angustiado y constipado Gabino Quintanilla, el hijo de Quintanilla, el de la serrería. Será Rodolfo, aquel desgraciado que se casa con una vieja para poder heredar el piso que donará la ansiada y demorada felicidad a él y a su eterna novia. Será el sastre y hermano del futuro verdugo que mide obsesivamente la cabeza de su hijo para constatar que la criatura es normal. También disfruto enormemente con su memorable creación del rijoso heredero del Marqués de Leguineche en la saga nacional que se inventó Berlanga, pero pertenece al color. Mi López Vázquez es un habitante genuino del blanco y negro.
Babelia
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