El Prado repara su deuda con el siglo XIX
Impresionaba en la galería Tretiakov de Moscú la emoción con la que el visitante se acercaba a los poderosos lienzos plagados de relatos decimonónicos que contaban las grandes hazañas, las hagiografías, las vidas de las gentes humildes incluso.
Se sentía envidia, de pronto, al pasear por la Tretiakov -por tantos museos europeos- frente a la emoción y el orgullo de poder detener la mirada entre los grandes lienzos y dejar que se quedara presa de un pequeño rincón, apenas una tela, la textura de un rostro, un paisaje, un gesto imperceptible... Nuestro gran Prado, perfecto -siempre perfecto-, lleno de pinturas deslumbrantes, aparecía un instante en su vacío. El siglo XIX español, expulsado del edificio principal, montado en el Casón entre desconchones y desidia como si de la hermana boba se tratara, desaparecía de repente un día subrayando una impresión falsa y manipuladora, la escenificación de los ignorantes, incluso de aquellos funcionarios que en tiempos de Franco daban por cierta una mentira repetida, una historia deshilachada que pasaba de Goya a Picasso. O mejor aún, creando la impresión errónea de que la historia que merecía la pena contar terminaba en Goya. ¿Quién querría ver nuestro aburrido XIX al lado de los "grandes maestros"?
La pintura de historia es la que causará más asombro al público
La emoción surge de un lugar sutil y profundo: rebosa de los cuadros mismos
Por eso la emoción es doble al pasear ahora por el Prado. No sólo se ha roto el maleficio dejando que la historia fluya, sino que se ha terminado con el falso y tedioso lugar común de que nuestro XIX no vale la pena. El visitante se siente atrapado por una sensación rara, de deuda saldada. Pero es mucho más que eso. Mucho más incluso que volver a ver a los viejos amigos tanto tiempo secuestrados. En el paseo van apareciendo esos cuadros que muestran la fuerza de la producción del XIX en España con una selección que, además, en ningún momento se deja seducir por el cliché. Muy al contrario. Pese a estar representados la mayor parte de los cuadros míticos de la colección, desde los retratos "neoclasicistas" de Vicente López hasta la espectacular Muerte de Viriato, de José de Madrazo, pasando por los especialísimos paisajes, el conjunto va a sorprender a más de uno. El recorrido se completa con los retratos modernos de Fortuny o el propio Sorolla, entre otras piezas.
La pintura de historia es la que va a causar más asombro entre los espectadores desde su nuevo emplazamiento, donde ha adquirido una fuerza inesperada. Ante El fusilamiento de Torrijos, de Gisbert, La muerte de Lucrecia, de Rosales, Las hijas del Cid, de Dióscoro de la Puebla, pasando por Los amantes de Teruel, de Muñoz Degrain, o la impresionante Doña Juana la loca, de Francisco Pradilla, el visitante se dará de bruces con unos trabajos que, seguro, no recordaba tan potentes.
La emoción no surge -o no sólo- de poder contemplar las pinturas de una forma que ni ellas se hubieran atrevido a soñar, al lado de los "grandes maestros". La emoción surge de un lugar sutil y profundo: rebosa de los cuadros mismos, que tras haber recuperado el lugar en el relato y entre las paredes del museo, han impuesto su auténtica fuerza, pictórica también. Y el visitante se conmueve en las nuevas salas del XIX del Prado, quizás por la sensación de un merecido regreso. O porque sus ojos se pasean ávidos por la superficie de los lienzos como se paseara la mirada del espectador de la Tretiakov y siente ese placer antiguo de la pintura. De ahora en adelante, ninguna narración nos hará creer que la Historia acaba en Goya y vuelve a comenzar en Picasso. Al fin, las pinturas del XIX están de vuelta en casa.
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