El maestro y el engendro
Al parecer -hay escasa información sobre las entretelas, de este asunto-, Arthur Penn iba a ejercer en este filme únicamente funciones de productor ejecutivo.Pero una vez iniciado el rodaje de la película algo debió de ocurrír en ella -Penn se refirió al problema en una reciente entrevista, pero eludió, saliéndose por la tangente, dar las razones concretas del porqué- para que el cineasta asumiera también, y sobre la marcha, las más decisivas funciones de dirección.
Y este algo debió de ser seno, pues no se entiende bien que un cineasta tan diferenciado como Penn, que es uno de los pocos hombres del cine norteamericano en activo de los que se puede decir que es dueño de un estilo propio inconfundible, se hizo cargo de la imposible tarea de poner en pie un guión y un reparto de aplastante mediocridad y, para mayor inri, inspirado en un asunto argumental situado en las antípodas de lo que hasta ahora ha sido específico del cine de este veterano director.
Muerte en invierno
Dirección: Arthur Penn. Guión: Marc Shmuger y Mark Malone. Fotof¡grafía: Jan Weincke. Música: Richard Einhorn. Producción: John Bloomgarden y Marc Shmuger. Estadounidense, 1987. Intérpretes: Mary Steenburgen, Jan Rubes, Roddy McDowall, William Russ. Estreno en Madrid: cines Gran Vía y Españoleto.
El resultado está ahí: la firma de uno de los más interesantes hombres del cine estadounidense moderno en la cabeza una película propia de un discípulo; una película pobre, archisabida, inimaginativa, disparatada, mal hilvanada, superficial, atestada de trucos ópticos, argumentales y situacionales: una penosa ficción de filme de cuarta categoría que con suerte hubiera pasado como una respetable película escolar o como un relato artificioso y elemental, al estilo de los malos telefilmes de suspense, que ahora vuelven a estar de moda.
Sobreposición
Sin embargo, como cosa curiosa, es interesante ver en esta película cómo Arthur Penn intenta -por supuesto, casi siempre infructúosamente- ennoblecer materias descaradamente innobles. Sobrepone continuamente la realización y la puesta en escena a la materia cinematográfica y dramática, y esto canta a gritos; se nota tanto que casi parece hecho aposta.A veces, no obstante, Penn logra hacer pasar por metal dorado a la hojalata -por ejemplo, la secuencia en que la protagonista descubre, al desenrollarse la venda que cubre su mano, que le han cortado un dedo, escena que tiene una innegable y mórbida tensión interior- mediante distorsiones y exageraciones, unas veces sirviéndose de sonidos chillones y otras de rutinarios trémolos musicales que producen sensación de alarma, en una banda sonora amañada, prefabricada. En otras ocasiones Arthur Penn acude a enfatizaciones marrúlleras del encuadre y a todo tipo de recursos de oficio, con tal de sacar algún partido a la inanidad del asunto.
Lo curioso se origina en el hecho de ver a un estilista tan refinado como Penn metido en un berenjenal de toscos bordados de esparto, gruesos, cinematográficamente incluso groseros. Resultará, al menos para los cinéfilos y para estudiosos de las técnicas del cine, agradable ver cómo Penn saca algún partido de un guión y un reparto que no ofrecen ni la menor posibilidad de verdad y de poesía. La averiada película se sostiene con muletas, pues Arthur Penn hace en ella, más que de cineasta, de cirujano ortopédico. El filme, pese a los rasgos de la mano del maestro, es un engendro.
Babelia
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