Un proyecto vital anacrónico
Cuando se publica un libro de importancia tan grande como el que Julián Marías acaba de publicar bajo el título de España inteligible creo que -además de ser un placer- es obligación de cuantos nos preocupamos por las cuestiones ahí examinadas la de prestarle cuidadosa atención y leerlo con un lápiz en la mano para anotar al margen las observaciones que suscite. Muchas de esas anotaciones han sido, en mi caso personal, de anuencia y reconocimiento; otras, como no podía dejar de ocurrir en asunto tan amplio y tan complejo como el que sus páginas abordan, de perplejidad y duda; y algunas, de neto disentimiento. La obra merece, sin duda, una discusión a fondo, y -aunque no es propósito mío entrar en ella- deseo que, para bien de la salud mental de los españoles en esta fase crítica, tan prometedora, de nuestra vida colectiva, el libro sea sometido a puntual escrutinio. Dicho esto, no hará falta más para que quede afirmada y remachada mi opinión acerca de la importancia intrínseca, así como de la infalible oportunidad de la obra. Sobre esta base han de entenderse las reflexiones despertadas en mí por varios de sus pasajes a lo largo de la lectura.Julián Marías es no sólo un escritor de mente filosófica, sino filósofo profesional. Su tratamiento del problema de España o de la realidad histórica de España (y me valgo aquí de dos de las fórmulas más popularizadas con que en el pasado reciente se ha discurrido acerca del tema de la supuesta peculiaridad irreductible de lo español, peculiaridad a la que en cierto modo indirecto alude también el título de este nuevo libro cuando enuncia la pretensión de hacer inteligible a España) es un tratamiento que el autor ha querido encuadrar dentro de rigurosas categorías del conocimiento histórico.
'Proyecto histórico'
Una de esas categorías, quizá la más importante, es la de proyecto histórico. Resulta evidente que el autor atribuye valor positivo a lo que por proyecto histórico entiende, y ello con toda razón; pues no hay duda de que un tal proyecto es esencial para las comunidades humanas: sin él la vida colectiva caería en el marasmo, caminando hacia la desintegración. Pero ¿es que todo proyecto histórico merece, por el mero hecho de existir, una valoración positiva incondicional? ¿No puede haber acaso proyectos históricos de efectos nocivos? Tal vez convendría plantearse la cuestión de si la pretendida peculiaridad de España no tendrá sus raíces en el hecho de haber adoptado un proyecto histórico anacrónico, como era el de la Contrarreforma tal cual fue asumida y entendida por el Estado español, cuando, tras el retiro del emperador, fracasado en sus intentos conciliadores, se desencadenó la brutal reacción contra el erasmismo que había sido inspiración política suya. Consistía este nuevo proyecto -la Contrarreforma a modo hispánico- nada menos que en mantener el universalismo católico, ahora dentro de un espacio cerrado -esto es, dentro de los límites de la Monarquía española y mediante los recursos de su poder-, designio contradictorio por principio, y absurdo como programa en una Europa que era ya -y seguiría siéndolo todavía por varios siglos- el palenque de la pugna de naciones rivales: los cuerpos políticos de nuevo cuño cuyo dechado había sido, por cierto, la España integrada mediante el matrimonio de los Reyes Católicos, y cuyo codigo general de conducta estaba condensado en las máximas de El príncipe, de Maquiavelo, quien -extrapolando de la ética ciertas técnicas de la política aristotélica- había hallado modelo para su tratadito precisamente en la figura del rey Fernando.
De acuerdo con los supuestos del proyecto integrista de que partía esa Contrarreforma entendida a la española, se desarrollaría en este país una copiosa literatura antimaquiavelista, que no sólo vitupera la perversidad moral del escritor florentino, sino que ataca también a "los políticos de este tiempo", en particular a quien había acuñado el concepto de soberanía, Jean Bodin, condenándolos en virtud de principios cuya pureza evangélica resultaba en verdad muy poco compatible con las prácticas de acción política entonces vigentes. Como bien hubiera podido esperarse, y por más que la literatura antimaquiavelista así lo predicara, la monarquía española no aplicaba ni podía aplicar en el ejercicio de su actividad internacional ninguna "política de Dios", ningún "gobierno de Cristo" que valiera, sino la "razón de Estado", ni más ni menos que sus rivales, Inglaterra y Francia; pero es claro que esta contradicción entre la doctrina oficialmente sostenida y las ineludibles exigencias prácticas no podía dejar de tener un efecto desmoralizador -en todas las acepciones de la palabra- sobre el ánimo de los gobernantes, creando una generalizada mala conciencia de consecuencias paralizadoras.
Tal paralización se irá extendiendo cada vez más al conjunto del cuerpo social. Julián Marías cita frases reveladoras de Fénelon, para quien, terminado el siglo XVII, España -peso de un cuerpo muerto- es país impotente, que ha perdido toda capacidad de decisión. En aquella Europa que se mueve y avanza con fuerte pulso, vemos cómo luestro país se ha cerrado en cambio a la modernidad. Nuestra literatura del Siglo de Oro está plagada de lamentaciones y deprecaciones a causa del oro que, procedente de América, se le escapaba a España de entre las manos por diversas vías. Muchos galeones eran robados ya en ruta por los piratas ingleses; los buhoneros franceses se lo cambiaban al español por baratijas, tal como los primeros españoles habían engañado al inocente indio; y en punto a cambiar, ahí estaban los genoveses para completar el despojo con sus malas artes financieras. Y ¿qué significan todas estas quejas?
Hidalgos y pícaros
Por lo pronto, es evidente que suponen una reacción de encogido rechazo frente a las formas modernas -es decir, burguesas- de entender y manejar la economía, muy en consonancia con el medievalismo del proyecto histórico que la Contrarreforma española supone. El desprecio nobiliario de las industrias lucrativas, transferido desde el orgullo estamental de la Edad Media, cuando el trabajo estimado era sólo el batallar, hasta una España sustentada en sus ilusiones de grandiosidad por el espejismo de los metales preciosos que la conquista permitía extraer de ultramar, parece ser la actitud dominante en aquella sociedad de grandes señores manirrotos, de pobres hidalgos ociosos y de pícaros hampones que la literatura misma refleja. En el libro de Marías, tan meritorio por muchos conceptos, echo de menos algunos análisis económicos que vinieran a explicar, mediante el examen de las estructuras sociales correspondientes, la mentalidad inmovilista sobre que el proyecto de la Contrarreforma española se asentaba.
Pero lo que aquí me interesaba subrayar ahora no es tanto la traba que para la eficacia práctica pueda haber implicado la desconexión radical entre los principios teóricos que inspiraban el proyecto histórico y las perentorias urgencias de la concreta realidad, como el hecho de que la fiel adscripción de los españoles a una actitud vital colectiva incompatible, por arcaizante, con esa concreta realidad actual, tenía que producir una sensación de profunda extrañeza a quienes desde fuera la observaran. Los extranjeros debían ver al español como un tipo extravagante, como un bicho raro. Pienso que, mediante su peculiar versión de la Contrarreforma, España se había vuelto de espaldas a Europa; y que si a los escritores antimaquiavelistas no les faltaban motivos para mover la cabeza ante las locuras de Europa, Europa por su parte debía contemplar a España como una nación enajenada.
Uno de los problemas históricos que en su libro preocupan y mistifican a Julián Marías es el de la increíble persistencia de la leyenda negra, contra la que denodadamente y con toda razón argumenta. Acerca de algunos extremos de esa argumentación, ya ha puesto los puntos sobre las íes Carlos Seco Serrano en el comentario aquí mismo publicado. Tampoco yo suscribo a la destruyción del padre de Las Casas intentada bastante a deshora por Menéndez Pidal, presentando como una especie de irresponsable demente al hombre que, de hecho, supo persuadir al emperador y promover su admirable legislación de Indias.
La tenaz leyenda negra
Pero en esto sí que está en lo cierto Marías: lo asombroso es, con todo, la tenaz perduración, siglo tras siglo, de esa leyenda negra que repite hasta la náusea (no más lejos que ayer todavía, Fidel Castro soltaba sin rubor la retahíla de las patochadas, necedades y sandeces de rúbrica) un estereotipo sin mayor base efectiva que el que pudiera confeccionarse con sólo echar mano a cualquier otro catálogo de atrocidades espigado en la historia universal, desde las crónicas más añejas hasta las que cada día nos pone la televisión ante los ojos.
La hostilidad -mezcla de admiración envidiosa y de resentimiento- que siempre despierta toda gran potencia, y que desde luego suscitó en su momento la presencia dominadora de España en el mundo, bastaría para explicar en principio la leyenda negra; pero no explica sus exageradísimos términos, ni mucho menos la que con acierto describe Marías como "descalificación global" de lo español, sin acertar a encontrarle explicación, aunque, por supuesto, no se le escapa a él la extrañeza a la que fuera de nuestro país dada ocasión el proyecto histórico de la monarquía española, cuya política -dice- "no va a ser comprendida por el resto de los países europeos"; añadiendo: "Todo lo que constituye la originalidad histórica y política de España queda fuera de la visión que los demás europeos, aun los más eminentes, tienen de ella en el siglo XVII. En el XVIII las cosas serán todavía peores, quiero decir más remotas de la realidad". Pero, con todo, no reconoce que esta pretendida realidad original nuestra nada tenía que ver con la realidad efectiva del mundo contemporáneo, sino que era más bien una realidad quimérica, un empeño de vivir de espaldas a la historia, negándola. (Salvadas todas las diferencias, que no son pocas, me atrevería sin embargo a señalar una relativa similitud con el caso presente de la Unión Soviética, encorsetada como está dentro de una dogmática ultraconservadora, y tan difícil de ser entendida por el resto de las gentes).
Muchos españoles, entre tanto -aquellos que en principio eran irreductibles al proyecto histórico de la Contrarreforma y por consiguiente fueron segregados o aplastados en sus comienzos, y quienes en generaciones sucesivas disentían de él y aspiraban a que nuestro país se colocara al par de Europa (muy notablemente las altas clases ilustradas del siglo XVIII que con tan aplicada atención ha estudiado el propio Julián Marías)- constituirían una corriente ininterrumpida, sólo muy rara vez y en precario elevada a posiciones de poder oficial, y con mucha frecuencia oprimida, perseguida y vilipendiada, a la que por último se le colgaría el mote vejatorio de anti-España. Tras el desmoronamiento del antiguo régimen, la historia española, en la Península y en América, ha sido hasta ahora la historia de la pugna entre partidarios de la modernización y los fieles mantenedores de una inmovilidad arcaizante. Esperemos que esa penosa historia se haya clausurado por fin con el siglo que termina.
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