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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Leer por haber leído

Manuel Rodríguez Rivero

Hace años, Umberto Eco publicó una divertida columna en la que comentaba una encuesta realizada a intelectuales italianos acerca de los libros importantes que nunca habían leído. Además de novelas de Proust, Joyce o Virginia Woolf, por citar algunas reiteradas ausencias entre los modernos del canon occidental, había catedráticos de literatura que declaraban no haber podido con El Quijote, filósofos que guardaban intonsa la Metafísica de Aristóteles, o teólogos que nunca habían bebido en la Suma Teológica. Más allá de esos acuciantes volúmenes, ahora tan de moda, acerca de "todo lo que hay que leer", la confesión de lo que no ha leído alguien a quien se atribuye autoridad produce un efecto balsámico: si fulanito, que es quien es, todavía no le ha hincado el diente a Guerra y paz, no estoy perdido. La encuesta daba pie a Eco para afirmar juiciosamente que la ansiedad ante lo que no se ha leído sólo puede producirse entre lectores. Los no lectores radicales -ese 43,1% de nuestras encuestas- no se angustian: no tienen por qué.

En realidad no deberíamos sentir ansiedad ante la inmensidad de lo que no hemos leído. Según el historiador Anthony Grafton, y tal como calculan (un tanto perfunctoriamente, al parecer) los agentes digitalizadores de bibliotecas, el número de títulos publicados a lo largo de la historia podría oscilar entre 32 y 100 millones. Suponiendo que una persona corriente tardase cuatro días en leer un libro "de tamaño mediano" (para entendernos: ni El extranjero ni El hombre sin atributos, por citar sólo ejemplos narrativos), al cabo de una vida lectora de 65 años, sólo podría haber leído 5.931. En el fondo, una miseria.

He pensado en ello a partir de dos anécdotas diferentes. La primera se refiere a la sorpresa de algunas personas a propósito de un artículo publicado en Babelia en que Antonio Muñoz Molina confesaba estar leyendo por primera vez (ahora no cesa de releerlo) Bajo el volcán, uno de esos libros reputadamente "imprescindibles" para el bagaje de cualquier persona culta, especialmente si se trata de un novelista. Muñoz Molina es uno de los lectores más impenitentes y omnívoros que he conocido, uno de esos individuos que, como confesaba Cervantes en una de sus incursiones autobiográficas en El Quijote, es "aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles". Y si no le faltaran todavía abundantes lecturas "imprescindibles" probablemente se moriría de aburrimiento. De manera que disfruta descubriéndolas.

La otra tiene que ver con la ternura que me ha producido encontrar (el soplo me lo dio The New Yorker), colgada en la página oficial de Art Garfunkel, la lista detallada de los -atención- 1.023 libros que el cantante y actor ha leído desde junio de 1968 hasta 2008 (2,16 al mes, por cierto). Una lista heterogénea -como debe ser la de todo lector felizmente no especializado- que el personaje ha decidido, orgullosa e infantilmente, poner a disposición de sus fans.

Leer es haber leído, decía el olvidado hispanista Leo Spitzer. Cuanto más leemos, mejor sabemos hacerlo y mayor es nuestro disfrute. Además, no todos leemos igual. Como antiguo editor obligado a leer durante años con ojos discriminadores y velocidad de vértigo multitud de obras que -¿cómo decirlo?- jamás figurarán en ningún canon, tuve que reaprender a leer por placer cuando cambié de oficio. De manera que tardé un tiempo en volverme a sentir soberano de mis lecturas. Reconozco que con las "fieras del tiempo" acechándonos y con esos 223 minutos diarios ante el televisor que consumimos de media los españoles, leer obras maestras se ha puesto complicado. Pero ahí siguen, esperando para entregarse a quienes las encuentren, con o sin recomendación. Yo no paro de rellenar huecos, afortunadamente. Y mi biblioteca, como decía Zaid que decía Gaos, todavía tiene mucho de proyecto de lectura.

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