"I like your moño"
Se lo decía una cajera a otra mientras metía mis alimentos en la bolsa: "I like your moño". A punto estuve de intervenir diciendo: "I like her moño too", pero me contuve, porque desde que vengo a este supermercado, tan justamente llamado The Garden of Eden (El Jardín del Edén), oculto mi condición de hispanohablante para que las cuatro cajeras enmoñadas, imitadoras rechonchas de ese modelo de belleza hispano que es para ellas Jennifer López, no se inhiban delante de mí. El español es para ellas el arma secreta, el idioma del cuchicheo, el que hablan cuando les conviene hacer un comentario pícaro delante de los clientes que no quieren que sea escuchado. Hablan mucho de hombres. Para ellas es el idioma familiar, de la amistad y de la malicia. Y como nuestro aspecto español se diluye confusamente entre el de los italianos, los griegos o los israelíes, una puede disfrutar de las confidencias sin ser descubierta. De todas formas, ocurre con frecuencia que los hispanos que trabajan en servicios se revuelven incómodos si les hablas en español. Es, imagino, como si dieras por hecho que su físico, moreno, mulato, indio, corresponde a un determinado idioma, y en Estados Unidos, a pesar de la fortaleza de las minorías, los inmigrantes tienen una voluntad notoria de integración. La secuencia sería así: la primera generación salpica su habla con palabras inglesas relacionadas con el trabajo o la vida diaria. Los porteros, por ejemplo, en su mayoría hispanos, se expresan en un bellísimo español guatemalteco o mexicano hablándote del boiler (la caldera), el freezer (el congelador), el basement (el sótano) o del "leak que había en el ceiling" (la gotera en el techo). No es incultura, es economía de medios, ansia de hacerse entender, y en muchos casos responde al hecho de que es la primera vez que el emigrante usa esa palabra porque el aparato que nombra no existía en su país. La segunda generación, y eso está más que reflejado en la literatura, se aparta de las raíces paternas, habla un inglés impecable porque lo ha estudiado en la escuela y chapurrea un español bastante incorrecto (a veces tímido) con la familia.
Ocurre que los hispanos se revuelven incómodos si les hablas en español
Estamos hablando de un problema de estatus, de clases sociales; si el niño hispano quiere ser alguien ha de saber, no ese inglés exótico que tanta gracia nos hace, no, ha de saber inglés. Cierto es que en las calles de Nueva York el español es el idioma más escuchado después del inglés y que hay más traductores de ese idioma que de ningún otro en hospitales e instituciones públicas, pero la sensación es que, pese al numerosísimo capital humano que lo habla, no acaba de levantar el vuelo para convertirse en un idioma de primera categoría en el ámbito cultural. A las autoridades competentes habría que pedirles que rebajaran los discursos triunfalistas sobre la importancia de nuestra lengua y se pusieran a trabajar para que tuviera una presencia con la dignidad que se merece. La única manera de que el español prospere es que a los niños inmigrantes no les cause vergüenza hablar el idioma de sus padres. A eso deberían contribuir, para empezar, los medios de comunicación hispanos que, al menos en Estados Unidos, se esfuerzan en resaltar esa imagen chillona y bullanguera de nuestra lengua. La televisión española internacional es más sobria pero no se queda atrás en baratura y horterez. No lo digo yo, lo dice cualquier español que viva en el extranjero. Da vergüenza. Es en ese tipo de cosas en las que perdemos día a día una oportunidad, nunca mejor dicho, de oro. El español está vivísimo en las calles de Nueva York pero no se puede confiar su supervivencia al número de hablantes, porque el inmigrante va a lo suyo, y lo suyo es echar lastre y abandonar todo aquello que le impida prosperar y ser uno más.
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