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Reportaje:

'Happy birthday', Kate

Un nuevo libro rastrea el lado oculto de Katharine Hepburn, que hoy cumpliría cien años

En Me (1991, publicado en España con el título Yo misma, historias de mi vida), Katharine Hepburn (1907-2003), que exactamente hoy cumpliría 100 años, pregunta quién es a una voz interior que le ha dictado lo que debe y no debe hacer a lo largo de su vida. "¿Quién soy yo?", responde la eterna acompañante. "Bueno, yo soy yo, lo que se llama el poder en la sombra... Tu carácter. ¿No la llaman así?... Yo gobierno esa nave que tú eres. Estás envejeciendo y quizá no me resulta tan fácil venderte como antes". Y ese "poder en la sombra", esa voz interior, ese otro yo de Katharine Hepburn (o su verdadero yo, su esencia) es lo que intenta descubrir William J. Mann en el recién aparecido libro Kate, el lado oscuro de Kate Hepburn (T&B Editores, Madrid, 2007).

¿Lo descubre? No del todo, a mi entender. Pero sí descubre, al menos -y es mucho- lo mucho que la propia Hepburn lo encubrió. La gran obra de ingeniería identitaria a la que la inteligente, ponderada, elegante, bromista, sagaz, equilibrada, independiente, izquierdista actriz se sometió a lo largo de su vida para dar la imagen que necesitaba dar para pasar exitosamente por encima de las exigencias del encorsetado y pacato mundo del cine sin sacrificar ninguna de sus ideas y sin doblegar su santa voluntad. No debió de ser nada fácil.

En 1938 ya había ganado un Oscar (por Gloria de un día), se había reconocido su "gran sensibilidad interpretativa", había protagonizado Stage door (1933, Damas del teatro, 1933), Doble sacrifico (A Hill of divercement, 1932), había interpretado el papel de Jo en Las cuatro hermanitas (1933, primera versión cinematográfica de Mujercitas, de Louisa May Alcot, dirigida de Cukor, con Joan Bennett, Franxes Dee y Jean Parker) y, entre otros filmes, había hecho Sangre gitana (The little minister, 1934) y encarnado a María Estuardo en Mary of Scottland (1936), con Frederic March ("Nunca sentí demasiado interés por Mary. Creo que era un poco gilipollas. Y tampoco he llegado a comprender nunca por qué John Ford aceptó dirigirla", declaró ella, sin tapujos). Después de La gran aventura de Sylvia (Sylvia Scarlett, 1936), donde aparecía vestida de chico durante la mitad de la película, aspecto que acrecentó los entonces incipientes rumores sobre su homosexualidad, y de haber rodado La fiera de mi niña (Bringning up baby, 1938), con Cary Grant y dirigida por Howard Hawks, uno de los más inexplicables fracasos económicos de la época, Katharine Hepburn era la primera en lista de "venenos de la taquilla", calificación dada por las productoras cinematográficas a los actores cuyos nombres menos llenaban sus arcas (a su nombre seguían los de Fred Astaire, Joan Crawford y Marlene Dietrich). Izquierdista, viviendo con una mujer (Laura Harding fue su primera compañera, a quien, en el tiempo, seguirían, entre otras, Suzanne Stell; la montadora de cine Jane Loring que, vestida casi siempre con atuendo masculino, ya no engañaba a nadie), sin maquillar, dando plantones a la prensa y burlándose abiertamente de las falacias, morales y mediáticas del universo hollywoodiense, difícil debía de ser remontar aquellos pésimos momentos de su carrera.

Sin embargo, altanera, sofisticada, rodeada del clan de su gran amigo George Cukor, Hepburn salía siempre a flote: pasaba una temporada en la casa familiar (ambiente culto y refinado, padre médico, reputado, madre lectora de Shakespeare y feminista radical, defensora de las prostitutas) y regresaba a los escenarios de Broadway. Allí estrenó una obra que Philip Bayy escribió para ella y que cambiaría el rumbo de su carrera: Historias de Filadelfia, un triunfo espectacular que Hepburn no dejaría escapar para el cine. Convenció a Hugues, su amante, de que le comprara los derechos de la obra y, así, cuando la Metro quiso llevarla a la pantalla no tuvo más remedio que doblegarse a las exigencias de la actriz: ella interpretaría la película y la rodaría su muy adorado Cukor, con Cary Grant y James Stewart, que obtendría el Oscar de aquel año.

A raíz del gran éxito obtenido, Hepburn pasó a la escudería de la Metro, que la desperdició en producciones como Estirpe de dragón, basada en la novela de Pearl S. Buck, en la que interpretaba a una china con los pies más grandes de todo el continente asiático, o Pasión inmortal (Song of love, 1947), en la que daba vida, es un decir, a una Clara Schumann demasiado alta para el piano. Fueron papeles desastrosos, pero que el cielo le premió: la Metro la emparejó con Spencer Tracy en La costilla de Adán, dirigida por Cukor, donde encarnaban un tipo de pareja en la que reincidirían: marido y mujer enfrentados en sus campos profesionales. En el citado filme, dos abogados luchando en un proceso espectacular; en el siguiente, La mujer del año (Woman of the year, 1942), dos periodistas, ella elegante, sofisticada e inteligente comentarista política; él, un zafiote cronista deportivo.

Como en el caso de Historias de Filadelfia, Hepburn había comprado los derechos antes que la Metro y cuando la productora quiso rodar la película tuvo que pagarle una cantidad exorbitante. Además de buena actriz, de izquierdista, sofisticada, inteligente, equilibrada y bromista, Hepburn era una excelente mujer de negocios. A estas facetas, se sumaba a partir de entonces una nueva, quizá la más publicitada de la actriz: la de amante-enfermera del gran actor alcohólico y torturado que era Spencer Tracy. Juntos rodaron nueve filmes (Keep of the flame, 1942, de Cukor), Sin amor (Without love, 1945), Mar de hierba (The sea of grass, 1947, de Elia Kazan), State of the Union (de Capra, 1948), Pat and Mike (1952, de Cukor), Su otra esposa (The desk set, 1957) y Adivina quién viene esta noche, tras cuyo rodaje Tracy murió, dejando a Hollywood sin una de las parejas más atractivas, más famosas, más exitosas de la historia del cine, y un, para muchos, misterio que ha hecho verter mucha tinta y que, en realidad, resulta más bien poco misterioso: ¿qué clase de relación existió entre el católico, casado, torturado, alcohólico y bisexual Spencer Tracy y la elegante, inteligente y bisexual Katharine Hepburn? Teniendo en cuenta lo poco que se veían, que él nunca se divorció, que ella le dejaba beber cuanto quería (cosa siempre digna de agradecer por parte de un alcohólico; ¡ya le hubiera gustado a Sartre que Simone de Beauvoir hiciera lo mismo!), que ya se peleaban y amaban en la pantalla, y que, a ella, semejante relación le valió el título de enfermera de América, fue una colaboración más que rentable. Para ella, para las productoras y para la familia de Tracy, su mujer y, sobre todo, su hijo sordo cuyo futuro preocupaba mucho al actor duro y frágil que fue Spencer.

La astuta Hepburn siguió rodando películas memorables, como De repente el último verano, o El león en invierno, y siguió trabajando en Broadway, interpretando papeles de Shakespeare e impactando al público con Larga jornada hacia la noche, de O'Neill. George Cukor dijo, refiriéndose a Hepburn: "No se parecía a los años treinta, sino a sí misma. Luego las chicas empezaron a imitarla, y la década se pareció a ella". Y el tiempo, al pasar, ha ido pareciéndosele cada vez más.'La gran aventura de Sylvia' acrecentó los rumores sobre su homosexualidad

Katharine Hepburn, en una fotografía de 1942.
Katharine Hepburn, en una fotografía de 1942.REUTERS

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