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El triunfo de las letras en español | Un hombre de las ideas y de la política
Columna
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Enfermo del Perú

En El país de las mil caras (1984) Mario Vargas Llosa reconoció: "El Perú es para mí una especie de enfermedad incurable y mi relación con él es intensa, áspera, llena de la violencia que caracteriza a la pasión". Todos los demonios conjurados por Vargas Llosa en sus novelas son peruanos o intuidos en el Perú, aunque formen parte de ese infierno más vasto y universal que muchas veces carcome la condición humana. Así, el Colegio Militar Leoncio Prado en La ciudad y los perros, la trata de blancas en La casa verde o la dictadura militar en Conversación en La Catedral, son los abismos por los que Vargas Llosa descendió a los infiernos de la realidad peruana, de donde regresó -como el filósofo de la caverna- para contarnos lo que vio.

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La conciencia de la selva, por ejemplo, adquirida durante una expedición científica que recorrió el Alto Marañón en 1958, no solo germinó en novelas ambientadas en la Amazonia peruana como La casa verde, Pantaleón y las visitadoras o El hablador, sino en obras donde también recreó escenarios de paisajes rotundos como El paraíso en la otra esquina, La guerra del fin del mundo y El sueño del celta, donde el infierno selvático del Congo se vuelve uno solo con el infierno amazónico peruano.

Por otro lado, la conciencia de la abyección de las dictaduras que atraviesa esa fastuosa novela que es Conversación en La Catedral, rebasa los límites peruanos para reaparecer en La Fiesta del Chivo y en los delirios de la revuelta de Canudos o de los socialistas utópicos franceses, criaturas vargasllosianas por excelencia, pues representan la conciencia del fanatismo que el autor de Los cachorros descubrió en el colegio militar y que le ha servido para echar a volar un enjambre de fanáticos, a veces estrafalarios como Pan-taleón Pantoja en Pantaleón y las visitadoras y Pedro Camacho en La tía Julia y el escribidor; cegados por la ideología como Galileo Gall en La guerra del fin del mundo, Alejandro Mayta en Historia de Mayta y Flora Tristán en El paraíso en la otra esquina; aculturados como Mascarita en El hablador y Paul Gauguin en El paraíso en la otra esquina; trasnochados de religión como el Hermano Francisco en Pantaleón y las visitadoras y El Consejero en La guerra del fin del mundo, o hedonistas abnegados como Rigoberto en Los cuadernos de don Rigoberto y Ricardo Somocurcio en Travesuras de la niña mala.

Parece mentira que uno tenga que "demostrar" los orígenes peruanos de los demonios y obsesiones de Mario Vargas Llosa, quien por estar "enfermo" del Perú siempre ha perdido más de lo que ha recibido. Pienso en la comisión que presidió para investigar la matanza de Uchuraccay, pienso en la aventura política que lo llevó a presentarse a las elecciones presidenciales de 1990 y pienso en la cantidad de veces que ha sido vilipendiado y satanizado por denunciar las dictaduras, injusticias e iniquidades del Perú.

No creo que Vargas Llosa deba agradecerle al Perú el Nobel de Literatura. Más bien, gracias a Vargas Llosa la literatura peruana será más visible todavía en todo el mundo. La alegría es de todos los hispanohablantes que consideran a Vargas Llosa uno de los suyos, y a mí me hace muy feliz saber que Mario, Patricia, Álvaro, Gonzalo y Morgana, por fin van a tomar conciencia de cuánto se les quiere. Incluso en el Perú.

Mario Vargas Llosa, en un mitin de la campaña a las elecciones legislativas de Perú en 1990.
Mario Vargas Llosa, en un mitin de la campaña a las elecciones legislativas de Perú en 1990.GERVASIO SÁNCHEZ

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