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Egos revueltos

Se dice que los escritores desayunan egos revueltos. Pero, ¿podrían escribir sin ego? El ego los defiende del principio de incertidumbre (nadie te quiere, nadie te va a leer), está en su naturaleza. No es una enfermedad, es parte de su ser. Su desayuno.

A finales de los sesenta, cuando ya estaba a punto de morir, el viejo poeta Ezra Pound aceptó encontrarse con algunos colegas suyos que querían tocarlo, sin duda para contarlo. Entre ellos estaba el mexicano Homero Aridjis, que les sobrevive a todos, y que fue quien contó esta anécdota.

Ezra Pound no quiso hablar; estaba mustio desde hacía años, vivía un difícil exilio interior, no soportaba la palabra, y no soportaba a sus colegas, que le rodeaban para llevarse alguna reliquia, una palabra, un mirada. Junto a él, en la actitud de adoración lírica que suele darse en estos casos, Octavio Paz, Allen Ginsberg, Charles Tomlinson, Aridjis? Estaban en Spoletto, Italia, acababan de asistir a la representación de Don Giovanni, de Mozart, con escenografía de Henry Moore, y todos querían excitar al maestro con sus historias.

Octavio Paz se identificó a sí mismo, a su modo: "Yo soy Paz". Ginsberg le cantó una mantra, para entretenerlo, Tomlinson le recitó poemas, y el propio Aridjis le habló de un músico, Gerhard Munch, que había sido amigo del poeta, que mantenía un silencio introvertido, hosco. A todos les respondió con silencio, un silencio pesado e incómodo que la historia de cada uno de ellos, con la excepción de Aridjis, convertiría en una conversación inolvidable.

Y en efecto, unos meses después, Ginsberg, Paz, Tomlinson?, cada uno escribió sobre lo que que Pound les dijo aquel día en que compartieron la gloria de hablar con el poeta vivo más importante del momento. "Y yo no escribí, fui la excepción", nos dijo Aridjis, "pero tuve la tentación de escribir para decir que lo que allí hubo fue silencio, y nada más".

Aridjis nos lo contó cuando le preguntamos sobre el ego de los escritores. Los escritores se juntan muchas veces para medirse, y si se miden con la altura se sienten altos; en la costumbre de nombrar (a escritores importantes, a políticos, a artistas) hay también un egocentrismo que cultiva muchísima gente, pero que los escritores animan selectivamente: se es más, se piensa, si se está con quien es más.

Se dice que los escritores desayunan egos revueltos. Primero yo, y después yo, una comida suculenta y repetitiva. Es consecuencia de la soledad en la que escriben, pero es también ?lo dice el propio Aridjis? de la necesidad de un espejo, y el espejo que más a mano se tiene es el propio. Antes que ningún otro, el espejo propio. Aridjis tiene en el espejo de su casa un refrán: "Rompí el espejo, no creo en mi mismo".

A los escritores les gusta medirse con el futuro a partir de la reforma del presente: Paz y Alberti o Neruda y Paz se encontraban y se desencontraban porque tenían egos equivalentes, pero en sus memorias es difícil hallar referencias que revelen los celos que los animaban. El reciente libro de diarios de Adolfo Bioy Casares, que refleja sus conversaciones cotidianas con Jorge Luis Borges, son el reflejo del choque de egos: Borges contra el resto del mundo. Pero Borges no es excepcional. Los libros de entrevistas con el más famoso autor argentino reflejan, verdaderas o falsas, algunos de esos encontronazos, que tuvo con sus próximos (el mexicano Arreola le apabullaba, y tras una conversación con él salió diciendo: "Muy interesante, pude introducir unos sabios silencios"; de la novela más famosa de García Márquez dijo: "Son mejores los primeros cincuenta años?") y con sus lejanos, como Cervantes, a quien hubiera leído mejor en inglés? No soportan la enumeración: un escritor encumbrado abandonó una reunión porque fue nombrado como el tercero de los favoritos?, y no cesó su herida aunque le gritaron de lejos que estaba el tercero pero por orden alfabético.

La leyenda sobre los escritores egocéntricos deja fuera a los que parecían sencillos. Pero Julio Cortázar, por ejemplo, o Juan Rulfo, o el insumiso Juan Carlos Onetti, por nombrar a algunos de la lista de los modestos, pasaron a la historia por su modestia registrada, y sin embargo sobre ellos pesan anécdotas que desmienten que fueran santos de la humildad. Cortázar le escribió a José María Arguedas recordándole que él dirigía una orquesta en París mientras que Arguedas tocaba la quena en Perú. Rulfo dijo que escribió Pedro Páramo porque no hallaba uno similar en su estantería. ¿Y Onetti? Siempre pensamos que le daba lo mismo ser conocido o ser desconocido, pero a la semana de la salida de sus libros llamaba al editor: "¿Y esos anuncios?"

Hay escritores que se lo han tomado con cierta distancia, pero no es lo habitual, ni siquiera lo natural. El novelista Jorge Amado andaba por Roma, en el curso de un encuentro internacional de escritores brasileños, y se encontró de bruces con un enorme retrato suyo, con esta inscripción también sobresaliente: "Jorge Amado, el mejor escritor de Brasil". Cien metros más adelante, Amado se topó con un retrato de iguales dimensiones de su paisano y colega Joâo Ubaldo Ribeiro. "Joâo Ubaldo Ribeiro, el mejor escritor de Brasil". Y constató Amado: "Y durante cien metros fui el mejor escritor de Brasil".

Pero no todos tienen el sentido del humor que desplegó Amado ante la foto de Ribeiro, ni se sabe qué pasó en el recorrido inverso, qué dijo Ribeiro cuando vio el retrato de su paisano. Y los escritores no son los peores, pero sí los más notorios comedores de egos. Darío Jaramillo, poeta colombiano que durante años ha dirigido la cultura del Banco de la República, y que por eso ha tratado a gente de todas partes, cree que los escritores representan "un gremio bastante sociable, son peores los arqueólogos". ¿Y eso? "¡Son violadores de tumbas, se odian entre ellos, y mira los toreros, esos se tienen que odiar también!".

El ego no existe en soledad; en la soledad de la escritura el escritor sufre, se atormenta, cree que aquello que escribe no sirve para nada. "Es que", dice Jaramillo, "cuando estás solo no necesitas el ego, para qué. Lo necesitas cuando sales a la calle, a ver qué les pareció esto que he hecho. Sales y tiemblas, ahí es cuando el ego se convierte en frío". Aridjis, que le escucha, le hace una revelación sorprendente:

- Los mexicanos han ideado la muerte del ego.

- ¿Y eso?

- Inventaron el ninguneo.

Los editores sufren el ego de los escritores sin posibilidad alguna de ninguneo. Ana María Moix nos dijo (y estábamos hablando en Cartagena de Indias, en medio del Hay Festival, en ese momento acaso la mayor concentración de ego literario del mundo) que ahora que ella comparte su esencia de poeta con la circunstancia de ser una editora, comprende la desolación del editor frente al abrasador ego de los escritores, que pueden tener la ocurrencia de llamarte el día de Navidad para protestar porque su libro no está expuesto en la Fnac o por las reseñas no han aparecido aún.

Un escritor cuyo nombre ahora no viene al caso secuestró a su mujer, la ató a la cama, fue denunciado por ello, le detuvieron. Y se enfrentó a la policía: "¡Detenerme a mi, el poeta más grande del mundo!" Sin ego no existes, es (dice Darío) el que aglutina la esquizofrenia. "Yo tengo varios egos, los turno, pero cuando se reúnen es un desastre". Antonio García, que fue el escritor al que Mario Vargas Llosa apadrinó en virtud de una beca Rolex, propone como patrón de los escritores a un santo, san Juan Berchman, que a los catorce años exclamó: "¡Si no me hago santo ahora?!" Es, cree Antonio, "el santo de la arrogancia, el que no puede esperar a ser reconocido, el que ya quiere el reconocimiento público? Como nosotros, los escritores".

Manuel Vicent suele decir que los escritores van por las noches a las librerías a cambiar de sitio los libros, para poner los suyos en las filas más vistosas, y que por las mañanas las estanterías aparecen manchadas de sangre, tal ha sido la lucha cruenta, egocéntrica, entre los volúmenes. Jorge Edwards, al que le tocó lidiar, por ejemplo, por el inconmensurable, pero mitigado (por los placeres) ego de Pablo Neruda, ve a los autores en las librerías buscando primero sus libros y después buscando a William Shakespeare. ¿Y usted mismo, Edwards? "Yo soy un ególatra discreto; por elegancia, disimulo mi ego, pero lo tengo, claro que sí". ¿Y para qué sirve? "Para no descuidarme totalmente. Un poco de vanidad es buena para la salud de la literatura propia".

Ese ego de Neruda del que Edwards sabe tanto no fue tanto ego del poeta de Residencia en la tierra sino envidia ajena, por la fama, por los viajes, por los premios, por el Nobel, que le llegó cuando ya la enfermedad le hacía perdonar su protuberante notoriedad? Todos los poetas chilenos sufrieron mucho por la fama de Neruda, menos Pablo de Roka, quizá, que escribió un libro cuyo título recuerda el famoso chiste del Papa que posa junto a un desconocido. Pablo de Roka: Neruda y yo.

A propósito de la enfermedad y el ego, o el éxito: el dramaturgo Miguel Mihura entraba al Café Gijón, según la leyenda, exagerando una cojera, y alguien le preguntó en una ocasión: ¿Por qué entra así, don Miguel, exagerando una cojera? "Porque de este modo me perdonan el éxito del estreno de anoche".

Quien no perdonaba era Octavio Paz. Tenía el mandoble del ego siempre dispuesto, en cualquier circunstancia y ocasión. Un día se le ofreció una colaboración, en un suplemento internacional; tomó la pluma y comenzó a tachar nombres para él indeseables. ¿Y por qué, don Octavio? "Me desmerecen". Una anécdota periodística desgraciada protagoniza acaso la última nota de su vida: anunciaron, en la televisión, su muerte; decidió llamar para desmentirla. Fue el último rasgo de cuidado, simbólico, tremendo, de su yo.

Neruda atenuaba su egolatría, dice Edwards, la envolvía en pequeños detalles. Un día estaban en una celebración multitudinaria, en una mesa larga, en la que también estaba Neruda; en el otro extremo, Jorge, que hablaba con sus concurrentes inmediatos. Pablo lo escuchó, mientrás él mismo departía con sus próximos. Pero le espetó, después de ordenarle silencio:

- ¡Jorge, que estoy hablando!

Ahora el ego está muy devaluado, todo el mundo habla de él, y casi todo el mundo lo tiene, se disimula poco. Los escritores, pues a hablar de los libros favoritos, echan mano de la Biblia o de Balzac, los contemporáneos interrumpen su ego, huyen de sus refrencias como gato del agua. Ya no se tienen egos como los de Proust o los de Carlos Barral, porque el ego también es cosa de los que salen en la tele. A veces se juntan las ansiedades de la fama, las ansiedades ya no vienen sólo porque se esté o no se esté en la lista de los más vendidos, sino porque unos cobran más que otros.

"¿Y por qué esa información, que ahora domina en los medios, no sale en las páginas de economía y negocios?" Ana María Moix, que ha estado y está en varios lados de la trama, como poeta, periodista, novelista y editora, cree que ha habido momentos en que el negocio se ha situado por encima de la literatura, y se ha incrustado en la conversación, y donde antes se hablaba de viajes y de textos ahora se habla sobre todo de anticipos. Una guerra verbal que a veces termina en sangre, como en el relato de las estanterías según Manuel Vicent.

En reuniones como esta donde hemos recopilado muchas de las reflexiones o anécdotas sobre los egos revueltos, los escritores coexisten con sus agentes, y a veces también con sus lectores; como ahora el dinero forma parte también de la conversación literaria, la ansiedad se refiere a la economía, a la calidad de los hoteles, al lugar que se ocupa en los aviones?, a la gente que les para o no les para por las calles, en los entreactos. Las entrevistas (o la ausencia de ellas), la promoción, la respuesta de los libreros, los incidentes de distribución?, todo ello forma un magma enorme que se arroja como un obús sobre el ego de los escritores, cuando éstos dejan el útero de su proceso de creación.

A veces, dicen algunos editores que prefieren silenciar su nombre, los más humildes son los que reaccionan de una manera más abrupta ante lo que Aridjis y los mexicanos llaman "el ninguneo". "¿Y por qué yo no tengo publicidad, y por qué sí Fulanito". Los franciscanos, esos que dicen "¡A mi a humilde no me gana nadie!", son los más temidos. Y los veteranos: una vez le dijeron a José Donoso, ante una de sus últimas novelas: "Este es tu mejor libro en los últimos veinte años". Y él preguntó, sobresaltado: "¿Y qué tenían de malo los otros? ¿Alguna razón de peso para que no te gustaran?". Un escritor interrumpió hace semanas un coloquio televisivo, preguntándole al presentador: "¿Por qué el libro de este colega lo tienes señalado y en el mío no hay ningún post it amarillo?"

Es un ego venial, natural, cree Héctor Abad Fanciolince, cuyo último libro, El olvido que seremos, lo ha convertido en un icono literario en su país, Colombia. "El de los escritores es un ego apenas inferior al de los políticos. A veces nos creemos en lo más alto del mundo, y de pronto nos parece que somos la mayor mierda, incapaces de escribir siquiera una línea digna de recuerdo". Pero es precisamente por esos momentos de desolación "por los que el ego se infla, se infla, está inmenso, y se desinfla rápido, basta un alfiler". En la vida, dice Héctor, "se pasa uno inflando y pinchando el ego, eso es lo que hacemos. Ojalá tenga uno siempre al lado una almohadilla con alfileres".

La vanidad necesita alfileres, es grandísima, pero se disimula. "Lo que cambia", dice Héctor, "es la manera de disimular; hay gente muy hábil disimulando su vanidad. Nadie disimuló mejor que Borges, era un genio del disimulo del ego". En su autobiografía (que primero se publicó en inglés, y fue el resultado de una conversación, afirmaba que no quería pasar a la historia sino por una línea. Pero quería pasar a la historia. Esa línea era el tamaño, en principio no exagerado de su ego. Vista de cerca, era una línea enorme.

Dirán lo que quieran del ego, pero sin él es imposible la creación literaria, "que nace del pincipio de incertidumbre", o al menos así lo ve Óscar Collazos. Collazos, que vivió en Barcelona en el tiempo de la construcción de los grandes egos de la literatura iberoamericana, y que regresó a su tierra, Cartagena de Indias, cree que la única manera de defenderse de ese principio de incertidumbre (nadie te va a leer, no le importas a nadie) es con el ego, "un mecanismo defensivo frente a conspiraciones exteriores". Un matemático sabe que un teorema es como es, lo puede demostrar; mientras escribe el escritor no tiene ni idea de por donde le van a meter el colmillo. Andrés Hoyos, el director de la revista El Malpensante, que a veces destroza egos consolidados y otras veces da mandobles contra egos nacientes, lo tiene claro: 2Lo único peor aparte de tener un ego es no tenerlo".

Aminatta Forna, escritora escocesa de padre de Sierra Leona, que fue asesinado por su gobierno por razones políticas, reflexionó en voz alta, desde su ego: "Yo tengo el ego aterrorizado mientras escribo; eso ocurre por la mañana. Pero por la tarde tengo que sublimarlo. Por que si no, quién sigue". La cubana Wendy Guerra nos contó, mientras colegas suyos hablaban de la vanidad, mirando los retratos que les hizo Daniel Mordzinsky, una copla cubana, que habla precisamente de la vanidad: "Qué vanidad, que fantasía/ que tu marido amaneció/ en la cama mía". Y después del tarareo, esta novelista de 37 años nos confesó cómo se sintió su ego después de que un jurado único, formado por Eduardo Mendoza, ratificara un premio internacional para su primera novela: "Yo ya tenía el ego tan grande que lo encajé como pude". ¿Y ahora? "Yo uso el ego para la ropa, para los sombreros, pero no para el trabajo. Ahí lo suelto todo, es una terapia". ¿Y el ego de los colegas? "Estoy tan ocupada con el mío? ¡Wendy está ocupada con Wendy, jaja!". Y mientras nos contaba que está ocupada con una nueva novela, Nunca fui primera dama, apareció en la pantalla ella misma desnuda, comiéndose una manzana, en una de las fotografías de Morxdzinsky. El único desnudo. "El ego desnudo", nos dijo.

De la vanidad hablaba Ivan Thays, el peruano autor de La disciplina de la vanidad. ¿A favor o en contra? "A favor. Es el motor. La literatura tiene buena prensa y la vanidad tiene mala prensa. ¡Pero sin la vanidad no habría literatura! Hay escritores que se creen la última cocacola del desierto, pero sin vanidad no serían escritores. ¡La vanidad no es la superficialidad. Ya estaba en el Eclesiastés!". La verdadera vanidad es creer que no lo vas a lograr; la modestia es una forma aberrante de la vanidad. Pere Sureda, el editor catalán, ha visto, en su despacho, fuera, "pésimos escritores muy humildes y magníficos escritores vanidosos". Ken Follett, a quien unos envidian el dinero y muchos no envidian sino el dinero, le decía a su amigo Hanif Kureishi, que no se le parece en nada: "Tú escribes para ti mismo, yo escribo para los lectores. El resultado es que tú eres un magnífico escritor y yo soy multimillonario".

Yván le recordó a Sureda una anécdota de la profesión. Un editor veterano le aconseja a un escritor de éxito: "Por favor, hermano, no te mueras. ¿Con quién haría yo la promoción?" Los medios han entronizado a los autores, que antes de salir del cascarón ya exigen entrevistas, flashes, fotos, imagen; la consecuencia del éxito es más éxito, ansiedad por tenerlo. Más vanidad. Una droga. Pero la vanidad no es soberbia: el escritor soberbio, dice Thays, no se preocupa de su ego, está por encima de lo que le digan, "cree que puede abrir la boca y lo que le sale es genial. El vanidoso se esfuerza por ser mejor. El soberbio ya sabe que es mejor".

Le preguntamos a Enrique de Hériz, a José Ovejero, españoles, y a Juan Gabriel Vásquez, colombiano que vive en España, sobre el ego propio. Vásquez no podría escribir "sin algún elemento de egocentrismo, sin algo de confianza en ti mismo. ¡Imagínate, cómo estarías dos años haciendo algo que la gente no conoce sin creer algo en lo que escribes!" Uno escribe un libro para que compita, "con Joyce, con Philip Roth, ¡pero al final te sale sólo Vasquez!, o terminas siendo Paulo Coelho, lo que puede ser aún más fastidiado". El ego es la ambición, dice Ovejero. "Eres ambicioso mientras escribes y humilde cuando has terminado, y hay otros que se comportan a la viceversa? Pero para tener ambición has de tener cierta vanidad. Claro que hay momentos en que digo, coño, me va saliendo?" Hériz: "Nuestras obras han de ser mejores que nosotros, por fuerza?" Fue editor, acaso por eso Añade: "La única manera de convertir lo que haces en materia de promoción es cierto grado de egocentrismo; y has de escribir con alegría y con miedo. Ser ambicioso escribiendo, no tanto publicando. Escribir es picar piedra. Y tener esta constancia: La obra será buenísima si tú eres humilde".

Pero no hay que asustarse, el ego existe desde que la humanidad escribió la primera letra. William Ospina, colombiano, acaso el escritor de su generación con más prestigio en América Latina, el único que le corrige (de veras) a Gabriel García Márquez, lo tiene diáfano: "El lenguaje es un instrumento con el que los escritores se buscan a sí mismos, y una vez que se encuentran hacen lo posible por no ser ellos sino por parecerse al rostro de la humanidad".

Sureda dijo, mirando los fotos de Mordzinsky, que los buenos escritores salen bien en las fotos. ¿Salen bien en las fotos todos los escritores? Por allí, por Cartagena de Indias, había un fotógrafo haciendo fotos de los escritores en los espejos de los retretes. Otros se hacían sus autorretratos, escritos o hablados. Homero Aridjis, que nos refirió al principio los egos revueltos en torno a Ezra Pound, se sabía esa anécdota del pintor mexicano José Luis Cuevas, que durante decenios de su vida, día tras día, día tras día, se autorretrató con una cámara, con una satisfacción: "Cree que nunca salió mal, en ninguna foto".

"Se empieza a escribir a partir del ego", concluía Aridjis, "y ese ego permanece inmóvil o se va transformando. A veces te convierte en un superviviente, y es un escudo interior que te defiende del paso del tiempo, pero sucumbe al fin, en medio de los desengaños y ante la muerte". Por eso hace años que colgó ese aforismo en el espejo: "Rompí el espejo, no creo en mi mismo".

A su lado, el poeta colombiano Juan Gustavo Cobo Borda, que el altísimo y enorme, y ha estudiado el ego propio y el ajeno, dijo en voz alta: "Sin ego no existes, es, como dice Darío, el que aglutina la esquizofrenia". ¿Egos revueltos? "Peor", dice Cobo, "es comer mierda. El ego por lo menos sabe dulce".

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