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Crítica:CINE
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Desierto ocre

Los decorados, cuando la figuración se retira, se convierten en espacios inhóspitos, duros, deprimentes, repletos de costurones y agresividad, como esos bosques mágicos de los cuentos que, de estar poblados por conejitos de peluche, pasan a servir de guarida de miles de ojos malignos, de ramas disneyanas cuyo follaje ya no acaricia, brazos coronados de garras que no respetan a las princesitas adolescentes . La Provenza, ese sur francés que durante tres o cuatro meses acoge a millones de turistas, se transforma en un mundo desertizado, erizado de troncos retorcidos que emergen de la tierra. Hace frío y el viento sopla.Mona, la protagonista de Sans toit ni lo¡, circula por ese desierto glacial y de luz débil con la tienda de campaña a cuestas, en auto-stop o caminando, sin querer integrarse en. la cotidianidad de los pocos pobladores. Conoce a mucha gente, a individuos quizá tan marginales como ella, pero no se identifica. con nadie. Su soledad -como su libertad- es absoluta y, quizá, sin sentido, tal y como le reprochan algunos de los personajes con los que se cruza. Por casualidad, en tanto que encuentro fortuito. Que sus andanzas acaben mal -el filme se abre con el hallazgo de su cuerpo caído dentro de una acequia, cubierto de barro, muerto- no tiene nada de extraño porque ése es el destino no escrito de una radicalidad de este orden.

Sans toit ni loi

Guión y dirección: Agnès Varda. Intérpretes: Sandrine Bonnaire, Macha Meril, Stéphane Freiss, Laurence Cortadellas, Yahiaoui Assouna, Marthe Jarnias, Yolande Moreati y Patrick Lepcynski. Fotografía: Patrick Bloissier. Música: Joanna Bruzdowicz. Sonido: Jean-Paul Mugel. Francesa, 1985. Estreno en cine Alphaville, Madrid.

Si la película comienza con el final no se debe a una voluntad de construcción de la cineasta que tenga como objetivo demostrar algo un espíritu de crónica periodística. No hay flash-backs precedidos de imágenes turbias que se disuelven hasta situarnos en el pasado, ni una verdadera encuesta policial que llegue a agotar el sentido de los hechos. El filme se rodó sin guión. Agnès Varda partió de unas pocas notas, de unos apuntes sacados de su experiencia personal de relación con la verdadera Mona, esa que asistió a todo el rodaje, que se refugió en el vino cuando debía intervenir en una breve secuencia y que contempló, sin que nadie haya sabido explicarnos lo que pensaba, la filmación de su muerte.

Ese juego de espejos, extraño y cruel, queda inscrito a partir del trabajo de los actores, sobre todo gracias a la confrontación entre profesionales y otros que no lo son. De ahí surge la verdad de la película o, mejor dicho, la sensa ción de verdad. Cuando esos otros hablan con Mona la aconsejan, protegen o acosan; cuando escuchan o hablan lo hacen realmente atrapados por ella.

Al margen de sus méritos reales, Sans toit ni lo¡ es también una reivindicación del mejor cine francés, ese que entre nosotros no es demasiado bien recibido, quién sabe si por tópicas razones de mala vecindad. Un país del que surgen Sauve qui peut (la vie), A nos amours, Escalier C o Sans toit ni lo¡ está muy lejos de poder considerarse cinematográficamente muerto. Ni puede hablarse de uniformidad, servirse del adjetivo francés como de un concepto restrictivo que se limita a unos pocos juegos de palabras y un universo de bistrots, cocinas y dormitorios. Con los altibajos inevitables de cualquier producción no centrada exclusivamente en la fabricación de máquinas en serie, el cine francés es, junto con el recién resucitado del Reino Unido, el que mayores muestras de imaginación y creatividad ha dado estos últimos años.

Sans toit ni loi es un pequeño gran-filme, un extraño modelo de equilibrio entre improvisación y sabiduría, entre una filmación cuidadosa -la trayectoría de Agnès Varda siempre ha rozado una cierta tendencia al manierismo, basta recordar L'une chante, l'autre pas- y el saber esperar que la cámara, en tanto que máquina registradora, capte algo que no existe ni en el plató ni en los escritos que sirven de guión, ese algo que hace de unas pocas películas una experiencia vital.

Y si de la experiencia vital ha surgido el personaje de Mona -y el de madame Landler, auténtico alter ego de la directora-, todo eso no habría tomado cuerpo de no aparecer Sandrine Bonnaire en la pantalla, entre ausente y enfurruñada, testaruda pero imprevisible, tan opaca y clara como requiere la historia de esta rebelde sin causa de los ochenta.

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