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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Columna
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Cy Twombly: de la pizarra al cielo

El inconveniente absoluto que presenta Cy Twombly a los copistas es que puede copiarse demasiado fácil y bien. El inconveniente insuperable para los imitadores es que en absoluto se puede imitar. Un twombly copiado, falsificado o imitado se convierte de inmediato en otro twombly que el coleccionista no adquirirá por miedo al indefectible timo.

No importa que el original del artista se componga de óleos y acrílicos, grafitos y carbones, tintas chinas, acuarelas, pigmentos naturales, tizas o ceras. Por muchos elementos que se agrupen en la composición, el cuadro está limpio de la cabeza a los pies.

El imitador se acerca a él, lo observa a un palmo y con frecuencia no llega a ver nada que procure pista alguna sobre su creación. Hay trazos desordenados, dibujos como garabatos de preescolar, manchas irregulares procedentes de no haberse lavado bien las manos. Para que todos estos factores, y algunos más, formen una mística expresiva parece necesario que esta virtud se halle por adelantado cultivada en una excepcional concavidad del gusto.

Su obra se puede copiar demasiado fácil y bien, pero, a la vez, en absoluto se puede imitar

Gracias al artículo que ayer publicó aquí Francisco Calvo Serraller en la página de Obituarios, supe algo más de Twombly. Pero acaso, como ocurre con las muchachas que nos gustan al pasar fugazmente por la acera, habría preferido no saber tanto de sus padres y parientes en la familia de la pintura.

Todo lo que el crítico y catedrático atribuye al legado de muchos grandes maestros y, particularmente, a las influencias de Tiziano y Tintoretto, recibidas con motivo de su larga, marginal e ingrata estancia en Italia, son más velos que velas, más sombras que luces para poderme explicar yo mismo su estilo, que, si de una parte parece inocente, de otra alude a los trazos últimos de un ahogado, señales de socorro ante la imposibilidad de gritar dentro del mar.

Conocí a Cy Twombly en el Pompidou hace decenios y nunca, paradójicamente, se ha despintado su no pintura de la memoria. Sería ya entonces un pintor importante para algunos y con el amparo de haber formado parte del grupo de los expresionistas abstractos norteamericanos, con Rauschenberg como amigo íntimo. Tan íntimos y tan distintos, tan acalorado expresionista uno y tan silente, el otro.

De ese silencio, Twombly no obtuvo sino desventajas comerciales y más si, como era el caso, resultaba fácil ignorar el susurro o la delgadez de su voz. Luego, sin embargo, ya reconocido, engordó como un financiero y ya lo exponían por todas partes, desde el MoMA al Louvre.

Recuerdo su presencia reciente (otoño de 2008) en las salas ampliadas del Museo del Prado en torno a la batalla de Lepanto, o cualquier otra hazaña parecida y contada a los niños por encima y en la pizarra de una clase elemental. Pero ni los niños llegaban a imitarle porque efectivamente no se pinta así sin la conciencia maleada, ni se mira así sin tener educación superior. O eso parece, casi siempre.

Otra exposición en fin que recuerdo en Madrid fue la que se exhibió a lo grande, como indica Serraller, en los palacios de Velázquez y Cristal del Retiro, el mismo año en que EL PAÍS celebró allí su primera década en esos lugares.

De las demás muestras en España no puede olvidarse nunca la que vino a inaugurar, junto a otros cinco artistas gigantes, el Centro de Arte Reina Sofía de Madrid. A propósito, ¿el Reina Sofía? ¿Alguien ha oído hablar de ese gran museo a lo largo de muchos meses bajo el reinado de su actual director? ¿Lo han volado? ¿Se ha ido volando? ¿Está ya en las mismas nubes su responsable culto, exigente y superior?

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