Cuña de la misma madera
"Ha muerto / acribillado por los besos de sus hijos". El epitafio que Leopoldo Panero escribió para sí mismo tuvo su lectura más demoledora en forma de película. En El desencanto, de Jaime Chávarri, los tres hijos del poeta desgranaban, a cuchillo y a raíz de, en palabras de Leopoldo María, la "feliz muerte" de su padre, el sentido que para ellos tenían los verbos besar y acribillar.
Desde que Kafka pisara la cumbre del género, la literatura filial no ha dejado de producir grandes obras en las que no suele fallar una ecuación: a mayor morbo, menos arte.
Cuando el hijo es más conocido que el padre (o la madre), el resultado suele ser una indagación en la que es el escritor el que corre todos los riesgos. Y ya se sabe que el riesgo es un bien que no siempre crece al mismo ritmo que la fama de un novelista. De esa jugada, por cierto, han salido bien parados autores como Albert Cohen, Richard Ford, Hanif Kureishi, Patrick Modiano, Héctor Abad, Soledad Puértolas y Marcos Giralt. Sin olvidar novelas gráficas recientes como Fun home, de Alison Bechdel, o El arte de volar, de Antonio Altarriba y Kim, multipremiada esta en el último Salón del Cómic de Barcelona.
El morbo se dispara, obviamente, cuando el famoso es el padre. El lector espera entonces la demolición de una estatua a medida que comprueba que el mismo cerebro capaz de alcanzar el refinamiento artístico más elevado (y conmovedor) produjo también toneladas de egocentrismo y contradicciones. También los verdugos lloran con Bach. Así, en El guardián de los sueños Margaret Salinger metió el bisturí en su célebre padre para hacerle la autopsia antes de que muriera mientras que Sybille Lacan, mucho menos sanguinaria, hizo pasar por novela su distante relación con el suyo.
En Correr el tupido velo, Pilar Donoso abre una puerta inédita al género al caminar sin red por la misma cuerda floja -a ratos navaja afilada- por la que hace caminar a su padre. Es en los autorretratos donde se mide a los grandes retratistas.
Decía Walter Benjamin que una de las primeras experiencias racionales que un niño tiene del mundo no es que los adultos son más fuertes, sino que son incapaces de hacer magia (Mago era, por cierto, el nombre familiar de Thomas Mann). Todos los hijos creen en algún momento que su padre es Dios, empezando por Jesucristo, pero casi ninguno se resigna a que la vida sea un calvario. Para que el deseo ajuste cuentas con la realidad está la literatura.
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