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Columna
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Cannes no rompe su abrazo a Almodóvar

Carlos Boyero

Aunque intente hacer malabarismos con su tiempo es imposible para alguien con el deber de hacer la crónica de esa cosa tan extenuante llamada Festival de Cannes que le ofrezcan reposo a su cuerpo y a su retina durante más de cinco o seis horas, ya que la primera y obligada visión de las películas que concursan en la sección oficial es a las ocho y media de la mañana, horario legañoso y nada adecuado para captar las esencias de los presuntos manjares. Por ello, no es extraño que abunden en la sala los suspiros prolongados e incluso los soeces ronquidos, lo cual no impide que algunos de los comprensiblemente soñolientos expliquen después con análisis orales o escritos, pero inevitablemente profundos y comprometidos, las claves y los mensajes de esas obras preferiblemente vanguardistas.

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En medio de tanta fatiga, supone un alivio importante para las cansadas neuronas, y sobre todo para el disfrute de la cama, haber visto anteriormente a su estreno en los festivales alguna de las películas que van a exhibir. Por tanto no he ido al pase de Los abrazos rotos, pero compañeros con más sentido de la responsabilidad y dispuestos a informar de la acogida que ha tenido en la sala la última película de este Almodóvar por el que Cannes siente ancestral adoración (testifico que ese amor incondicional se prolonga al resto del mundo, pero lo que más mola es que te hayan descubierto y santificado los cultísimos intelectuales franceses, que son los que saben mogollón del arte auténtico) me comunican que ha habido muchos aplausos y ningún abucheo, lo que confirma el intacto prestigio de Almodóvar en este templo del cine trascendente.

Posteriormente, escucho en el encuentro de Almodóvar con los medios españoles su lúcida explicación del amor que le tienen los franceses. Se debe, a diferencia con España, a que aquí los críticos ven su cine sin prejuicios y de forma objetiva. También resalta que abundantes y distinguidos espectadores de Los abrazos rotos le han comentado que la primera vez se han sentido impresionados, pero que necesitan una segunda visión para paladearla y analizar con más tranquilidad los mecanismos que han provocado esa emoción. En mi caso es todo lo contrario. La primera vez que la padecí me resultó pretenciosa, aburrida y hueca, pero la segunda me resultó exclusivamente grotesca esa indagación en la pasión, la creatividad cinematográfica y no sé cuántas movidas más. Intenté explicar mis desagradables sensaciones en este periódico cuando se estrenó en España Los abrazos rotos. O sea, que no tiene sentido algo tan inútil y fatigoso como volver a repetirme. Al parecer, me estoy perdiendo algo importante. Eso me ocurre por ser prejuicioso y subjetivo, por no saber apreciar la belleza y la complejidad que a tanto espíritu cultivado ha resultado transparente. Tendré que cargar eternamente con mi lamentable miopía y mi carencia de sensibilidad ante la volcánica historia de amor entre el manipulado director y la atormentada amante del mezquino millonario empeñada en ser actriz.

Vincere, dirigida por Marco Bellocchio, aquel señor italiano que nos perturbó hace tanto tiempo con su primera y feroz película Las manos en los bolsillos, pero que nunca prolongó aquel placer a pesar de su larga filmografía, se propone reivindicar la sufrida figura de Ida Dalse, una amante de Mussolini que entregó su cuerpo, su alma y sus posesiones al futuro Duce y que parió al primer hijo de éste. Cuenta la enloquecida búsqueda de esta mujer rechazada a lo largo del tiempo para que el dictador asuma la paternidad de su hijo. Bellocchio narra esta desgarrada historia combinando el tono operístico con los documentales de la época que plasmaban el esplendor del fascismo. Lo hace con inequívocas pretensiones de arte, pero casi todo resulta chirriante, esperpéntico y forzado. Te da un poco igual la obsesión de la abandonada, la egolatría de su seductor, el retrato histórico de una época convulsa y sombría.'Vincere', de Marco Bellocchio, reivindica a una amante de Mussolini

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