Arturo Pérez-Reverte se enrola en la tropa literaria de infantería
El 'padre' de Alatriste defiende la eficacia de la novela y la huida de la rutina
Después de que Mario Vargas Llosa desnudara los secretos de contar una historia y Javier Marías ahondara en la fina línea de la realidad y la invención, Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) tomó ayer la plaza de Santillana del Mar. Y lo hizo con sus propias armas y bagajes. Al grito de una proclama que le define: "Soy un novelista de infantería", aseguró.
Después de escucharle nadie lo dudó. Fue directo. Provocador. Anduvo entre el público sin medias tintas y sedujo con su franqueza a los asistentes del seminario Lecciones y maestros, que concluyó ayer con una intervención de los tres participantes juntos en el paraninfo de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP).
El creador de Alatriste reivindicó con pasión de soldado la felicidad de escribir novelas, el gozo de salir de la rutina y fantasear pese a que a algunos les resulte, dijo, "asquerosamente clásico". No fueron fáciles sus comienzos. Allá por 1986, cuando publicó El húsar, el panorama literario español estaba lobotomizado por críticos y grupillos a los que el escritor dedicó una rica lista de epítetos: "Imbéciles y caratintas analfabetos cuya memoria empezaba ayer, que perdonaban la vida a Conrad y Stevenson, parásitos iletrados y esnobs que estuvieron a punto de haber dejado España sin lectores por los años ochenta".
Eran los tiempos en los que se valoraba la pedantería y la paja mental intensa. Todavía impermeables al eclecticismo que empezaron a romper autores como él. Hijos de otras madres, amantes lujuriosos de otros libros: "De los de aventuras, del folletín, de los clásicos y los espadachines", decía Pérez-Reverte. Contrabandistas en bibliotecas donde se hallaban lecturas menospreciadas y mal vistas. Que mezclaban a los grandes clásicos con sus hijos bastardos: "Busco en Stendhal, Homero, Conrad, Dickens, Virgilio, Dumas, Mann, Conan Doyle, Dostoievski, Stevenson, pero también en gente tan maltratada como Agatha Christie y John Le Carré. Y hasta en Ken Follett buscaría si me hiciera falta", aseguró. Son el tronco del que nació Alatriste, el Foulques de El pintor de batallas, el bibliófilo Lucas Corso o todo el mosaico de gallardos desarrapados de Un día de cólera.
Son sus héroes cansados, como apuntó en la presentación José María Pozuelo Yvancos. Seres crepusculares, dignos y de fiar. Pero que no sólo salen de los libros. También son producto de su experiencia en todas las trincheras del periodismo. Algo que le diferencia de su amigo Javier Marías, presente ayer, como Vargas Llosa, en su disertación: "Javier quiere ser el autor de todas las lecturas que nos apasionan. Yo quiero ser el personaje".
Él busca la acción, el tesoro, el enigma por todos los medios: "Mis novelas siempre responden a una estructura de movimiento, de un viaje, una aventura, de un juego". Y a todo eso, le planta encima los genes de su propia vida: "Con sus sueños, odios, amores, victorias y derrotas. Cuando me siento a soñar, a leer, a releer, a imaginar una historia, convoco en mi ayuda a la gente que conocí, amigos y enemigos, adversarios y compañeros".
Tampoco busca vueltas de tuerca ni piruetas sensacionales. "El único objetivo es contar una historia. Resolver un problema buscando el camino más eficaz para conducir al lector del punto A, que es el planteamiento, al punto C, que es el desenlace, pasando por el punto B, que es el nudo".
Pero Arturo Pérez-Reverte -que ganó recientemente el premio Vallombrosa Gregor Von Rezzori a la mejor obra de narrativa extranjera por El pintor de batallas- no quiso salir ayer de su refriega sin dar un coscorrón al novelista atormentado. "Que lo deje, que no lo haga. A la hora de escribir, yo lo que deseo es ser feliz. Y lo soy. Porque me divierto. Y la diversión es suficiente motivo para escribir una novela".
Tampoco le gusta dar lecciones. "Cuento historias, las que me apetecen. Soy un leal mercenario de mí mismo, de mis gustos. No soy un teórico, ni tengo dogmas, ni he sido tocado por la gracia. Escribo novelas y la gente las lee, de momento". Si para eso tiene que apropiarse de cualquier herramienta, lo hará: "La novela exige ahora estructuras diferentes. Procuradas, cuando es necesario, con armas tomadas al cine, a la televisión, Internet. Armas arrebatadas al enemigo". Todo vale para contar anhelos que habitan cualquier sueño. Eso no cambia: "El estremecimiento ante lo desconocido, el miedo, el combate franco o interior... Todo eso sigue vivo en la mente y en el corazón del hombre, hoy como ayer".Llamó "imbéciles y analfabetos" a los críticos de los ochenta, cuando él empezó
Rendidos ante don Mario
Jugaba ayer España contra Grecia con los suplentes. Pero el partido que se vio en el Paraninfo de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander contaba con una delantera literaria titular, arbitrada por el periodista Juan Cruz. Mario Vargas Llosa, Arturo Pérez-Reverte y Javier Marías despedían el seminario Lecciones y Maestros que les había reunido tres días en Santillana del Mar. El campo santanderino estaba lleno, con gente fuera siguiéndolo por pantalla. Los tres escritores se pasaban la pelota con centros precisos. Marías confesó que empezó a escribir cuando terminó de leer los libros de Guillermo Brown: "Así que me puse a hacerlos yo para leerlos". Vargas Llosa rememoraba la violencia de la academia militar de Lima en la que se fraguó La ciudad y los perros: "Allí me hice escritor profesional. Redactaba cartas de amor e historias pornográficas que cambiaba por cigarrillos". Y Pérez-Reverte, caballero donde los haya, cerró con un homenaje: "Aquí lo que ha habido son muchas lecciones y un solo maestro. Mario Vargas Llosa". El autor de Alatriste recordó cómo le había impactado en su adolescencia Conversación en la catedral. Mientras que Marías aseguró que, entre las lecturas que al final le convirtieron en escritor, se encontraba La ciudad y los perros. Don Mario se sonrojó y achacó los halagos a la edad. Luego, el maestro les amenazó: "Como sigáis así me levanto y me voy".
Babelia
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